A la salida del Lugar de la Memoria hay una placa que resume en cuatro líneas el titánico dolor que el terrorismo ocasionó en el Perú. En honor a Kenneth Anzualdo Castro, desaparecido en diciembre de 1993, se proclaman las siguientes palabras:
Tú no tienes una tumba porque eres esperanza
Tú no tienes una tumba porque eres libertad
Tú no tienes una tumba porque tú no estas muerto
Tú naciste para vivir por siempre.
La historia del terrorismo es un relato sobre terror, obviamente. Pero también es el viaje interminable de familias destruidas, una cicatriz gigante que nunca terminará de cerrarse del todo y un intercambio de violencia que, hasta la fecha, no ha señalado completamente a todos sus responsables.
Y, sobre todo, es la historia de Abimael Guzmán. El rostro que todos los peruanos identificamos como sinónimo de la muerte y que finalmente ha fallecido esta mañana, un día antes de otro aniversario de su captura.
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El origen del mal
El 17 de mayo de 1980, Sendero Luminoso se manifestaría públicamente por primera vez. Aunque ningún medio usó la palabra terrorismo en sus titulares y mucho menos el nombre del grupo criminal que partiría al Perú.
El Diario de Marka, en su edición del 19 de ese mes, reportó que la mala organización del proceso motivó que “elementos desconocidos” quemaran todo el material de la jornada al atacar las oficinas del Poder Electoral. Cédulas, credenciales, ánforas, sellos y padrones fueron devorados por el fuego que realmente empezó a calentar desde una década antes. Desde que Abimael Guzmán fundó a su agrupación en 1970.
En medio de gobiernos militares y zozobra, nace Sendero Luminoso dentro de la división del Partido Comunista Peruano. La ideología en la que se basaban era un cóctel que sí o sí estaba destinado a causar destrozos en una nación tan poco estable como la nuestra.
Y es que la visión militar de Mao Tse Tung, los ideales políticos de Vladimir Lenin, el autoritarismo de Joseph Stalin y el pensamiento maquiavélico —pensando en la interpretación más doctrinaria de la palabra— de Abimael.
Todo esto se tradujo como una devoción enfermiza hacia ese profesor de filosofía devenido en un falso revolucionario. Castigaban la disidencia y a las instituciones populares que no se sometieran a su pensamiento, bajo una promesa de un nuevo Perú que solo trajo masacre.
¿Qué tan grande fue la cifra de muertes? Según el Registro Único de Víctimas, se identificaron a 33 500 fallecimientos durante este periodo, mientras que la Comisión de la Verdad y Reconciliación calculó unas 69 280 muertes en el mismo tiempo. Más de la mitad de la cifras obedece a la maldad de Sendero Luminoso. El resto fue consecuencia de la locura del MRTA.
El Movimiento Revolucionario Túpac Amaru se fundó en 1982, bajo la guía del exaprista Víctor Polay Campos. En el papel, su discurso buscaba diferenciarse de Sendero al respetar las Convenciones de Ginebra y el uso de uniformes para que policías o militares los distinguieran del peruano promedio. Eso sí, recurrían al secuestro y al asesinato como un arma cotidiana.
Reacción del pueblo y respuesta militar
El análisis sociológico del problema determinó que muchos peruanos optaron sumarse a la violencia que proponían estos grupos terroristas por la brecha generada gracias a unas autoridades que los habían ignorado desde siempre.
Las tensiones históricas salían a flote y se alineaban con la represión de los senderistas y emerretistas, quienes con arma en mano no dejaban abierta la opción de rechazarlos. Muchas personas se unieron a esta lucha de forma obligatoria, con familiares secuestrados para que no se desligaran de la pelea.
Y desde el comienzo, se hizo notar la gran característica de este momento en el Perú y que muchos testimonios mencionan, con palabras más y palabras menos. “Comenzamos a matarnos entre nosotros”.
Por otro lado, la respuesta de las autoridades fue automáticamente militar. El 12 de octubre de 1981, el Ejército se movilizó a siete provincias de Ayacucho declaradas en Estado de Emergencia. Esas eran Huamanga, Huanta, Cangallo, La Mar y Víctor Fajardo. Todo esto sucedió luego de la aparición de los primeros perros muertos colgados en postes y los ataques a las radios en los que se obligaba a difundir “la lucha armada”.
El conflicto detonó cuando el presidente Fernando Belaunde, que había asumido su segunda presidencia en 1980, empezó a declarar en entrevistas que era partidario de imponer la pena de muerte para enfrentar esta “delincuencia terrorista”. Su pedido trajo un intenso debate mediático y el aumento de ataques.
Luego de esto se dieron asaltos senderistas a la cárcel de Huamanga, a fundos de la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga y puestos de la Guardia Civil. La muerte de policías era la noticia cotidiana y en agosto de 1982 se declara un Estado de Emergencia en todo el país. Meses después, en diciembre, las Fuerzas Armadas asumen el control interno de Ayacucho.
La escalada ola de destrucción llevó a un desesperado Belaunde a pedirle al Congreso la reinstauración de la pena de muerte en Perú para combatir el terrorismo. Eran las Fiestas Patrias de 1983 y se declaraba el endurecimiento de una guerra que había causado daños valorizados en más de 200 000 dólares solo en las semanas previas al discurso presidencial.
Muerte en provincia
El golpe más duro del terrorismo en Lima fue la explosión de un coche bomba en la calle Tarata, lo que llevó a muchos capitalinos a recién tomar en serio a este problema. Pero en las provincias, la sangre corrió desde el día cero.
Se estima que el 79 por ciento de los afectados del terrorismo vivía en zonas rurales y el 75 por ciento era quechuahablante. Los más pobres del país estaban al frente de la batalla y perdieron sus pueblos en medio de una ola de detenciones arbitrarias, torturas y violaciones sexuales.
Podemos resumir esto repasando tres casos emblemáticos que reflejan la complejidad de la lucha librada fuera de la capital.
1.
El 26 de enero de 1983, un grupo de periodistas viajó a Uchuraccauy (Huanta, Ayacucho) para cubrir la noticia de un grupo de vecinos que había asesinado a siete senderistas en un poblado cercano. El ambiente era tenso porque se trababa de una comunidad asediada por Sendero y por las Fuerzas Armadas.
Los periodistas fueron detenidos por pobladores de la zona y asesinados a piedras y palos. La investigación posterior, liderada por Mario Vargas Llosa por petición directa de Fernando Belaunde, determinó que se confundió a los hombres de prensa con senderistas. El escritor definió al pueblo y a su gente como “atrasados y violentos”, con hombres que viven “todavía como en los tiempos pre-hispánicos”
Tres comuneros fueron sentenciados a no más de diez años por este crimen y uno de ellos falleció por tuberculosis en la cárcel. Lo que es necesario destacar es la historia previa.
Sendero Luminoso asesinó a más de 135 personas en Uchuraccauy, lo que representa a una tercera parte de su población. Cuando decidieron defenderse, nunca recibieron ayuda del Estado y terminaron migrando a zonas escondidas a los alrededores, dejando su comunidad como un espacio fantasma. En 1993 algunos sobrevivientes regresaron, con ansias de reconstruir todo desde la ruina y en el 2014, un proyecto de ley les permitió ser reconocidos oficialmente como un distrito. Empezando de cero.
2.
El 13 de diciembre de 1984, 123 habitantes de Putis (Huanta, Ayacucho) fallecieron en una una sola noche, en la fosa común más grande dentro de nuestra historia. Ellos fueron asesinados por los militares, que en una falta total de estrategia asumían que todo poblador era un terrorista.
Según testigos, los militares llegaron al lugar con la promesa de movilizar a todos a un mejor lugar. Los que accedieron fueron llevados a una zona distante donde fueron obligados a cavar lo que sería “una piscigranja”. Una vez que se terminó el trabajo, todos fueron fusilados y enterrados en esa tumba cavada por ellos mismos.
Esto no se hizo público hasta el 2001, gracias a una investigación periodística de La República. Algo inaudito porque en el mismo lugar desaparecieron, en otras oportunidades, otras 276 personas y se afirma que hay más de 60 fosas que no han sido descubiertas.
3.
El pueblo asháninka, ubicado entre Junín y Cerro de Pasco, perdió al 22 por ciento de su población entre 1980 y el 2000. Atacados por Sendero Luminoso y el MRTA, más de 6000 asháninkas fueron asesinados y una cifra indeterminada de mujeres fueron esclavizadas mientras sus niños eran llevados a portar armas en una guerra que no entendían.
Ante el desinterés de las autoridades, ellos mismos se organizaron en un Ejercito integrado por 2000 defensores de la paz que logró expulsar a ambos grupos de la zona, aunque eso no les trajo toda la tranquilidad que esperaban.
A la fecha, viven todavía en un guerra diferente. El narcotráfico y los remanentes de Sendero los siguen atormentando, pero hoy tienen más esperanza de salir adelante.
El lento camino a la paz
Hay momentos claves que nos llevaron a derrotar al terrorismo.
En 1989, las Fuerzas Armadas notaron que su estrategia había sido torpe y había traído más violencia. Su labor de inteligencia se perfeccionó, trabajando de la mano con los Comités de Autodefensa, también conocidas como las rondas campesinas.
A eso se suma que en 1992 se promulgara la Ley de Arrepentimiento, que facilitó que los terroristas se entregaran y recibieran penas más blandas a cambio de información. Esta movida sigue siendo criticada ya que trajo condenas que no respetaron al debido proceso o que no reflejaban el castigo merecido por estos criminales.
Todo esto llevó a que se diera el golpe más duro al terrorismo, con un operativo crucial al momento de repasar la historia y en el que no se realizó ningún disparo letal. Solo un balazo al aire, para imponer orden.
Gracias a un trabajo detallado del Grupo Especial de Inteligencia (GEIN), se pudo encontrar el escondite de Abimael Guzmán en una casa de Surquillo, entre las familias más acomodadas de la ciudad. Todo un sábado 12 de setiembre de 1992.
“Tranquilo, muchacho, ya perdí”, le dijo Guzmán al entonces alférez Julio Becerra. El hombre más temido del país se rendía de esa forma, atropellado por el esfuerzo casi sobrehumano de 82 agentes que dedicaron dos años de su vida a capturar al monstruo responsable de 23 mil atentados.
El jefe en el campo de la Operación Victoria fue el mayor Benedicto Jiménez, recordado hoy por motivos menos decentes. Pero en su momento, fue el campeón detrás de la derrota del “Cachetón”, como lo llamaban.
Y está demás decir que esa noche hubo una fiesta en la ciudad y asumimos que en muchas regiones del Perú. Los vecinos de la Calle 1 gritaban histéricos por las ventanas, orando ante el milagro de estar vivos a pesar de haber vivido al lado del demonio. Lo mismo se repitió con mucha emoción en Miraflores y Tarata.
Todo lo que siguió fue frenético. Su devoción hacia Guzmán llevó a los otros lideres a caer fácilmente al verse sin su preciado líder. Las capturas de Peter Cárdenas, Lucero Cumpa y Óscar Ramírez fueron una consecuencia directa de todo y eran, sobre todo, un presagio de paz pendiente.
La muerte
La salud de Abimael Guzmán se había deteriorado en los últimos días y los pronósticos eran reservados. La gente hablaba de su muerte inminente como si fuera una certeza, aunque la mayoría que vivió el terror hablaba del tema como si se tratara de un deseo.
Lo último que se supo, es que fue atendido el 13 de julio por el Ministerio de Salud, ya que no quería ingerir alimentos. El 17 del mismo mes fue trasladado a un hospital, para ser monitoreado.
La muerte de este terrorista, que tuvo lugar hoy a las 6:40 de la mañana, nos recuerda el dolor que destruyó al Perú durante décadas. Pero también nos brinda una oportunidad de abrazar la memoria y no volver a pisar ese territorio lleno de muerte.