Señores Organizadores del Congreso Internacional: Problemas Actuales del Derecho Penal.
Estimados colegas, docentes y abogados.
Queridos alumnos.
Quiero que mis primeras palabras constituyan la expresión de mi más enorme gratitud por la gentil invitación de la profesora Romy Chang para participar en este Congreso Internacional, no solo porque me permite volver, esta vez como ponente, a mi casa de Estudios, la Pontificia Universidad Católica, que ya es bastante bueno por supuesto, sino sobre todo porque me brinda la oportunidad de intervenir en un evento académico que cuenta con la participación de mi querida maestra, la Catedrática de Derecho Penal de la Universidad de Salamanca, Dra. Laura Zúñiga Rodríguez; y del Catedrático Ignacio Berdugo Gómez de la Torre, hoy distinguido con el Honoris Causa de la Pontifica Universidad Católica del Perú.
Me complace, asimismo, pues me permite ver después de algún tiempo a mis profesores de Pre grado y Postgrado, guardo hacia ellos un profundo cariño y gratitud.
Como el tiempo es breve, compartiré con ustedes, sin mayores preámbulos, las breves reflexiones que tenía previstas para el día de hoy.
Difamadores ha habido de toda la vida y de toda laya.
En el año 326 después de Cristo, Fausta, segunda mujer de Constantino El Grande, levantó una calumnia contra Crispo, hijo del emperador romano. Fausta afirmó que Crispo había tratado de seducirla, motivo por el cual Constantino ordenó que encerraran a su hijo con el fin de ser ejecutado. Crispo insistió en su inocencia, pero el emperador no le oyó. Sin embargo, Elena, madre de Crispo, hizo ver a Constantino que Fausta lo había inventado todo con el fin de que fuese el hijo de esta y no Crispo quien sucediera al emperador. Constantino se dio cuenta del ardid, pero demasiado tarde, pues los guardias ya habían ejecutado a Crispo. Con gran remordimiento de conciencia, Constantino mandó ejecutar a Fausta.
Es verdad que algunos historiadores ponen en duda esta historia, pero el caso es que manchar honras ajenas siempre fue mal visto.
Por ejemplo, en Babilonia, el Código de Hammurabi prescribía que el hombre que acusaba a otro de asesinato era reo de muerte si es que aquel delito no era probado. Y en las Sagradas Escrituras, el Salmo de David número 101 señala lo siguiente: Al que denigra en secreto a su prójimo, yo lo haré callar.
Vemos pues que la entretenida costumbre de calumniar viene de antiguo y fue siempre repudiada y sancionada. Con lo cual, uno podría preguntarse cuál es el interés de abordar una materia tan arcaica en un Congreso que lleva por título “Problemas Actuales del Derecho Penal”. ¿Qué de actual tiene un injusto penal cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos?
A ello se podría responder que delitos como la injuria, la calumnia o la difamación pueden presentar nuevas perspectivas en una época caracterizada por el auge de las nuevas tecnologías, de internet o de las redes sociales. La sociedad de la información plantea algunos retos al Derecho Penal.
En efecto, sabemos que hoy en día una noticia o información puede ser transmitida desde cualquier parte, en tiempo real y a todo el mundo; lo que desde luego puede generar dudas en cuanto al lugar de comisión y, por ende, dudas sobre la jurisdicción competente y la ley penal aplicable. Esto ya sin incidir en la facilidad con que se puede crear una cuenta anónima en cualquier red social, lo que acarrea la dificultad de hallar a la persona responsable de un infundio, cuestión esta que, en todo caso, no dista mucho de la dificultad que entraña la investigación de algunos delitos.
Existe desde luego otros temas de interés, sin embargo, no es posible en el tiempo que tenemos asignado en este evento, desarrollar todos los problemas que plantea la sociedad de la información al Derecho Penal; por esta razón, abordaré, de manera muy sucinta, las implicancias del entorno de internet y las redes sociales en la configuración de los delitos de violación de la intimidad y difamación, esto a partir de la consideración de dos elementos de análisis. Estos elementos son la permanencia y el consentimiento.
Empecemos con la permanencia y, como ya pueden intuir, con los delitos permanentes.
Muchos de ustedes recordarán las primeras estrofas de una conocida canción de Héctor Lavoe, esa que dice
Tu amor es un periódico de ayer,
Que nadie más procura ya leer;
Sensacional cuando salió de madrugada;
A mediodía, noticia confirmada,
Y en la tarde, materia olvidada.
Hoy en día, sin embargo, no hay materias olvidadas, pues basta que uno recurra a los motores de búsqueda, como Google por ejemplo, para que encuentre noticias de hace varios días, meses o años; lo mismo da que una información haya sido desvirtuada, sea con un categórico desmentido, o con un archivo fiscal o una sentencia absolutoria; lo mismo da, el programa, el reportaje, la noticia, está ahí, al alcance de cualquiera, pues todos los diarios o programas de televisión almacenan sus distintas ediciones en sus portales web. Esto sin incidir en el pequeño detalle de que cualquier internauta puede compartir dicha información a través de las redes sociales.
Esto ha llevado a algunos a sostener que la atribución a una persona, en el entorno virtual, de un hecho o cualidad que pueda perjudicar su honor o reputación configura un delito de difamación de carácter permanente. ¿Es esto realmente así? Veamos.
Existe cierto consenso en lo que debemos entender por un delito permanente, pues buena parte de la doctrina asume palabras más, palabras menos, la definición de Roxin, a saber, que “son aquellos hechos en los que el delito no está concluido con la realización del tipo, sino que se mantiene por la voluntad delictiva del autor tanto tiempo como subsiste el estado antijurídico creado por el mismo”. Quizás el mejor ejemplo de un delito permanente es el secuestro, en la medida que la consumación del delito se produce en el mismo momento en que la víctima es privada de su libertad, pero la consumación perdura hasta que ella es liberada. En otras palabras, es como si la realización del injusto se mantuviera sin solución de continuidad.
Ahora bien, la existencia de este consenso en cuanto a la definición de un delito permanente no impide, contra lo que se pudiere pensar, las dificultades de nuestros jueces en determinar si algunos delitos ostentan o no la condición de delitos permanentes. Estas dudas llegan incluso a nuestro máximo tribunal.
En efecto, en la sentencia recaída sobre el Recurso de Nulidad N.° 2351-2017 Lima de la Sala Penal Permanente de la Corte Suprema se planteó una discordia entre los integrantes de dicha Sala en cuanto a la naturaleza del delito de sustracción de menor previsto en el artículo 147 del Código Penal en la modalidad de rechazo a la entrega del menor. Algunos magistrados entendían que esta modalidad, la de rehusar la entrega del menor, era de naturaleza instantánea en la medida que el delito se verificaba con la negativa de entrega del menor ni bien se producía el respectivo requerimiento por parte de quien ejercía legítimamente la patria potestad. No obstante, otros magistrados hicieron prevalecer la postura de que se trataba de un delito permanente en la medida que la situación antijurídica creada permanecía mientras el agente se oponía al requerimiento y hasta que tal oposición se superase con la entrega del menor.
Desde luego, la controversia no surge como consecuencia de una falta de comprensión de lo que se ha de entender por delito permanente, sino por el desacuerdo sobre el contenido del injusto de este delito contra la Patria Potestad.
Volviendo al asunto planteado: ¿La posibilidad de que una noticia mendaz que afecta el honor de una persona se mantenga accesible en internet por los siglos de los siglos convierte a la difamación en un delito permanente? No lo creo, pues la conducta típica prevista en el artículo 132 del Código Penal reside en la atribución de un hecho o cualidad que pueda perjudicar el honor de una persona; el mismo tipo penal precisa que la conducta típica ha de realizarse de manera que pueda difundirse la noticia, con lo cual, la difusión a un gran número de personas no fundamenta el injusto, sino que agrava su desvalor; tan es así que el legislador incrementa aún más la pena cuando la afectación al bien jurídico protegido alcanza mayores cuotas por el medio empleado, a saber, cuando el agente se vale del libro, la prensa u otro medio de comunicación social.
Hasta donde he podido revisar, parece claro que estos delitos contra el honor siempre han sido considerados instantáneos; instantáneos en el sentido de que no crean por voluntad del autor ese “estado antijurídico de cierta duración”. Ni siquiera cuando se hace referencia a la modalidad agravada por el medio empleado se ha discutido esta posibilidad; cientos de ejemplares de una publicación pueden estar a disposición del público en un archivo general, en una biblioteca o en librerías, pero parece que a nadie se le ha ocurrido sostener que la difamación en estos casos configura un delito permanente que cesa en el momento en que se retira el último libro, periódico o revista de los anaqueles.
Lo mismo habrá que sostener hoy en día para el caso que nos ocupa, el delito de difamación quedará consumado en el mismo momento en que se divulgue el hecho, cualidad o conducta que pueda perjudicar el honor de una persona, sin que quepa entender que el delito se sigue ejecutando mientras no se retire la noticia o información de portales, motores de búsqueda o redes sociales de internet.
Veamos ahora el segundo punto anunciado, el consentimiento y su relación con el delito de violación a la intimidad.
De largo se define la intimidad como aquello que se desea mantener al abrigo del conocimiento público, eso que constituye el arcano más íntimo de la persona. Algo que, valgan verdades, parece ir en contra de la propia esencia de la persona humana, que parece tener un especial deleite por inmiscuirse o fisgonear en la vida ajena. Con todo, y sin dudas de ningún tipo, estamos ante uno de los derechos fundamentales que gozan de mayor protección en nuestro ordenamiento jurídico.
Es así que cuando se revisan sentencias relacionadas con la vida íntima, vemos cómo se trata de proteger la identidad de los afectados, más aún si se trata de menores de edad. Claro que esto no es siempre así, pues en este rincón del mundo, los protagonistas de los actos más truculentos son expuestos en las sentencias difundidas por algunas revistas penales o repertorios jurisprudenciales. Todo un pasatiempo del que no escapan nuestros amigos del Tribunal Constitucional, que, por poner un ejemplo, define en una sentencia accesible al público el derecho a la intimidad como el derecho a un espacio íntimo casi infranqueable, un espacio donde la persona puede realizar los actos que crea conveniente para dedicarlos al recogimiento; un ámbito libre de intromisiones externas fundamental para el libre desarrollo de la personalidad; sin embargo, a continuación no tiene el menor empacho en identificar con pelos y señales a dos fiscales a quienes se les había abierto un procedimiento disciplinario por conducta deshonrosa luego de ser sorprendidos en la habitación de un hotel, caso del que este Tribunal tuvo conocimiento en virtud de una demanda de amparo interpuesta por los fiscales.
Ahora bien, en una época en que la privacidad es expuesta libre y voluntariamente por los usuarios de las redes sociales, cabe analizar si el hecho de que un medio de comunicación difunda un video previamente subido por un particular a una red social puede ser considerado como una intromisión indebida en el derecho a la intimidad de una persona. Fue lo que se planteó no hace mucho frente a la difusión de una información en un programa de televisión referida a la denuncia de una joven modelo quien afirmó haber sido drogada en una fiesta realizada en una casa ubicada en un conocido balneario al Sur de Lima. En la cobertura de la noticia, se mostró un video de una fiesta obtenida de la cuenta de Instagram de uno de los sospechosos, aparentemente sin la autorización del titular de la cuenta. ¿Constituye la difusión de estas imágenes una intromisión ilegítima en el derecho a la intimidad del principal implicado en dichos hechos? ¿Es una conducta punible? ¿Encuentra por el contrario amparo en el ejercicio de la libertad de información prevista en el artículo 2 inciso 4 de nuestra Constitución? ¿Podría interpretarse que quien publica una fotografía en una red social dispone de su derecho a la privacidad y, a la vez, presta su autorización para la difusión de dicha imagen? Veamos.
Según el artículo 20 inciso 10 del Código Penal, está exento de responsabilidad penal aquel que actúa con el consentimiento válido del titular de un bien jurídico de libre disposición. Como señala Santiago Mir, existen casos en los que el consentimiento hace desaparecer toda lesividad de la conducta, con lo cual, se excluye la tipicidad. Así, el invitado que ingresa a nuestro domicilio no es que realice el supuesto de hecho del tipo penal de violación de domicilio de manera justificada, sino que ni siquiera realiza una conducta típica. Existen otros casos en que el consentimiento si bien tiene por virtud justificar la conducta, no elimina la lesión del bien jurídico. A esto parece referirse el legislador en la disposición antes indicada cuando exime de responsabilidad penal a aquel que actúa con el consentimiento válido del titular de un bien jurídico de libre disposición. Sería el caso de quien destruye un bien a instancias de su dueño, como por ejemplo la demolición de una vivienda para construir una nueva: la conducta podría adecuarse al tipo penal de daños, pero no sería antijurídica ya que concurre una causa de justificación. Más aún, hoy en día podríamos decir que en este caso no se aprecia la creación de un riesgo prohibido, con lo cual, el hecho no podría ser imputado objetivamente.
¿Cómo se resuelve entonces el caso planteado? ¿Quién publica una fotografía o un video privados a una red social autoriza o consiente su difusión a terceros? Dado el carácter colectivo o grupal de la red, parecería claro que se está disponiendo del derecho a la intimidad, pues nada parece oponerse más a ese espacio reservado libre de intromisiones externas, que una red social. Sin embargo, cierto es que algunas redes sociales tienen políticas de privacidad cuya gestión queda en manos de cada usuario, con lo cual, existe la posibilidad de restringir el número de amigos o conocidos con quien se desea compartir un determinado contenido. En esta coyuntura, se podría sostener que la divulgación de una fotografía o un video fuera de este pequeño círculo no estaría autorizado.
No obstante, con independencia de que en situaciones como esta quede en tela de juicio la existencia de un consentimiento válido, en mi opinión cabe sostener aquí también la exclusión de la tipicidad, pues la afectación del bien jurídico no sería imputable al autor, sino a la propia víctima. En otras palabras, y siguiendo a Cancio Meliá, la responsabilidad permanecería en el ámbito preferente de la víctima, pues ella contribuye decididamente a la producción del resultado lesivo o de peligro. Es lo que comúnmente se denomina imputación a la víctima o autopuesta en peligro, un criterio que sirve para excluir la imputación objetiva.
En efecto, hoy en día no basta con decir que un determinado comportamiento es causa de un resultado, pues ello es insuficiente para atribuir responsabilidad penal. Esto es así porque la responsabilidad penal no sólo se cimienta sobre presupuestos fácticos, sino también sobre presupuestos valorativos. La atribución de un resultado típico, de este modo, no se fundamenta en criterios causales naturales, sino, sobre todo, en criterios normativos englobados en lo que se ha venido en denominar Imputación Objetiva. Y en lo que a la conducta de la víctima respecta, la exclusión de la imputación objetiva y por ende de la responsabilidad penal encuentra fundamento, como señala Jakobs, en la infracción de los deberes de autoprotección, a veces incluso en la voluntad de la propia víctima, como cuando hablamos de un suicidio; se trata, en fin, de acciones a propio riesgo.
Gerardo Pérez Sánchez, Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de La Laguna, se expresa en similares términos; dice que somos una sociedad hipócrita, pues queremos saber todo sobre los demás, pero que los demás no sepan nada sobre nosotros; aspiramos a contar con numerosos seguidores en las redes sociales, pero ponemos el grito en el cielo si se difunde algo que nosotros mismos hemos subido.
Consecuentemente, estimo que la difusión de una imagen o de un video obtenido de una red social con el fin de brindar una información de interés público no requiere de la autorización de su titular; pues, como sabemos, las libertades de expresión e información reconocidas en el artículo 2 inc. 4 de la Constitución pueden conllevar injerencias en otros derechos fundamentales. Claro está que estas injerencias deben ser razonables, es decir, idóneas, necesarias y proporcionales en los términos tantas veces acotado por el Tribunal Constitucional y que por cuestiones de tiempo no puedo desarrollar.
Y es que la libertad de expresión no es patente de corso para el ataque vil a la dignidad de una persona; el Acuerdo Plenario N° 3-2006/CJ-116 señala claramente que sí se permite realizar una evaluación personal, por desfavorable que fuese, de una conducta, pero no se puede emplear calificativos que apreciados en su significado usual y en su contexto evidencien menosprecio o animosidad; se ampara desde luego la libertad de información, pero no a quienes defraudando el derecho de todos a recibir información veraz, actúan con menosprecio de la verdad al transmitir como hechos verdaderos simples rumores carentes de toda constatación.
De todo se ve hoy en día en la prensa y en los medios de comunicación. Giovanni Sartori decía: “la televisión es un desastre, pues produce un animal mental empobrecido”. Cierto es también que este pensador italiano, comparando a la televisión con el árbol de la ciencia del Jardín del Edén, abrigaba la esperanza de que millones de personas optaran por el bien: el bien se busca, el mal viene solo, señalaba.
¿A dónde hemos llegado hoy en día con la televisión e internet? Cada uno de ustedes tendrá su respuesta.
Muchas gracias.