La aparición de los Tribunales Constitucionales supera el Estado gendarme y afirma uno nuevo: el Estado democrático constitucional. Modelo en el que la preeminencia de la Constitución, sus reglas, sus principios, y sus valores, se imponen sobre todas las demás normas legales y los actos de poder de los gobernantes.
Fue Kelsen quien ideó la concreción de los Tribunales Constitucionales entre 1919 y 1920, como un contrapeso al ejercicio del poder. Y desde allí, ha evolucionado en un mayor nivel de actuación con el advenimiento de los nuevos derechos, siendo innegable su importancia en el afianzamiento de la democracia y la vigencia de los mismos. Precisamente, por ello, resulta de suma importancia el perfil del juez constitucional, toda vez que en sus votos y decisiones residirá el bien más preciado con el que hoy en día cuenta el constitucionalismo contemporáneo: La constitución.
En efecto, el juez constitucional es un guardián que custodia con celo extremo los cánones constitucionales; pero no desde una perspectiva reglamentarista propia del juez legal, sino desde sus principios y de los valores que ella consagra. Bajo esa perspectiva, su rol es la de una permanente interpretación de la dinámica social para procurar adaptarse al sentimiento constitucional. No se trata, por cierto, de la labor de arquitecto (cual si fuera un poder constituyente), sino de guardián en el que, frente a cualquier acto de arbitrariedad, le corresponde actuar con firmeza encontrando una justificación principista conforme y desde la Constitución.
No hay norma constitucional petrificada en su génesis. Si así fuera, la Constitución de los Estados Unidos de 1787 sería una pieza de museo. Tampoco corresponde el reproche a los gestores políticos de la carta constitucional habida cuenta que los procesos políticos son por su naturaleza expresiones de la sinergia social. El Juez constitucional preserva los valores del constitucionalismo histórico en la Constitución de la que obtienen su nombramiento, actúa en clave garantista, y recrea permanentemente los derechos para configurar nuevos y más derechos, y se enfrenta sin temor al poder de turno. El miedo a los gobernantes, la claudicación frente a la arbitrariedad del poder, o la indiferencia a los derechos, escapan al perfil del Juez constitucional, sin duda alguna. Pero en ésta misión tampoco es infalible. Al contrario, le corresponde justificar cotidianamente su posición de supremo intérprete en el estado constitucional.
Como señala Sagües, “un peligro harto frecuente es el del facilismo. Otra amenaza cierta es la manipulación de la Constitución que pueda realizar el «juez constitucional». Un tercer riesgo es el del hiperactivismo judicial. El dogmatismo judicial es un cuarto vicio”[1]. En todos estos casos, ocurre lo opuesto a lo que debe ser el perfil del Juez constitucional. Por ejemplo, cuando crea trabas -como la llamada sentencia interlocutoria denegatoria- para dejar de conocer los pedidos de tutela de los ciudadanos produce desconcierto popular; en otras, confunde su naturaleza de poder constituido y busca actuar como constituyente justificando interpretaciones antojadizas de la constitución, manipulándola; es activista en extremo cuando interviene en ámbitos ajenos a su competencia sustrayendo el rol que les corresponde a los demás poderes públicos; o finalmente, cuando el juez constitucional confunde su ideología con la de la Constitución pretendiendo imponer la propia antes que la que emerge del cuadro de valores y principios constitucionales. Todas estas son distorsiones de la esencia misma del juez constitucional.
Se trata por tanto de valorar su perfil no sólo desde una óptica jurídica, sino además desde su postura democrática, y su visión de estadista. Es finalmente, un acérrimo defensor de los derechos, pero a la vez un prudente garante del reparto de competencias del poder. Es un interprete que tiene un amplio margen de configuración de lo que constituye “lo constitucional”, pero no es un constituyente delegado que puede cambiar los postulados constitucionales. Tomas y Valiente ha explicado en su oportunidad, que “no es, obviamente, titular de la soberanía, ni del poder constituyente, sino el supremo garante de lo que el pueblo soberano, titular del poder constituyente, dejó escrito en el texto de la Constitución a la que estamos sometidos todos inclusive ellos mismos” [2].
Ello implica que la tarea del juez constitucional sea absolutamente delicada. No puede ser un “dogmático de laboratorio” pero tampoco un activista que desdeñe el derecho. Debe saber combinar ambas artes sin perder el norte de los valores superiores que contiene la Constitución.
En efecto, de inclinarse para un lado puede terminar judicializando la política, y del otro, politizando la justicia. El parámetro que el Juez constitucional no puede dejar de tomar en cuenta a la hora de resolver un conflicto entre el derecho y la autoridad es y será la Constitución. Pero la Constitución no para modificarla ni alterarla sino para hacerla prevalecer, como explica el profesor mexicano Jorge Carpizo, conforme a los límites que el poder constituyente haya impuesto.
En ese contexto, el Juez Constitucional, surge para defender, con energía y a la vez con sapiencia, la Constitución. Al fin y al cabo, cuando estamos frente a un Juez de la democracia, qué como dice de Zagrebelsky, es el “guardián para la coexistencia entre ley, derechos y justicia”[3].
[1] Cf. Sagües, Néstor Pedro. Del Juez Legal al Juez Constitucional. Centro Interdisciplinario de Derecho Procesal Constitucional, de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales del Rosario, de la Universidad Católica Argentina, pp. 345-346..
[2] Tomas y Valiente, Tomas. Escritos desde y sobre el Tribunal Constitucional, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, p. 84.
[3] Zagrebelsky, Gustav. El derecho dúctil. Editorial Trotta, Madrid, 1995, p. 154.