La justicia en «El mundo es ancho y ajeno», por Carlos Ramos Núñez

Texto publicado originalmente en «Un mundo ancho pero ajeno. 50 años de la desaparición de Ciro Alegría», editado por la Cátedra Vallejo (2017), con el auspicio de la Academia Peruana de la Lengua y la Universidad Ricardo Palma.

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© Carlos Ramos Núñez

Rosendo Maqui, era un poco vegetal, un poco hombre, un poco piedra.
Ciro Alegría (El mundo es ancho y ajeno)

Introducción

El mundo es ancho y ajeno, la gran novela de Ciro Alegría, quizá la más importante de su trilogía narrativa básica (La serpiente de oro, Los perros hambrientos), pero sin duda la más divulgada, no es sino la dramática trama de un proceso judicial y de sus consecuencias; en clave ficcional, claro está. El derecho y la justicia se encuentran en el núcleo mismo de esta obra literaria. La novela, en efecto, narra el comienzo, trama y desenlace de las diversas causas judiciales, pensadas en términos de controversia inter partes, de una pugna llevada a su estado límite, sin posibilidad alguna de alianza o de conciliación, una suerte de litigio-guerra sin cuartel y sin término entre la comunidad de Rumi, de un lado, y sus sacrificados dirigentes como Rosendo Maqui y Benito Castro; y del otro un terrible y poderoso adversario, el hacendado Álvaro Amenábar y Roldán.

Tomás G. Escajadillo, estudioso de la obra de Ciro Alegría, ha advertido que El mundo es ancho y ajeno es la historia de tres corrientes narrativas que coinciden con núcleos temáticos derivados del derecho: dos despojos judiciales separados entre sí, por conveniencia narrativa, por historias paralelas o interpolaciones (1972: 206-238). Tanto en el relato del primer despojo y del éxodo que de él se deriva, en el que Rosendo Maqui se convierte en una figura mítica, como el segundo despojo en el que el hijo adoptivo del estoico litigante, Benito Castro, se transforma a su retorno en el líder de la comunidad, pero también en la historias paralelas en las que aparecen personajes como el Fiero Vásquez y el propio Benito, el derecho juega un papel crucial. Escajadillo ha dado en el clavo, quizá sin advertir la vena jurídica de la explicación cuando postula que «el nudo dramático de la acción» consiste «en el despojo, amparado por ley, de las tierras que el temible vecino, el hacendado de Umay» (Varona 1972: 210).

Si, a juicio de Vargas Llosa, constituye «el punto de partida de la literatura narrativa moderna peruana y su autor nuestro primer novelista clásico» (1996: 116), El mundo es ancho y ajeno es también, en todo el sentido de la palabra, una novela judicial, y es la justicia o, mejor dicho, la irritante ausencia de ella, el leitmotiv de la novela. Si existe un hilo conductor temático, este sería la sublevante injusticia o el estado de injusticia permanente en el que se hallan los indios. En otro texto recordábamos a Garmendia: «¡La justicia no es limosna! ¡Pido justicia! Poco después, don Calixto Garmendia falleció» (Ramos 2008: 89)[1]. La ausencia de un sentido de justicia en el mundo rural peruano es uno de los ejes de la producción literaria de Alegría (Ramos 2008: 84).

Despuntan igualmente en la novela los artilugios del derecho: los actores del proceso (abogados, a falta de ellos defensores informales o viles tinterillos —la expresión es un evocativo peruanismo—) capaces de cualquier doblez, las partes del juicio ingenuas o ruines, el juez melindroso, los justicieros vocales superiores, los distantes vocales supremos. Figuran también el expediente o los autos que encierran las piezas del proceso, los términos, las apelaciones, la declaración de testigos, el peritaje. El destierro, la prisión, el desalojo o lanzamiento son también los ladrillos de la columna legal que se imbrica en la novela. Un universo legal a disposición de la obra creativa del autor como al alcance interpretativo del lector, pero además un edificio de instituciones legales inseparables de la novela, inherente a ella, sin el cual El mundo es ancho y ajeno no sería lo que es: derecho y literatura unidos por una misma trama.

Sebastián Salazar Bondy se ha referido a la obra narrativa de Ciro Alegría como «el más profundo testimonio, en el Perú, en América» (2014: 227-229). La novela, notable esta como las demás, a juicio del crítico limeño, se halla fabricaba de «barro carnal» e hilvanada «con personajes y situaciones arrancadas del cuajo vital del mundo peruano» (2014: 228). Ese «cuajo vital» se edifica también con materiales jurídicos. Alegría en su obra retrata a las personas que recuerda de sus años de infancia y juventud. Desfilan muchos a quienes conoció en la hacienda paterna de Marcabal Grande, que administraba su abuelo Teodoro Alegría, un hombre generoso, que daba acogida a los fugitivos que los terratenientes perseguían. Como indica Washington Delgado en un breve y sustancioso libro, fue allí «donde Ciro Alegría se asomó, por primera vez al sufrimiento del pueblo indio, incesantemente golpeado por la injusticia secular» (1980: 136). El propio Luis Alberto Sánchez, nunca reconciliado con el escritor, a costa de privar a la novela de su irrecusable contenido social, ha destacado esa impronta memorialista[2]. En sentido contrario, Augusto Tamayo Vargas comentaría: «El sentimiento de la tierra, la angustia social, preponderante en los escritores del 30, domina la obra de Alegría» (1977: 574).

En ocasiones la gente común acababa identificada con sus personajes. Así lo relata Ciro Alegría:

–Un día, estando en un hotel me visitó Juan Yaco. «Señor Alegría –le dijo–. En este legajo de papel (era una verdadera montaña de apuntes), encontrará usted las cosas que escribió usted en su libro, y que nos están haciendo a nosotros».

–Nada puedo hacer –dijo Alegría.

–Lo sé, aceptó Juan Yaco y ambos hombres se separaron.

En el aeropuerto, aquella noche –cuenta Alegría– me despedían las personalidades del lugar– y allí, en un rincón, el indio, humilde, pobre y cansado, agitaba la mano también. Era mi libro que se despedía (2004b: 285).

Confesaría Ciro Alegría: «[…] lo que más me impresiona es que los personajes se salieron del libro y vienen ahora a visitarme» (2004b: 284). En otro momento diría, «los indios y cholos que aparecen en El mundo es ancho y ajeno, y en todas mis novelas, son norteños y hablan español» (1976: 396).

1. Los personajes

2.1. Rosendo Maqui, el demandado

Los dos grandes personajes de la novela son también las partes más encontradas de un proceso judicial, de un dilatado juicio de deslinde de tierras, situados ambos en las antípodas sociales y legales: Rosendo Maqui, el alcalde de Rumi, la comunidad demandada; y del otro lado, el demandante, Álvaro Amenábar, el poderoso hacendado.

En genial frase, que celebró Guayasimín, el renombrado artista ecuatoriano, «Rosendo Maqui, era un poco vegetal, un poco hombre, un poco piedra» (Alegría 2004b: 221-22)[3]. Rosendo Maqui, el tradicional líder comunero iletrado, pero dotado del conocimiento de otros saberes y de un genuino sentido de justicia, se desempeñó como regidor y ascendió como autoridad por su sensibilidad al impartir justicia. Una vez fallecido el anterior alcalde asume autoridad, asesorado por cuatro regidores. El alcalde, en efecto, cumplía las funciones de juez al resolver conflictos entre los comuneros. La fama de Rosendo se había extendido más allá de los linderos de Rumi. Dos colonos de la hacienda Llacta recurrieron a Maqui para que les administre justicia (Alegría 1979a: 5-43). Ciro Alegría lo describiría así: «Digamos muy en alto que su manera de comprender es amar y que Rosendo ama innumerables cosas, quizás todas las cosas y entonces las entiende porque está cerca de ellas, según el resorte que mueva su amor: admiración, apetencia, piedad o afinidad» (1979a: 42).

La infatigable lucha de Rosendo Maqui, que perecería en la cárcel y se convertiría en símbolo aglutinante en términos políticos y gremiales, aunque no tuvo como recompensa la justicia que franquea el derecho, fue, con mucho, inspiradora. Con su ejemplo y el de la vida en Rumi antes del juicio con Amenábar, queda plasmada la idea de la justicia como felicidad colectiva e individual.

A juicio de Ciro Alegría:

Rosendo Maqui ha ido teniendo su iconografía, en la cual se destaca la talla en madera del escultor Compostela. Este republicano español, refugiado en Puerto Rico, lo sacó del libro como quien retrata. Modesto alcalde norteño, sin el lujo de atuendo y avíos propios de los alcaldes surperuanos, Rosendo empuña un rústico bordón, no por sencillo menos honroso. Y desde su remota aldea andina, el alcalde de Rumi saluda en el campo de la acción indeclinable por el bien común, al alcalde de Zalamea (Alegría 1964: 10).

2.2. Álvaro Amenábar y Roldán, un demandante tenaz

El hacendado Álvaro Amenábar y Roldán –dueño de Umay– es el villano por excelencia de la novela. En el afán de acumular tierra y riqueza a toda costa la maldad no le era ajena (Alegría 1979a: 58-59). Amenábar montaba su caballo Montonero –tan terrible como él–, acompañado de sus caporales Braulio y Tomás (Alegría 1979a: 160). Álvaro era hijo de Gonzalo Amenábar, otro inescrupuloso y hábil hacendado que también se apropió ilegalmente de terrenos (Alegría 1979a: 161). La herencia de los Amenábar no era solo económica, sino temperamental, especialmente contra otra familia hacendada: los Córdova.

2.3. Bismarck y la Araña: dos tinterillos corruptos

Para el juicio sobre linderos, Rosendo Maqui había llevado los títulos y nombrado apoderado general y defensor de los derechos de la comunidad de Rumi a un tinterillo de nombre Bismarck Ruiz, hombrecillo rechoncho, de nariz colorada, que se hacía llamar «defensor jurídico» (Alegría 2002: 17). El tinterillo Bismarck Ruiz prometía a los comuneros una rotunda victoria judicial contra el gamonal Amenábar; no obstante, traicionaría a la comunidad por cinco mil soles que le entregaron por su inactividad procesal (Alegría 2002: 200).

Por su parte, Álvaro Amenábar contrató otro tinterillo de nombre Roque Iñiguez: «[…] apodado Araña, tenía tercer año de Derecho en la Universidad de Trujillo. Al contrario de Bismarck Ruiz, su más cercano rival, era pequeño y magro […] tenía la piel amarilla y más amarillos los bigotes lacios y los dedos nudosos a causa del cigarro» (Alegría 2002: 178).

Al igual que Bismarck, Iñiguez carecía de ética a la hora de laborar como defensor libre. En el diálogo que tuviera con Álvaro Amenábar sella un pacto de traición a la comunidad de Rumi. Lejos de fundar su demanda en hechos ciertos, pruebas y elementos legales, mostraba ser un hombre corrupto e infame:

–Oiga Iñiguez –[…] el primer problema sería descartar a Bismarck Ruiz, cuya petulancia me ha indignado ciertamente […] ¿Qué me aconseja usted?…

–Je, je –rió el tinterillo, de cuerpo esmirriado y hundido entre grandes piernas y brazos flacos que le daban ciertamente un aspecto de arácnido–, sería bueno que el tal Bismarck se hiciera el tonto. Usted sabe quién es: un voluptuoso, un crapuloso… se podría conseguir… usted me comprende…

–Sí, se podría conseguir […]

–[…] ¿Y en lo demás qué haremos?

–Mi señor don Álvaro: yo le he dicho ya que se debía copar toda la comunidad ¿Sirven esos indios ignorantes? Jurídicamente, se puede: hay base para la demanda… (Alegría 2002: 178-179).

El tinterillo aconseja, y con razón, emplear la figura de la reivindicación, que se caracterizaba por su naturaleza imprescriptible, en lugar de emplear la acción de deslinde. Su plan es además macabro porque le aconseja al hacendado «copar toda la comunidad» y no solo una parte de ella, que sería el resultado lógico de un proceso de deslinde.

–No, ya le he dicho que no. Debemos darle un aspecto de reivindicación de derechos y no de despojo. Yo pienso, igualmente, que esos indios ignorantes no sirven para nada al país, que deben caer en manos de los hombres de empresa, de los que hacen grandeza de la patria. Pero Zenobio García me ha asegurado que en la parte que demando está la mejor de Rumi. Arriba hay solo piedras. Alegamos bien. Ellos trabajarán para mí a condición de que les deje en su tierra, que es la tierra laborable. Yo necesito sus brazos para el trabajo en una mina de plata que está en la otra orilla del río Ocros (Alegría 2002: 178-179).

La Araña aconseja y exige que le consigan testigos para que formulen declaraciones falsas. Conoce de la entonces poderosa fuerza de esa prueba cuando faltan las anteriores. Se trata de un plan atroz: los nombres de los lares serán cambiados.

–Ahora permítame manifestarle que necesito gente para que declare. Ya hemos dicho que las tierras de Umay van hasta la llamada quebrada de Rumi. Ahora diremos, para explicar la presencia de los indios, que la comunidad usufructúa indebidamente las tierras suyas, debido a una tendenciosa modificación. Que se nombra quebrada de Rumi a lo que realmente es Arroyo Lombriz, con lo cual resulta que la comunidad ha ampliado su tierra. Pondremos de testigos a varios vecinos de esos lugares. Diremos además, que lo que ahora se llama Arroyo Lombriz se llamaba antes Arroyo Culebra y que la verdadera quebrada de Rumi es la quebrada que se seca en verano y queda entre esas peñas que dan a Muncha. Nosotros pedimos las tierras hasta la llamada ahora quebrada de Rumi que ha sido y es, en los títulos, Arroyo Lombriz…

–Una excelente idea.

–Además habrá que destruir en la noche los hitos […] (Alegría 2002: 181).

Se pregunta el tinterillo Iñiguez acerca de la actuación del juez de primera instancia llamado a dirimir la causa:

– ¿Y el juez?

–De mi parte. Si a mí me debe el puesto. Yo moví influencias y lo hice nombrar a pesar de que ocupaba el segundo lugar en la terna (Alegría 2002: 181).

En efecto, el sistema de nombramiento de jueces se hacía conforme a la Constitución de 1920, que al respecto prescribía: «Los vocales y fiscales de las cortes superiores serán nombrados por el Poder Ejecutivo a propuesta en terna doble de las respectivas cortes superiores […]». En el caso de los nombramientos judiciales de primera y segunda instancia estos eran: «[…] ratificados por la Corte Suprema cada cinco años» (1929, artículos 148 y 152). La Constitución de 1933 prescribía en cambio que serían nombrados los jueces de primera instancia y los agentes fiscales, «[…] a propuesta, en terna doble, de la respectiva Corte Suprema» (1958: artículo 223). Lo lógico era que fuera nombrado quien encabezaba la terna. Se entendía que estaba dotado de mayores méritos. Sin embargo, con el sistema de terna el presidente de la República podía nombrar a cualquiera de los candidatos que figurasen en la terna, ya fuera el segundo o el tercero. De allí que el hacendado se jacte de sus influencias para el nombramiento del juez. El juez, por lo visto, no ejerce del deber de la honrosa profesión como los buenos jueces, no obstante deberles su nombramiento. Es alguien que se siente en deuda con quien lo ayudó a la obtención del cargo.

Cabe preguntarse en este punto: ¿por qué Álvaro Amenábar, poderoso hacendado, contrató un «tinterillo» y no un abogado, teniendo los recursos para pagarse un abogado? La respuesta es simple: la denominada «defensa libre» en aquella época, era legal. La labor de estos tinterillos, por tanto, estaba legitimada.

García Calderón denomina defensa libre: «[…] al derecho que se concede a los litigantes de defender por sí mismos sus derechos ante los jueces, sin necesidad de buscar un abogado que patrocine su causa» (García 1860: 707). Resulta ilustrativo, a este efecto, lo regulado en 1836 por el Reglamento Orgánico de los Tribunales y Juzgados del Estado Nor-peruano: «Las partes pueden defender libremente sus causas […], sin necesidad del patrocinio ni de la firma de los abogados» (1836: 39). Por su parte, prescribía el Reglamento de Tribunales y Juzgados de 1854 –vigente para el juicio sobre linderos– que: «En los lugares donde haya diez o más abogados no se admitirá, en ningún juzgado o tribunal. Escrito o pedimento que no esté firmado por letrado comprendido en la matrícula de la respectiva corte. No será necesaria esta formalidad en los escritos de términos, apremios o rebeldías» (1854: 40, art. 148). La regulación no cambiaría mucho con la dación de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1912 (1912: 36, artículo 140).

La normativa citada tenía sentido, pues en aquella época los abogados eran escasos, como el propio Rosendo comprobaría al tener que viajar a la capital de la provincia para buscar algún otro defensor (Alegría 2002: 213).

2.4. Benito Castro, el litigante nuevo

Dos son los personajes que luchan por alcanzar la justicia, o por lo menos algo más tangible, la justicia en el plano judicial: Rosendo Maqui y Benito Castro. Dos generaciones. Benito Castro, criado como un hijo por Rosendo, es un comunero que vuelve a la comunidad luego de una dolorosa estancia de aprendizaje en la ciudad, y tras haber obtenido una clara conciencia de sus derechos sociales en virtud de su activismo sindical (Alegría 1979a: 29).

Con respecto a Benito Castro, criado como un hijo por Maqui, sufrió una similar injusticia cuando luego de una revuelta popular fue acusado como un subversivo (hoy se diría terrorista), algo muy común desgraciadamente en el campo de la protesta social (Alegría 1979a: 151-157). En ese suceso, se le incauta a su fiel caballo y amigo Lucero, que no le es restituido por las autoridades (Alegría 1979a: 157). Ya sin su caballo, Benito prosiguió su camino. Conseguía trabajos estacionales como peón en haciendas, más para sobrevivir que para vivir o bien vivir (Alegría 1979a: 157). Escuchó de la revolución indígena de Atusparia que sucedió en 1885, y que este se rebeló cansado de trabajar para los gamonales y «la república» (Alegría 1979a: 158). La rebelión fue contenida a sangre y fuego, mientras su área de influencia se incrementaba, y fue el terror de ricos y blancos. A pesar de los hechos de sangre en los que participó, Atusparia, en el imaginario social, tenía fama de perseguir la justicia y denostar el abuso. Sería recordado por los indios como un hombre valiente y generoso. Atusparia fue un héroe en una batalla épica con un desenlace trágico (Alegría 1979a: 158-159).

2.5. Un marginal bueno

El Fiero Vásquez, personaje que Alegría tomaría de la vida real, sería el bandolero de la historia (Alegría 2004c: 235). Tocado por la viruela que explica su apelativo, Vásquez se había curtido por las injusticias de la vida (Alegría 1979a: 99). Por cada oveja que desaparecía acumulaba una deuda que cada vez más se hacía impagable (Alegría 1979a: 100). Ante el hambre, su padre sacrificaba ocasionalmente alguna oveja para sostener a la familia, a pesar de que se avecinaba el castigo del capataz (Alegría 1979a: 101). Luego de una vida de fechorías, establece una amistad con su patrón Teodoro Alegría, esposo de Elena Lynch, mujer que lo cuidó al encontrarlo malherido (Alegría 1979a: 108-113) A pesar de la posición social superior del patrón Teodoro, él le guardaba una especial consideración al Fiero Vásquez (Alegría 1979a: 114-118). Teodoro le comentó que a los hombres no les gusta que uno se reforme y triunfe, tal vez, en mayor medida que los demás y que, por ese motivo, se cuidara de ello (Alegría 1979a: 118).

En efecto, luego de una temporada de años en los cuales su amistad con un decidido Teodoro le hizo gozar de una vida digna junto con su mujer Gumercinda y su hijo (Alegría 1979a: 119-120), un día, cuando se encontraba en la chacra de maíz, un desconocido le tendió una emboscada y disparó contra él. El Fiero Vásquez se hizo el muerto y al menor descuido de su atacante, empuñó su revólver y lo fulminó. La vida le había jugado una injusta pasada. Ninguno de los pobladores le creyó que había matado a su atacante en defensa propia. El Fiero debe huir luego de abrazar y despedirse de su mujer y su hijo, con la promesa de regresar (Alegría 1979a: 121).

El Fiero retornó a los seis meses y encontró su casa vacía. Su compañera Gumercinda fue encarcelada como cómplice y su hijo murió en la cárcel a causa de la peste. Para cuando el Fiero volvió, Gumercinda ya no se encontraba en la cárcel, donde fue vejada. Ella trabajaba en la casa del juez a cambio de su libertad (Alegría 1979a: 120-121). Esto lo afectó profundamente. La injusticia de la vida lo desestabilizó tanto que no solo volvió a ser el mismo de antes, sino que esta vez fue peor. Se unió a un grupo de bandoleros de la puna y fugó con suerte de los captores de esta banda. Se refiere a sí mismo como «una piedra que no acaba de despedazarse o de rodar hasta el fondo» (Alegría 1979a: 122). El Fiero es quien advierte a Rosendo Maqui de las tramas de Amenábar, Zenobio y el Mágico contra el pueblo de Rumi, y del peligro que eso representaba (Alegría 1979a: 123).

El caso de Gumercinda constituye una elocuente demostración del abuso y desprecio contra las mujeres indígenas (Alegría 1979a: 120-121). En la inconclusa novela, Dilema de Krause, Alegría daba cuenta que el alemán Meyer, por casarse con una peruana, era considerado por sus coterráneos como un «desertor de su raza» y, aunque suene pintoresco, como un «traidor» (1979b: 97).

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[1] Sobre Calixto Garmendia véase también Alegría (2004b: 543-550).

[2] «Es una novela de largo aliento siempre sobre la base de recuerdos. Son etapas de la niñez y remembranzas de relatos de padres, tíos y abuelos. La presencia del pasado es evidente en toda la obra de Alegría. Aumenta la presión de este elemento a causa del destierro» (Sánchez 1965: 1496).

[3] Alegría contaría que el célebre pintor Oswaldo Guayasamín, en una exposición en Nueva York, hacia el año 1943, al verlo manifestó: «En El mundo es ancho y ajeno me impresionó mucho esa parte que describe a Rosendo Maqui. “Un poco hombre, un poco vegetal, un poco piedra”. Con esa emoción he pintado un cuadro, ahí está…».

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