Descargue en PDF «La cuestión criminal», de Eugenio Raúl Zaffaroni

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Tenemos el enorme gusto de poner a disposición de nuestros lectores, la segunda edición de un libro maravilloso del maestro argentino Eugenio Raúl Zaffaroni, La cuestión criminal. Como se sabe, el actual juez de la Corte Internamericana de Derechos Humanos, es un apasionado por la criminología, de ello dan cuenta sendos libros que le ha dedicado a esa materia.

Pero en esta ocasión conjuga esa pasión con la destreza artística de Miguel Rep, quien ilustra varios pasajes del libro, y termina entregándonos un texto entrañable en forma y fondo. Si esto no termina de convencerlos, les dejamos con el prólogo del filósofo italiano Gianni Vattimo. Provecho. 


Prólogo

El propósito inicial de este libro se enuncia como una simple intención de divulgación de la problemática de la criminología, con el objeto de llevar a conocimiento del público no especializado (pero que es usuario de las instituciones judiciales y, con frecuencia, víctima de éstas) lo que la criminología y los expertos del derecho dicen acerca de los delitos y de las penas. Se trata de un propósito absolutamente sacrosanto, pues todos nosotros en Italia somos conscientes del peso que han tenido para la civilización europea libros como Dei delitti e delle pene de Cesare Beccaria. Pero además –como en el caso de Beccaria– es difícil que el libro respete los límites impuestos al comienzo. Lo que ahora tenemos delante es una especie de teoría general del mal, en lenguaje teológico se diría que una demonología. En efecto: hablando de la cuestión criminal, no se limita a discutir el derecho penal, sino que pone en juego nuestras ideas sobre el bien y el mal en general, sin dejar en paz ningún concepto presupuesto. Muy banalmente dicho, es como si el lector fuese llevado a visitar una cárcel (lo que en general es una experiencia muy poco agradable, porque la cárcel no es un lugar de veraneo) y se preguntase con qué derecho, en nombre de qué, nosotros (la sociedad de la que somos parte) colocamos a algunos seres humanos en esas condiciones.

Sabemos la respuesta: como estas personas han hecho el mal, merecen la pena. O bien: como aún nos amenazan con hacerlo, deben ser reducidas. Pero ante la realidad de la pena, nuestras respuestas habituales se sacuden y caen en la duda. Es más o menos lo que le sucedió a Michel Foucault con sus estudios sobre la sociedad del vigilar y castigar. No se puede mirar una institución penal sin poner en juego todas nuestras ideas sobre el bien y el mal. Si al final de la lectura se nos pregunta qué es el bien y qué el mal en la perspectiva de Zaffaroni, por cierto que no nos viene a la mente un esquema simple, que nos provea la definición del mal moral, su distinción y semejanza con el crimen sancionado por la ley y la pena como consecuencia de la sociedad que se defiende. La tesis más o menos explícita del autor nos parece –dicho en forma un poco burda y paradójica– que podría formularse del siguiente modo: el mal es ante todo la pena misma y el conjunto de instituciones que la imponen. Cuando se lee el capítulo sobre el fin de la criminología negacionista, con las estadísticas de Rummel y Morrison –aun aproximadas, por defecto o por exceso–, los muertos a cuya palabra alude el título del capítulo primero (o de todo el libro) no son sólo los pensadores del pasado, cuyas teorías se ilustran junto a las de la academia de hoy y a la palabra de los medios, sino que son muertos verdaderos, las montañas de cadáveres producidas por el uso del poder público de vida y muerte, ejercitado como justicia penal o como autoridad que desencadena y conduce las guerras. No sé decir hasta qué punto, en las estadísticas que Zaffaroni cita, se comprenden –y en qué medida– los homicidios de la calle, o sea, los cometidos por los malos que la justicia criminal persigue legítimamente. Es verdad que, tratándose de criminología, la cuestión del bien y del mal no parece ser el punto esencial: crimen es aquel mal que una sociedad, con sus instituciones, considera tal y sanciona con las penas. En nuestras sociedades, que se proclaman laicas, con mucha frecuencia nos encontramos con el problema de distinguir el pecado del delito. No todo lo que la moral –cierta moral: la de las iglesias, la de la razón kantiana, la de la cultura común– considera pecado es sancionado como delito. Pero muchas veces el límite es demasiado frágil: en los países donde la moral católica tiene aún un peso predominante, es frecuente que los legisladores estén moralmente obligados a sancionar como delito un pecado (como ejemplo típico tenemos aún hoy la sodomía, como tantos otros pecados contra natura, incluso el divorcio, si se acepta la idea de que el matrimonio es por naturaleza indisoluble en virtud del derecho natural). Que una historia de las ideas penales se identifique con una teoría general del mal implica en cierto sentido una adhesión al positivismo jurídico. Se trata de una conclusión a la que parece dirigirse el desarrollo de la modernidad laica. Si en cambio, como parece surgir de la lectura de Zaffaroni, no existe un bien y un mal eterno del cual se debieran derivar las leyes sociales, lo que queda es la decisión del legislador, que sanciona como crímenes determinados comportamientos. ¿Lo hace en nombre de un poder democráticamente conferido por el pueblo? En principio debiera ser así. Y de ese modo, como es obvio, también vuelven a entrar en juego las ideas morales inspiradas por la religión, las mismas ideas del derecho natural, porque los electores que votan al legislador también se inspiran –muchas veces sobre todo- en esas ideas, en expectativas éticoreligiosas, etc. Las páginas del libro acerca de la política-espectáculo invitan a ser muy prudente frente a la idea de que la principal fuente de la legislación pueda ser la voluntad del pueblo. De las tres fuentes de la criminología a las que Zaffaroni se refiere, la voz de los medios, o sea, de la opinión pública, es sólo un componente, por cierto que indispensable, pero no único ni absoluto. Cómo combinar entre sí las fuentes es una tarea de la política, o sea que, en definitiva, depende de un juego de fuerzas y de sus relaciones en las formas que caracterizan los diversos regímenes políticos. Una sociedad ideal platónica sin duda hará prevalecer la voz de la academia (es decir, el saber más o menos oficial y reconocido como ciencia); las sociedades populistas, como las que se afirman crecientemente en el Occidente democrático, tenderán a hacer prevalecer la voz del pueblo, pero expresada por los medios que la hacen resonar, aunque también la influyen y determinan. Pero al fin, la fuente que parece más autorizada –y última para Zaffaroni– una suerte de principio de realidad sin escapatoria, es la palabra de los muertos en el sentido más literal y físico del término, pues no se trata de las ideas de los sabios del pasado, sino de las montañas de cadáveres de los que hablan las estadísticas. Son las montañas de muertos reales producidos por el sistema penal y el poder estatal.

No sé hasta qué punto el autor, que no es sólo un académico sino también un juez que ejerce funciones prácticas en el sistema penal, pueda concordar con las conclusiones positivistas y también algo anárquicas que me parece que pueden extraerse del libro. Lo que limita la apariencia escandalosa de estas conclusiones –si valen como tales– es la constante atención a la voz de los muertos, que en la perspectiva del autor parece hacer las veces de derecho natural como límite al arbitrio de la legislación y también a la degeneración populachera de la democracia.

En síntesis, pareciera que el bien y el mal son meros efectos de decisiones que, además, no son verdaderamente democráticas (como se observa por la política-espectáculo), sino siempre fruto de una imposición de fuerza. Estas ideas fueron expresadas con crudeza en algunas páginas de Nietzsche, hechas propias luego por la cultura nazista al aislarlas del resto de su obra (no se debe olvidar que en los apuntes póstumos se habla también del primado del hombre más moderado, que sabe mirar con cierta distancia irónica incluso hacia él mismo y más allá de la propia voluntad de potencia). Pero desde la perspectiva de este libro, contra este realismo de la fuerza se alza la voz de los muertos. ¿Estaremos acaso frente a una filosofía que exalta la vida como valor supremo, que debiera servir como criterio último para valorar los sistemas morales e incluso el derecho penal? Semejante identificación del derecho natural con el derecho a la supervivencia es muy insatisfactoria desde el punto de vista filosófico. En último análisis podría reducirse a propter vitam vivendi perdere causas, según el aforismo latino: hacer de la supervivencia el valor último significa dar vía libre a la violencia misma (bellum omnium contra omnes, que sobrevivan los más fuertes, etc.), que sería el enemigo más evidente de los propósitos de Zaffaroni (y también de nosotros, lectores). Entre otras cosas, precisamente hoy, que la ciencia y la tecnología nos colocan con creciente frecuencia frente al problema del valor o disvalor de la mera supervivencia, con las relativas cuestiones de la eutanasia, atribuir a la vida como tal la función de criterio supremo de valor conduce de inmediato a consecuencias de las que –creemos– Zaffaroni no quisiera hacerse cargo. Más que en el valor definitivo e indiscutible de la supervivencia, lo que hace de derecho natural en Zaffaroni y limita los excesos positivistas es más bien la pietas, la mirada solidaria, diría incluso la ternura, que el jurista-juez dirige al prójimo encarcelado y –hasta alguna vez justamente– sometido a la pena. Desde el primer capítulo se delinea la conclusión que me parece la única posible, en que se combinan la conciencia de la inevitabilidad de la justicia penal –a condición de que sea justa, es decir, igualitaria y no contaminada por los privilegios reservados a los ricos y poderosos– y el reconocimiento de la insuperable violencia que siempre caracteriza a toda imposición de cualquier pena. Ésta es la razón por la que siempre se requerirá prudencia y cautela en todo uso del poder represivo. Ningún juez puede condenar aplicando rigurosamente la ley sin un poco de remordimiento y de mala conciencia, es decir, sin ese fondo de humanidad (nunca agotable en la definición del derecho positivo) y sin el cual toda justicia pasa a ser pura y simple barbarie.

Gianni Vattimo

Turín, enero de 2012

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