José María Arguedas intentó matarse en dos oportunidades. En la segunda ocasión, se encargó de que el disparo en la sien fuera lo suficientemente letal como para matarlo, pero la falta de precisión hizo que fuera una agonía larga de cuatro días. Fue el 2 de diciembre de 1969 cuando el dolor se fue para siempre, aunque los más estudiosos de su vida dicen que sufría desde pequeño por otro tipo de heridas.
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Cuando se navega en los ríos profundos del escritor, resulta fácil suponer que su infancia fue fundamental en el tono de su obra literaria y en la tristeza que dejó plasmada en cartas. Nació en Andahuaylas, un 18 de enero de 1911 y las aflicciones llegaron a su vida solo tres años después.
Victoria Altamirano Navarro, madre del escritor e integrante de una familia acaudalada de la ciudad, muere por cólicos hepáticos, dejando al padre a cargo de la crianza de José María. Creando de esta forma al personaje no literario más importante en su vida: Víctor Manuel Arguedas.
Él era abogado en Puquio, por lo que su ausencia durante los días de semana era total. Provenía de una de las casas más renombradas y destacadas de Cusco, así que los pocos recuerdos nítidos que el novelista guardaría de esta figura serían sus modales refinados y su aspecto siempre pulcro. Y más allá de eso, la presencia del padre empieza a desaparecer.
Es su nodriza, doña Cayetana, la que asume un lugar importante dentro de su círculo familiar inexistente, siendo referida posteriormente como “su madre india, que me protegió con sus lágrimas y su ternura cuando yo era un niño huérfano”. A ella también la perdería, cuando la vida laboral del progenitor los obliga a moverse.
Cuando el padre es nombrado juez de primera instancia en San Miguel, Ayacucho, la familia abandona Andahuaylas para mudarse lo más cerca posible a esa zona. Aquí José María conoce y empieza a vivir con el nuevo compromiso de su padre, Grimanesa Arangoitia. Ella era conocida en la localidad como dueña de una casona que el juez usó como oficinas, así como terrenos y ganado. La historia y los textos de Arguedas harían que también pase a la memoria como una mujer que no lo quería.
Bajo el duro régimen de su madrastra, el joven escritor empezó a vivir con los sirvientes de la casa, a los que abrazó como amigos y familia. De ellos aprendió el quechua y las diferentes tradiciones que servirían como el contexto cultural de muchas de sus obras. Pero más allá de lo literario, fueron quienes lo cargaron de una lucha por la identidad cultural de un Perú cada vez más cambiante.
Sobre esto, el andahuaylino se explayó en 1965, durante un discurso en el Primer Encuentro de Narradores Peruanos, realizado en Arequipa:
Mi padre se casó en segundas nupcias con una mujer que tenía tres hijos; yo era el menor y como era muy pequeño me dejó en la casa de mi madrastra, que era dueña de la mitad del pueblo; tenía mucha servidumbre indígena y el tradicional menosprecio e ignorancia de lo que era un indio, y como a mí me tenía tanto desprecio y tanto rencor como a los indios, decidió que yo había de vivir con ellos en la cocina, comer y dormir allí. Mi cama fue una batea de esas en que se amasa harina para hacer pan, todos las conocemos. Sobre unos pellejos y con una frazada un poco sucia, pero bien abrigadora, pasaba las noches conversando y viviendo tan bien que si mi madrastra lo hubiera sabido me habría llevado a su lado, donde sí me hubiera atormentado.
Arguedas cuenta que solamente compartía en la casa principal durante los días del descanso del padre, que eran como visitas de un familiar lejano. Jamás notó el abuso o, si lo hizo, nunca se lo manifestó. El juez no juzgaba en la casa y el niño aprendió a vivir con eso, aunque nunca perdonó esta lejanía.
Los viajes a Lima y la independencia que José María iba ganando fueron el último montón de tierra que enterró esta relación tan complicada. El hijo no estuvo cuando el padre, luego de una extensa pausa en su lucha contra el paludismo, fue cesado como juez. Tampoco se hizo presente, cuando en 1931, el padre muere acompañado solamente por Grimanesa, que ya no era su esposa entonces. El mismo año en que la joven promesa ingresa a la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
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Luego de eso, el autor evitó la referencia al padre. Al menos de forma personal o emotiva. Comentaba que su partida coincidió con una pobreza que lo llevó prácticamente a la indigencia, con noches de sueño en bancas de la calle. Pero jamás compartió nada íntimo sobre este pasaje de su vida.
Su muerte, que hoy se hace presente a través de la fecha, estuvo llena de polémica porque estuvo antecedida por una conversación sobre la depresión que no parecía propia de la época. En sus últimos diarios, repasaba el dolor que le causaba no poder recordar a su madre o las alternativas que exploraba para generar su fallecimiento. Reflexionaba constantemente sobre el origen de su mal.
En abril de 1966, hace ya algo de dos años, intenté suicidarme. En mayo de 1944 hizo crisis una dolencia psíquica contraída en la infancia y estuve casi cinco años neutralizado para escribir. Y ahora, estoy otra vez a puertas del suicidio. Porque, nuevamente, me siento incapaz de luchar bien, de trabajar bien…
Mientras analizaba si un revólver era mejor que muchas pastillas para su desolador propósito, suponemos que el juez Arguedas se hizo presente en recuerdos. Nos animamos a creer que fue más constante en la memoria de sus últimos momentos que en la realidad de su niñez.