La heroica cábala de un juez supremo para apoyar a la selección

Con ustedes, el «Bolognesi del fútbol peruano».

Hoy no hay jurisprudencias que compartir. ¿Quién quiere verlas a pocas horas de jugar el partido más importante de nuestra vida? Nadie. Y si hay alguno, ahí tienen la página con las sentencias que hemos estado compartiendo hasta ayer.

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Cábalas en el fútbol abundan, y una más rara que la otra. Quién no recuerda la famosa cábala en la Copa del Mundo de Francia en 1998, cuando Laurent Blanc le besaba la pelada al portero Fabien Barthez; o a Kolo Touré, que buscaba siempre ser el último jugador en entrar a la cancha; o al rumano Adrian Mutu, que se ponía hojas de albahaca en sus calcetines antes de los partidos; o para no ir muy lejos, la cábala de Ricardo Gareca, harto conocida por nosotros.

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Sin embargo, esta es la hora del hincha, pero no de cualquier hincha, sino del que sabe como ninguno que «si no sufres no vale». Y como Legis.pe es una web jurídica (la más leída del Perú, valgan verdades) el hincha que hoy les presentamos anda a caballo entre dos pasiones: el derecho y el fútbol.

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Al grano. Con ustedes el magistrado supremo Carlos Calderón Puertas, el hincha que, estamos seguros, más ha sufrido en este proceso de clasificación al Mundial de Rusia 2018. Pero he aquí la particularidad de su caso. Su cábala es hasta cierto punto incomprensible para el hincha promedio: no ve, no puede ver, no debe ver los partidos de la selección. Hacerlo sería un supremo crimen, una suprema traición.

El doctor Carlos Calderón Puertas juramentando como juez supremo.

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Uno de nuestros colaboradores le preguntó la «razón» de esta cábala, si cabe alguna. El magistrado, desde algún lugar oscuro del sufrimiento, le respondió: «La cábala tiene que ver con la inseguridad. Puede parecer un asunto de puro egocentrismo, pero en realidad es debilidad y el deseo de asirse a algo para que la fortaleza anímica permanezca». Luego añade: «En mi caso, hincha del Alianza Lima, con niñez en el Rímac y abuela que habitaba en Barrios Altos, a la espalda del cementerio, la cábala surgió rápido. Y la seguí fielmente no viendo ni oyendo el partido que Alianza ganó en Talara y nos hizo campeón luego de 18 años». ¡Válganos, Dios! En Perú 21 fue más explícito todavía: «Este es un asunto de un egocentrismo completo, inútil además, porque es falso; pero creo que las cábalas tienen un significativo: te fortalecen anímicamente».

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En un post publicado el 4 de setiembre, dos días antes del partido con Ecuador, el supremo hincha de la selección, dio a conocer que estaba aplicando la cábala desde la goleada que le dimos a los paraguayos. El juez-hincha, con envidiable pluma, escribió:

Con verdadero amor filial (que soy el primero en reconocer) mis hijos me piden que no vea el partido Perú con Ecuador. Para ellos soy el mufa, el salado, el de la mala suerte. No lo saben, pero si lo supieran me recordarían que en 1988, faltando a mi promesa, cuando en el quinto set íbamos ganando a la URSS 15 a 14, no pude resistir más y me dirigí a ver el encuentro, con los resultados ya conocidos. Por la misma razón, Roberto Martínez, a los 39 minutos del segundo tiempo, en 1995, desembarcó a Alianza de la Copa Libertadores; México nos empató 3 a 3 en la Copa América del 99 y Argentina nos empató 2 a 2 en 1986, la última oportunidad en que estuvimos a punto de ir al mundial. En todos los casos, mi inoportuno ingreso a ver el partido causó la derrota. Claro, podría decirse que esta idea es propia de mi habitual delirio y vanidad. En mi defensa diré que en 1997 desistí de ver el Alianza vs Torino y el equipo del pueblo obtuvo su primer campeonato luego de 18 años, que tampoco presencié el triunfo de Perú ante Paraguay y que ahora último, el 3 a 2 al San Martín lo seguí encerrado en mi dormitorio y en silencio.

Por eso, aunque sé que es locura, vanidad y delirio, estoy pensando seriamente en no ver el partido del martes, refugiarme en mi oficina, leer el libro más aburrido de Derecho que pueda encontrar (hay tantos) y obsequiarles a mis hijos (ojalá que al país) mi inquieta resignación y mi ceguera momentánea.

El doctor Carlos cumplió su promesa, aunque no faltaron algunos riesgos en el trámite del partido, como los sonidos de un equipo de radio:

Seguí los primeros 20 minutos del segundo tiempo por la radio que habían prendido mis asistentes. Cuando me di cuenta de la equivocación, les pedí apagar el equipo. Lo hicieron entre burlas y protestas, pero cinco minutos después, cuando nada nos informaba de lo que sucedía en Quito, Flores y Hurtado quebrarían la defensa ecuatoriana. Sin embargo, los gritos en Palacio pudieron más que mi orden y ellas, al igual que Psique, no pudieron vencer su curiosidad y encendieron la lámpara, es decir, la radio, desconociendo que el triunfo no puede vivir sin la confianza. Entonces, como en el mito griego, la insanía se apoderó del Atahualpa y un gol ecuatoriano fue el presagio de la derrota. Para evitarla opté por cerrar la puerta de la oficina, caminar de un lado a otro, tomar un manojo de expedientes y esperar con agonía el final del encuentro: se lo debía a mis hijos y a las dos centenas de personas que me lo pidieron.

Del enclaustramiento me sacó Diana Rodríguez para informarme que el examen de jueces se había suspendido para el 24 de setiembre. ¡A quien le importaba eso! Lo único relevante era escuchar los gritos desde los pasillos de Palacio y la voz de mis asistentes exclamando: ¡Ganamos, ganamos! Yo no sabía qué hacer, si seguir la conversación con Diana, si abrazar a Diana, si escuchar la radio, si invocar al Dios de los mundiales, recordar a Pocho Rospigliosi o sacar mi álbum de figuritas de Navarrete; opté, exhausto, por regresar a casa. En el camino pensaba que solo no viendo puedo ver. Es mi alegría y mi condena.

El 10 de octubre, antes del partido con Colombia, el doctor Calderón, siempre firme, anunció otro sacrificio más, el más difícil hasta ese momento:

¡Peruanos, sé cual es mi misión y he de cumplir con ella! Estaré en mi puesto de batalla, aunque en mi caso “estar” será “no estar”.

¡Peruanos, como Piérola en 1905, me abstendré para obrar. Mi país me rechaza y ordena que me oculte, obedeceré su decisión. Si el triunfo en Buenos Aires exige mi sacrificio que así sea, aunque me cueste la vida y siga pensando en su amor!

¡Eso sí, peruanos, permitidme que sobre mi pecho lleve tus colores y estén mis amores, contigo Perú. Casi 200 años después, otro día más de gloria coronará nuestra admirable constancia!

Tremendo gesto merecía los más grandes elogios y títulos, como el que le calzó el doctor Gastón Fernández Cruz, despotricador de Cueva cual ninguno, llamándole el «Bolognesi del fútbol»:

En el partido contra Argentina, siempre reconfortado por el respaldo de los que saben de su particular sufrimiento, nunca se traicionó.

Después de tan supremos sacrificios, podemos estar tranquilos, el doctor Puertas estará a la altura de la última batalla. Maestro, su sacrificio será bien recompensado.

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