El profesor argentino de filosofía, Hugo Seleme, contesta a uno de los mayores cuestionamientos que se les achaca a los abogados: defender a «culpables». Este reproche moral que recae sobre los letrados que con denuedo buscan la absolución de sus clientes, desoyendo las desesperadas e indignadas voces de la opinión pública, es rebatido con gran destreza por el autor de este imperdible trabajo, cuyo enlace de descarga encontrarán en las postrimerías del post.
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Por: Hugo Omar Seleme
Pocas profesiones como la de abogado han recibido calificaciones morales tan extremas y dispares. Existe en el imaginario popular una visión polarizada de la profesión. El abogado es analogado a la vez con Dios y con el Diablo. La primera analogía ha sido profusamente
explorada por la literatura. Un caso paradigmático se encuentra en la obra The Devil and Daniel Webster de Stephen Vincent Benét. El diálogo entre Webster y el diablo —personificado en Scratch— es revelador: “…webster: You seem to have an excellent aquaintance with the law, Sir scratch: Sir, that is no fault of mine. Where I come from,
we have always gotten the pick of the bar…” (Benét, 1939: 25).[1]
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Un ejemplo de la segunda analogía, por su parte, podemos encontrarlo en el Evangelio de San Juan donde Jesús se refiere a la tercera persona de la Santísima Trinidad utilizando el término paráclito, palabra griega equivalente a la palabra latina advocatus de la cual deriva la palabra castellana “abogado”.[2]
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Aunque la situación puede parecer paradójica, tal apariencia se disuelve cuando se advierten las diferentes razones que subyacen a las distintas analogías. Cada una hace referencia a diferentes aspectos de la actividad profesional del abogado. Por un lado, la analogía con Dios descansa en la celosa defensa de los intereses de sus clientes que el
abogado debe realizar —Dios es alguien que está de nuestro lado del mismo modo incondicional que el abogado está del lado de su cliente; Dios no es juez, sino parte—;[3]
la analogía con el Diablo, por el otro, descansa en el tipo de acciones que parece requerir el ejercicio de la abogacía dentro de un sistema adversarial cuando el cliente, de cuyo
lado está el abogado, es culpable. Si el abogado sabe que su cliente es culpable y sabe que por tanto merece el castigo, defenderlo sosteniendo lo contrario implicaría un tipo de engaño o de interferencia con la consecución de un resultado justo. El abogado que sabiendo de la culpabilidad de su cliente procura evitarle la condena, estaría procurando
que aquel resultado justo no tenga lugar, estaría realizando una acción moralmente reprochable. Al igual que el Diablo, estaría actuando directamente en contra de la justicia.
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Un aspecto peculiar de la condena popular que pesa sobre los “abogados del Diablo” es su carácter particular o localizado. La mayor parte de quienes condenan su desempeño profesional, no lo hacen porque consideren moralmente injustificado el sistema adversarial que vuelve al abogado un celoso defensor de los intereses de su cliente, aun si éste
es culpable. Casi nadie cuestiona que aun los culpables tienen derecho a defenderse con la celosa ayuda de un abogado, o que éste tiene, por caso, un deber de confidencialidad respecto a su cliente. Tampoco ponen en tela de juicio los estándares probatorios utilizados en el proceso judicial. Aunque el hecho de que un culpable quede sin condena les
parece moralmente incorrecto, nadie considera que el Estado haya actuado de modo moralmente reprochable si deja sin condena a un culpable debido a falta de prueba que lo incrimine. No obstante, a pesar de que están dispuestos a eximir de reproche al sistema adversarial, a los estándares de prueba y al Estado, no sucede lo mismo con relación al
“abogado del Diablo”. El abogado que procura evitar la condena de alguien que sabe culpable, es moralmente reprochable.
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Lo peculiar de la condena popular es que aun en aquellas situaciones donde ni el sistema adversarial ni los estándares de prueba ni la conducta del Estado que absuelve, se consideran moralmente incorrectos, la conducta del “abogado del Diablo” sigue siendo considerada moralmente reprochable. Pareciese que el único que carga con la responsabilidad por el mal moral que implica la absolución del culpable es el abogado
defensor. Tal es el caso, aun si no son consideradas moralmente reprochables ni la norma sustantiva que impone la sanción, ni las normas procesales que regulan el sistema adversarial y los estándares de prueba, ni el proceder de los órganos jurisdiccionales. Es este tipo de condena asimétrica la que este trabajo pretende analizar.[4]
Un caso paradigmático de esta condena popular es aquella que pesa sobre el abogado que conociendo la culpabilidad de su cliente, argumenta a favor de su inocencia cuestionando la validez y la fuerza del material probatorio. Así, por ejemplo, aun si sabe que los testigos que incriminan a su cliente están diciendo la verdad —pues sabe que es culpable—, utiliza todos los medios legales a su alcance para socavar la credibilidad del testigo; o si se trata de alguna prueba pericial o documental utiliza cualquier herramienta legal a su alcance para restarle sustento. La condena popular afirma que este abogado ha manipulado
el sistema judicial para hacerle producir una injusticia y, por ende, es moralmente reprochable. Puesto que aun el mejor sistema judicial puede ser manipulado para que provoque resultados injustos, la condena es compatible con señalar que no hay nada moralmente reprochable en el sistema mismo. Todo la carga moral pesa sobre el abogado.
Esta condena popular a los “abogados del Diablo” reviste un problema serio para el ejercicio de la abogacía, toda vez que la misma no se encuentra circunscripta a una época o a un tipo específico de cultura jurídica. Con el objeto de poner de manifiesto lo extendido en el tiempo y en el espacio del fenómeno, reseñaré en la sección siguiente tres casos
judiciales que son ejemplos paradigmáticos de la condena que pesa sobre los “abogados del Diablo”. Adicionalmente, que la condena se encuentre tan extendida, es indicio de que existe un argumento plausible a su favor. En la sección III me encargaré de reconstruirlo volviendo explícitas sus premisas. Una prueba de la plausibilidad del argumento
condenatorio es el fracaso de las estrategias usualmente utilizadas para rebatirlo. En la sección IV presento tres de estas estrategias fallidas comúnmente esgrimidas por los “abogados del Diablo” que se resisten a verse a sí mismos como personas inmorales, para escapar de la condena.[5]
Pondré de manifiesto que las estrategias no han sido exitosas debido a los costos que implica asumir cada una de ellas. Finalmente, en la sección V ofreceré una nueva estrategia para defender la posición de los “abogados del Diablo”, una cuya asunción no implica costo alguno.
[Continúa…]
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[1] En la versión original de la obra —a diferencia del libreto para teatro elaborado por Benét del cual procede la cita del texto—, el Diablo es presentado como el Rey de los Abogados.
Refiriéndose a Webster —el abogado que tiene que argumentar en contra del demonio—, se señala en el texto: “He was a great lawyer… but we know who’s the King of Lawyers, as the Good Book tells us, and it seemed as if, for the first time, Dan’l Webster had met his match (Benét, 1937: 22).
[2] En el Evangelio de San Juan, Jesús señala a sus discípulos que el Padre —primera persona de la Trinidad— enviará luego de que el haya ascendido al cielo al Espíritu Santo —tercera persona de la Trinidad— a quien denomina el “paráclito”. Comentando este pasaje del Evangelio de Juan, San Agustín establece la vinculación entre la palabra griega paraclete y la palabra latina advocatus. Adicionalmente, pone de manifiesto que el pasaje evangélico implica no sólo que el Espíritu Santo, sino también Jesús, es paráclito o abogado. Señala comentando las pal- Señala comentando las palabras de Jesús referidas por Juan: “But when He says , ‘I will ask the Father, and He shall give you another paraclete’, He intimates that He Himself is also a paraclete. For paraclete is in Latin
called advocatus (advocate); and it is said of Christ, ‘We have and advocate with the Father, Jesus Christ the righteous’…” (San Agustín, 416: 335).
[3] Esta idea del abogado como celoso defensor de los intereses de su cliente forma parte de lo que William H. Simon denomina “la visión dominante” del ejercicio profesional. Según esta visión, “the lawyer must-or at least may-pursue any goal of the client through any arguably legal course of action and assert any nonfrivolous legal claim” (Simon, 1998: 7).
[4] La raíz última del problema reside en que el procedimiento judicial —del cual las acciones del abogado defensor forman parte— es un caso de justicia procesal imperfecta. Estos tipos de procedimientos se caracterizan por la existencia de pautas de corrección independientes que sirven para evaluar el resultado del proceso y porque la prosecución del procedimiento no garantiza alcanzar el resultado justo en todos los casos. Aun si las normas sustantivas y las procesales son justas es posible que dado el carácter imperfecto de las últimas el abogado tenga permitido realizar acciones —tales como la defensa de alguien que sabe culpable— que contribuirán a que el resultado justo —esto es la condena de un culpable— no sea alcanzado.
[5] Por supuesto, existen también aquellos “abogados del Diablo” que no tienen ningún interés en percibirse a sí mismos como personas morales y hacen gala del halo de inmoralidad que pesa sobre su desempeño.