Alberto Fujimori alternaba diferentes reacciones en el rostro mientras escuchaba la que sería la primera sentencia de todos los procesos que enfrentaría. Cerraba los ojos, miraba de lado, jugaba con los labios. Muy diferente al hombre que entró a la sala tres horas antes, lleno de confianza, esa tarde del 11 de diciembre de 2007.
Eran las 2 y 56 de la tarde, cuando Kenya Fujimori hacía una entrada triunfal al juzgado adaptado en la Dirección Nacional de Operaciones Especiales de la PNP, a pocos metros de lo que muchos definían como una cárcel dorada.
Contento, enviaba besos y saludos a una tribuna conformada por medios de comunicación y sus allegados de siempre. Carlos Raffo, Luz Salgado y los dos hijos que todavía no habían empezado la competencia política que hoy los caracteriza. El ingreso de Keiko al Congreso con la cantidad de votos más alta de la historia había sido un año antes, mientras que Kenji tenía fresca su derrota en el intento de ser presidente regional de Lima-Provincias.
La alegría en el rostro del expresidente iba desapareciendo mientras la lectura de la sentencia se desarrollaba. Tres horas en las que se recorría una historia compleja que a Fujimori le provocó desde preocupación hasta sueño, con diferentes “cabeceadas” que los medios captaron en diferentes oportunidades.
El exmandatario parecía despejarse al escuchar ciertos detalles. Parecía más despierto al oír cómo ordenó a un grupo de la policía, encabezado por un falso fiscal, que revisara la casa de Trinidad Becerra, esposa del que había sido su brazo derecho: Montesinos.
Se veía menos somnoliento cuando le recordaban que en esa inspección se encontraron maletas y cajas que fueron llevadas directamente a Fujimori, sin ser inventariadas o registradas en el acta de rigor.
Se presume que entre estos elementos desaparecidos estaban las pruebas de diferentes delitos de corrupción y contra los derechos humanos. Aunque el mismo Alberto, en una conferencia de prensa que tuvo lugar a los días de los hechos, señaló que se trataba solamente de los famosos relojes del asesor.
Luego de las tres horas que duró la lectura, se oficializó que la Vocalía Suprema de Instrucción condenaba al acusado a 6 años de prisión por el caso del allanamiento ilegal de la casa de la esposa de su exasesor, Vladimiro Montesinos, al pago de 400.000 soles y la inhabilitación por dos años para ejercer cargos públicos. La felicidad que rodeó al susodicho en su ingreso había desaparecido completamente a estas alturas.
La sentencia era histórica y generaría reacciones, varias de ellas en ese mismo espacio, a pocos metros de un Alberto Fujimori que hacía pública sus ganas de apelar luego de conversar brevemente con su abogado, César Nakazaki. Cabe mencionar que la estrategia del letrado era que el acusado fuera reconocido como instigador y no como autor directo, que fue lo que finalmente pasó.
Había pasado solo un par de minutos desde este momento clave. Keiko afirmaba, ante los micrófonos que se acumulaban frente a ella, que la persecución política contra su padre se había convertido en una persecución judicial, por lo que ahora ella se sumaba al “90 por ciento de la población que no confía en el sistema”.
A la par, un grupo de diez señoras fujimoristas gritaba a las afueras del recinto, entre insultos y amenazas para los medios de comunicación que intentaban obtener su opinión «imparcial» del caso.
Para Fujimori, el relato de sus sentencias no terminaría aquí. La Cantuta y los diarios chichas son solamente dos de los casos más sonados que enfrentaría «El Chino» en el futuro cercano, a lo que se sumarían escándalos de indultos y anulaciones que todos conocemos con mayor o menor detalle.
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