Más allá del debate en torno a la castración química:
Los problemas del Derecho penal preventivo
Emilio José Armaza Armaza
Twitter: @emilioarmaza
Profesor de Derecho Penal
Universidad de Deusto (Bilbao, España)
Escuela de Postgrado de la Universidad Católica de Santa María (Arequipa, Perú)
Hace pocos días, el Presidente nos recordó que tiene la enorme responsabilidad de defender y de proteger la vida de los peruanos “por encima de cualquier interés o cálculo político” y que, por ello, está planeando “aplicar la castración química, como una de las medidas drásticas, contra los violadores de menores de edad, adolescentes y mujeres”. El anuncio no es casual, sino que se efectuó a los pocos días de haberse descubierto un dramático caso de violación de una niña de tan solo 3 años de edad en la ciudad de Chiclayo. Desconozco, lógicamente, si las palabras de nuestro mandatario son honestas o no, pero no puedo dejar de recordarte, lúcido lector, que no es la primera vez —ni será la última— que los actores políticos intentan hacer de una tragedia, una oportunidad para elevar su nivel de popularidad (personificar a un enemigo al que combatir siempre permite la cosecha de simpatías). Lejos de entrometerme en los cálculos políticos del Presidente, lo que haré a continuación será exponer dos brevísimas reflexiones sobre el debate que gira en torno a la propuesta de ampliar los supuestos de posible aplicación de la castración química en nuestro Código Penal.
Lo primero que debo señalar está vinculado con el alcance del término “castración química” y con su idoneidad para reducir la peligrosidad criminal de los delincuentes sexuales. Nos encontramos frente a un “tratamiento ambulatorio”, es decir, frente a un tratamiento médico que no precisa el internamiento o el ingreso de la persona en un centro de salud. Como todo tratamiento, la castración química persigue, de forma exclusiva, fines terapéuticos (dicho de otro modo, esta terapia médica no busca el castigo —la retribución—, sino más bien la rehabilitación del delincuente y, por lo tanto, no debería ser considerada, en sentido estricto, como una pena aunque popularmente se la vea como tal). El tratamiento en cuestión consiste en la administración de una hormona que contrarresta (reduce) la producción de testosterona por parte de los testículos, produciendo una notable disminución, tanto de la intensidad como de la frecuencia en la que se manifiesta el apetito sexual del sujeto, impidiendo la erección, la eyaculación y, en consecuencia, el orgasmo. A mi juicio, una razonable decisión político-criminal no sería la de imponer la castración química a todos “los violadores de menores de edad, adolescentes y mujeres” [palabras textuales de nuestro Presidente] sino más bien la de ponerla a disposición de aquellos delincuentes sexuales que la soliciten porque crean que —al menos parte de— su peligrosidad criminal se vincula al apetito sexual derivado de la producción (normal o no) de testosterona. Tal ofrecimiento, desde luego, no debería estar condicionado a la concesión de beneficios penitenciarios pues, en estos casos, no podríamos considerar que el acceso al tratamiento ha sido voluntario, sino más bien coactivo.
Al hilo de estas reflexiones, cabe señalar que la literatura científica da cuenta de la existencia de casos, extraordinarios eso sí, en los que la peligrosidad criminal de algunos agresores sexuales tiene —al menos en gran parte— su origen en una particular situación biológica de superproducción anómala de testosterona. Ahora bien, hay que resaltar que en la casi totalidad de casos la explosión del instinto sexual en los delincuentes sexuales no tiene su causa principal en una anómala superproducción hormonal, sino más bien en un cúmulo de factores de diversa índole (según la consolidada opinión mayoritaria en el ámbito de la Criminología, el delito es un fenómeno “plurifactorial” o “multifactorial”) en consecuencia, el tratamiento puede no ser idóneo, ni eficaz para la amplísima mayor parte de delincuentes sexuales, sino únicamente para el testimonial número de delincuentes respecto de los cuales tengamos la certeza de que cometen delitos sexuales, fundamentalmente, debido al enorme condicionamiento biológico que pesa sobre ellos. En este sentido, experiencias en otras latitudes dan cuenta de que en los casos en los que la explosión del instinto sexual no se encuentra condicionada por la producción hormonal, el tratamiento forzoso de castración química ha dado lugar a que el individuo tratado haya sustituido el miembro viril por objetos y, por lo tanto, haya actuado con mayor virulencia y crueldad sobre la víctima. ¿Querrá realmente el ejecutivo proteger a las víctimas? Lo veremos cuando se haga público el proyecto de ley que se pretende impulsar.
La segunda cuestión que merece la pena anotar es que, en virtud de la redacción actual del CP, es perfectamente posible recurrir a la castración química cuando el autor del delito es considerado, según establece el propio art. 76 CP, “imputable relativo” es decir, cuando el autor es una persona que, debido a una anomalía o alteración psíquica, tiene una menor capacidad para comprender la ilicitud del hecho y de actuar conforme a dicha comprensión, en comparación con la capacidad que tendría una persona que no padezca dicha alteración (en virtud de esa menor capacidad de culpabilidad, como sabemos, dicha persona pasa a tener la consideración de “semiimputable”). Nos encontramos, por tanto, frente a una de las consecuencias del delito que recibe el nombre técnico de “medidas de seguridad y reinserción social” y que, tradicionalmente, han sido dispuestas de forma exclusiva para los delincuentes inimputables y para los delincuentes semiimputables, pero no para los delincuentes imputables (personas que, al estar en perfectas condiciones de adecuar su conducta a lo dispuesto por la norma, gozan de plena capacidad de culpabilidad).
Si bien desconocemos, al menos por ahora, el contenido de la propuesta de Ley que prepara el Gobierno, todo parece indicar que el Ejecutivo no está pensando en proponer la castración química para delincuentes sexuales inimputables o semiimputables pues, como hemos visto, esta posibilidad ya prevista en nuestro CP y el pueblo peruano no le paga el salario a los señores y señoras del Gobierno para que digan que van a hacer algo que ya está hecho. Por lo tanto, cabe plantearse la siguiente pregunta ¿está pensando el Ejecutivo en proponer una ampliación del ámbito de aplicación de las medidas de seguridad para permitir su imposición a los delincuentes imputables? Si la respuesta es afirmativa nos surge una segunda pregunta ¿por qué solo se prevé la incorporación de la castración química para los delincuentes sexuales peligrosos y no otras medidas de seguridad para otros tipos de delincuentes? Te recuerdo, paciente lector, que los violadores no son los únicos delincuentes de peligrosidad criminal grave que, lamentablemente, tenemos en nuestro país (en efecto, también algunos asesinos, agresores machistas altamente violentos y terroristas, por razones diversas y múltiples, pueden presentar una altísima probabilidad de delinquir y, con ello, de aniquilar nuestros más preciados tesoros: la vida o la integridad personal).
Que no se me malinterprete, no estoy sugiriendo que el proyecto de reforma penal deba venir acompañado de una serie de medidas penales dispuestas, también, para asesinos, agresores machistas violentos y terroristas, sino que es necesario comprender que el debate que subyace a esta cuestión es muchísimo más profundo que el que aparentemente deriva de las simples, aunque envalentonadas manifestaciones de nuestro Señor Presidente. De lo que aquí se trata, pues, es de discutir en torno a la posibilidad de cambiar la orientación de nuestra larga tradición jurídica (que se remonta al CP 1994 de Maúrtua) por medio de la cual se permite imponer medidas de seguridad únicamente a delincuentes inimputables o, al menos, semiimputables, ampliando su ámbito de aplicación al de los delincuentes imputables peligrosos. Esta cuestión, por sí misma, ha generado los más vivos debates en los países donde se ha acogido la posibilidad de aplicación de medidas de seguridad a los delincuentes imputables de peligrosidad grave, por ejemplo, en Alemania, donde se prevé la posibilidad de aplicar —a algunos delincuentes imputables peligrosos— una medida de seguridad que consiste en el internamiento post-penitenciario y que recibe el nombre de “custodia de seguridad” (“Sicherungsverwahrung” prevista en el § 66 del StGB); o en España, donde también se prevé la posibilidad de ofrecer al condenado un tratamiento hormonal, además de otras medidas post-penitenciarias como el control telemático, la prohibición de aproximarse a la víctima, o a aquellos de sus familiares u otras personas que determine el Juez o Tribunal, la prohibición de acudir a determinados territorios, lugares o establecimientos, la prohibición de residir en determinados lugares, la prohibición de desempeñar determinadas actividades que puedan ofrecerle o facilitarle la ocasión para cometer hechos delictivos de similar naturaleza, la obligación de participar en programas formativos, laborales, culturales, de educación sexual u otros similares, etc. (se trata, pues, de la llamada “libertad vigilada” descrita en el 106 del CP español).
No me veo en condiciones de resumir en pocas líneas los aspectos más problemáticos de estas discusiones, basta quizás con enumerar algunas de las interrogantes a las que, creo, es necesario dar respuesta antes de que se pueda establecer una u otra propuesta para el tratamiento penal del delincuente sexual peligroso: ¿Es posible determinar de forma fiable la peligrosidad criminal?, ¿es válido recurrir a la inteligencia artificial para desarrollar el pronóstico de peligrosidad criminal?, ¿estamos ante el fin del libre albedrío?, ¿qué consecuencias para el Derecho Penal tiene la afirmación de que se puede predecir el comportamiento criminal?, ¿la peligrosidad criminal debe ser el fundamento de una respuesta penal —en sentido estricto— o, por el contrario, el fundamento que habilita al Estado para recurrir a las medidas de seguridad?, ¿qué respuestas dan los países cercanos a nuestro entorno cultural, así como los clásicos referentes en materia penal? ¿es razonable recurrir a la castración química? ¿y a los registros online de delincuentes peligrosos? ¿a la medida de seguridad de custodia post-penitenciaria? ¿a la libertad vigilada? ¿algunas de estas herramientas son una manifestación del Derecho penal del enemigo? ¿del Derecho penal de autor? ¿Qué rol juega el principio de culpabilidad? ¿y el de proporcionalidad? ¿legalidad? etc., etc. e, insisto, etc.
Para terminar, vuelvo con la problemática de la castración química. El CP castiga la violación de un menor con la atroz, cruel e inhumana pena de cadena perpetua (a mi juicio, las asignadas al resto de delitos sexuales resultan también exageradamente contrarias al principio de proporcionalidad, algunas de forma escandalosa como la dispuesta para la violación cometida por una persona que actúa en estado de intoxicación en la que, en lugar de verse un supuesto agravado, la lógica más elemental debería haber llevado al legislador a buscar mecanismos para atenuar la pena en virtud de la menor capacidad de culpabilidad del autor). Desde luego, si lo que quiere el Gobierno es impulsar la implementación de la castración química, imagino que igualmente estará pensando en acompañar su propuesta con una batería de medidas para la humanización de la respuesta penal asignada a esta clase de delitos —en efecto, para dar posibilidad a que la castración química sea útil, el delincuente tendría que haber recuperado la libertad, pues solo de esa manera podría encontrarse cerca de un menor—. Así, proponer la incorporación de una medida absurda para hacer frente, en el futuro, a casos similares a los de la terrible tragedia acaecida en Chiclayo, sólo se puede entender si nos internamos en el terreno de la más vil de las demagogias. Coincidiremos tu y yo, lúcido lector, en que no tenemos tiempo para ello.