KAUSACHUN DERECHO(S). La protesta y la indignación, lejos de ser un exceso moral, es más bien manifestación de salud cívica, pues las injusticias prosperan únicamente cuando los demás somos indiferentes.
Judith Shklar, filósofa política de la segunda mitad del siglo XX, cambió el rumbo de las indagaciones sobre la justicia al poner su mirada en las experiencias de injusticia. En una de sus contribuciones más célebres escribió: “La filosofía política moderna se ha preocupado por definir la justicia, pero rara vez ha preguntado qué es la injusticia. Sin embargo, es la experiencia de la injusticia la que primero nos mueve moralmente” (Los rostros de la injusticia, 1990). Al centrar la mirada en la injusticia aparecen las víctimas que han sufrido daños, las formas en que los han padecido, y los actores —visibles e invisibles— que los causan o los perpetúan.
Uno de los conceptos más esclarecedores en el debate sobre las injusticias en las democracias contemporáneas es la idea de injusticia pasiva. Según Shklar, “La mayor injusticia no es sólo el acto que causa daño, sino la indiferencia de quienes podrían haberlo impedido”. Quienes están en posición de impedirlo no son únicamente los gobernantes o funcionarios —para quienes el juicio es más severo, pues se trata de gobiernos tiranos que actúan sobre la base de las injusticias o las promueven activamente. La noción de injusticia pasiva alcanza, sobre todo, a los ciudadanos de una republica libre. Si estos viven sometidos al terror o al engaño constante, poco se puede esperar. En cambio, en una república democrática, la indiferencia por conveniencia o por miedo constituye una forma de complicidad con los daños que produce toda injusticia.
Así, el remedio frente a la injusticia reside en nuestra propia condición de personas morales, capaces de indignarnos y protestar ante el daño infligido a un semejante. De este modo, la protesta y la indignación, lejos de ser un exceso moral, es más bien manifestación de salud cívica, pues las injusticias prosperan únicamente cuando los demás somos indiferentes. Como bien señala Shklar: “La injusticia pasiva es la suma de todos los pequeños actos de indiferencia que permiten a las grandes injusticias prosperar.”
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Si pensamos en las injusticias de nuestros días, éstas resultan tan crueles y espantosas como las de los peores momentos de la Humanidad. El genocidio en Gaza, la tortura de someter a niños y desvalidos a la hambruna —sin permitir siquiera que la Humanidad ejerza su solidaridad— revelan el poder de las nuevas tiranías que controlan los océanos y el espacio aéreo como nunca antes. Toda la tecnología y los avances científicos alcanzados por la Humanidad se ponen hoy al servicio de la maldad y de las injusticias que se expanden. La indiferencia de muchos Estados con poder para detener esta barbarie deberá ser juzgada algún día por la historia.
Por otro lado, las tecnologías y las redes sociales también nos muestran que toda guerra es hoy una guerra global. Lamentablemente, el genocidio en Gaza no es el único conflicto que sacude al planeta. Los tambores resuenan muy cerca: Estados Unidos dirige misiles y elimina seres humanos sin declarar la guerra en aguas del Caribe. Los relatores de Naciones Unidas han calificado como “ejecuciones extrajudiciales” los ataques a dos embarcaciones ocurridos los días 2 y 15 de septiembre pasado, que habrían causado la muerte de al menos catorce personas. El gobierno estadounidense ha presentado estos hechos como parte de una guerra contra el “narcoterrorismo”, buscando justificar graves violaciones del derecho internacional y de los derechos humanos.
Afortunadamente, la ciudadanía global está respondiendo frente a estas atrocidades. Las movilizaciones ante el genocidio de Gaza muestran una condena unánime contra la guerra y los Estados que la promueven o financian. En cambio, la reacción de las naciones de América Latina respecto de las amenazas a la población civil en Venezuela es más ambigua y preocupante, especialmente cuando se pretende justificar como un “acto democrático” el intento de derrocar a un gobierno autoritario y corrupto que somete al hambre y al exilio a los más vulnerables.
Finalmente, ¿qué hay de nuestras injusticias más cercanas? Un gobierno que hasta hoy no ha respondido por las muertes con las que se impuso en el poder, junto a quienes perdieron las elecciones pasadas. Las injusticias se han acumulado con una serie de actos despóticos desde el poder: el incremento superior al 100 % en el sueldo de la presidenta en funciones, el reparto de Ministerios, y el aumento desmesurado de demandas presupuestales para que los congresistas contraten personal sin concurso público ni mérito.
Pero las mayores injusticias se han perpetrado mediante leyes del Congreso —con la complacencia del Ejecutivo, por supuesto—: normas que favorecen la criminalidad organizada, que establecen la prescripción de delitos de lesa humanidad, y la reciente Ley N° 32419, que da amnistía a procesados y condenados por graves violaciones de derechos humanos. Son estas las leyes que, con mayor claridad, exhiben una intolerable injusticia con la que no podemos convivir. No sólo porque estos actos del poder se muestran indiferentes y ciegos frente al dolor de las víctimas, sino porque exaltan como valores las peores formas de agresión a los derechos básicos —la violación, la tortura y la desaparición forzada— que afectaron, sobre todo, a comunidades campesinas pobres del interior del país. Son injusticias desde el poder contra los más vulnerables.
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Que estas injusticias no prosperen depende, en gran medida, de las frágiles instituciones democráticas. Los medios de comunicación y las instituciones de justicia que están inaplicando estas normas injustas cumplen un papel fundamental. Pero nada se compara con el poder de la empatía social y la lucha contra la ceguera y la indiferencia.
Como también escribió Judith Shklar: “La prueba de una democracia no está en sus ideales de justicia, sino en cómo reacciona ante la injusticia.”