En nuestro país se ha repetido desde hace buen tiempo, desde voces emitidas por varios políticos y otros tantos estamentos sociales que urge plantear un proceso de reforma coherente del Estado. Y desde esas voces se han originado “procesos” de todos los contenidos, impulsores y comisiones[1]. Ninguno en realidad se refirió al Estado, sus objetos son más bien son modestos puesto que se centran en cuestiones exactas de las Administraciones Públicas o, con ya más dosis de heroísmo, intentan cambiar a alguna puntual organización del Poder Público (como se pretenderá en el actual momento con el Poder Judicial). Por eso la reforma del Estado es un concepto vacío y que no predica nada desde su gradilocuente nombre, haciendo falta siempre precisiones posteriores. A partir de lo indicado, en el presente escrito solo me referiré a nuestras organizaciones administrativas y a un aspecto específico de éstas (el empleado público).
Ahora bien, el menos, en los últimos años el suscrito ha visto pasar muchos esfuerzos en ese sentido, algunos dedicados a simplificar pasos, otros a ganar eficiencia, transparencia, y en ciertos casos para alcanzar dosis de calidad en las heterogéneas actividades gestionadas por nuestras administraciones públicas[2]. Principalmente estos esfuerzos han estado centrados en las organizaciones administrativas vinculadas al Poder Ejecutivo (sin ser tampoco una muestra magistral o envidiable), quedando muy rezagadas las posibilidades de cambio en las municipalidades o los gobiernos regionales (omisiones que prueba que las mentadas reformas no son nacionales). Evidentemente, los resultados no han sido los esperados, situación que se percibe en fracasos institucionales por extralimitación o por defecto en varios sectores de actuación sociales y económicos, una evidente falta de autoridad, a desmedro de pocas muestras de eficacia y eficiencia públicas que permitan un verdadero despliegue de los derechos ciudadanos y la correcta salvaguarda del bien común (el interés público).
¿Pero por qué el fracaso de estas sucesivas reformas administrativas? En todos los casos, los gobiernos que han intentado gestionar estos empredimientos se han ocupado de las formas y no del fondo, dejando de lado las cuestiones relevantes alrededor del sujeto sobre el cual pivota cualquier organización administrativa: el ser humano que trabaja o labora en ella. Si se quiere la trillada frase “reforma del Estado” sólo es posible si se pone en el centro de estos esfuerzos al ser humano que está puesto a su servicio. En suma, muy pocos se ocupan de los funcionarios y empleados públicos; a ningún político, o líder de opinión o persona con cierta influencia pública le parece bien hablar y defender la instauración de la burocracia profesional[3], pues evidentemente muchos son los enemigos en la sombra y silenciosos de este esencial cambio. Estas anteriores razones han permitido que la implementación del servicio civil prácticamente se ralentice a niveles inconcebibles, sin que se nada relevante se diga en contra. Y esto último no nos lo podemos permitir[4].
Frente a lo dicho, no me cansaré de repetir que cualquier reforma que se emprenda en las organizaciones administrativas (y también en el resto de poderes públicos), debe asumir el cambio en base a personas seleccionadas en concursos abiertos (no elegidas), con comprobadas y previas capacidades manuales, técnicas o profesionales, dirigidas, controladas y conducidas por los políticamente elegidos (pero no deudoras de su plaza a éstos). Esto permitirá que el seleccionado tome al empleo público como una forma de llevar adelante su proyecto de vida, pues deberá ingresar a una carrera o proyección de carrera muy particular, en la que prima una mística profesional distinta pues su vinculación y servicio exclusivo es hacia un solo fin: los objetivos de interés público. Entonces surge así los componentes esenciales de la función pública (ingreso por selectividad, vida profesional con proyección y visión finalista hacia el bien común por vocación y libertad propia), siendo estos últimos los elementos fundamentales que permitirán construir lo que no tenemos hasta ahora (o que sólo se encuentra parcialmente confinada a ciertas instituciones).
Ahora bien, no conseguir una burocracia con las anteriores características, no permitirá afrontar los desafíos ineludibles que exigen nuestros ciudadanos a los democráticamente elegidos. Peor aún, mantener la actual realidad de inmovilismo[5] podría llevar (como ha pasado en ciertos sectores sociales o económicos) al descalabro o la completa inactividad pública a pesar de que pueda existir la voluntad general del Congreso de la República o del propio Poder Ejecutivo al aprobar una Ley o pretender implantar nuevas políticas públicas. Si no se cambia la esencia y conformación de la función pública peruana, nunca se podrá alcanzar las metas reclamadas por nuestra sociedad. Por tanto, la madurez institucional que se reclama todos los días siempre parte y regresa hacia la función pública.
Finalmente, el compromiso principal de todo lo explicado es el del Gobernante de turno. Sobre los hombros del presidente de la República, don Martín Vizcarra, descansa la posibilidad de plasmar la garantía de la burocracia profesional que revolucione –en serio- a nuestras organizaciones administrativas. Más si la cobertura normativa del servicio civil ya existe y se han gastados muchísimos fondos públicos y recursos en el inicio de ejecución. Por eso, vale la pena reclamarle por su nivel de transcedencia frente los peruanos, pidiéndole que sus esfuerzos principales vayan dirigidos a darnos un logro de proporciones antes del bicentenario de nuestra República, esto es, el inicio de un modelo de empleo público que se construye desde un sistema libre de la partidarización, de la crematística del mercado y los legítimos intereses sectoriales, humanista, que sabe gestionar a sus integrantes desde los límites jurídicos, centrado en los derechos constitucionales adentro y hacia afuera, detallista y cuidadoso del servicio, que se ocupe de lo cotidiano con pasión, al cual le interesan los procedimientos como garantía pues sabe que la legalidad y la eficacia van de la mano, equilibrado ante los avatares democráticos y conyunturales, leal a la Constitución y, por sobretodo siempre aparece guiado por la libertad con responsabilidad. En suma, el legado que se exige al Gobierno no es de gerentes, gestores o expertos públicos, sino sólo de funcionarios, de buenos empleados públicos.
[1] El día de hoy cuando escribo este ensayo (13 de julio del 2018) se acaba de crear y conformar una nueva comisión para afrontar la problemática casi originaria de la corrupción y debilidad judicial. Que duda cabe que esta modalidad organizativa efectista de los políticos está acompañada de un visión reactiva, de mirada sólo hacia los medios de prensa, pero sin ninguna perspectiva reflexiva de cambio; menos de respeto por los propios ciudadanos. En suma estamos ante una técnica propia de la inmadurez política. Por el contrario, cuanta falta hace que los resultados de estas comisiones pudieran medirse de otra manera y siempre en periodos largos, quizás mostrando una visión de auctoritas sobre decisiones y políticas que deberán tomarse posteriormente por parte de los que gobiernan. Finalmente todo es cuestión de personas (de buenas personas entregadas a un objetivo de interés público).
[2] Para no perder la costumbre de las reformas normativas como gran medio para eliminar los problemas del país, que por cierto han sido la respuesta más repetida por parte de los políticos nacionales, vale indicar que cada Gobierno posterior al año 2001 ha tenido su propia Ley de Contrataciones Estatales, además de ser habilitado de extensos y múltiples pedidos de facultades legislativas por parte del Congreso de la República. Como no podía ser de otra manera, el actual Gobierno en sus dos periodos, ha seguido insistiendo machaconamente con este tipo de esfuerzos. Por eso, y sólo en ánimo de aportar y también simplificarle la vida a las personas (en medio de un ordenamiento positivo cada vez más caótico), vale la pena recordar el título del libro del profesor francés M. Crozier: “No se cambia la sociedad por decreto“.
[3] En resumen, la función , empleo o burocracia profesional debe ser entendida como una garantía que tutela un estatuto profesional para el personal administrativo, desligado completamente de los humores y voluntad de los políticas o del mercado. Este estatuto sólo debe basarse en el “mérito y capacidad como los únicos que deben regir el acceso a la función pública y en la garantía de imparcialidad del funcionario en el ejercicio de sus funciones“. Vid. Sánchez Morón, Miguel: Derecho de la función pública, Tecnos, Madrid, 1996, p. 48.
[4] El desprecio por la función pública profesional proviene de muchos lados, pero podría contarse principalmente a los siguientes estamentos como los principales propulsores (sea por acción u omisión): (i) Los malos operadores de mercado que quieren Administraciones Públicas desiquilibradas y altamente corporativizadas (que se aparten de la defensa del bien común), (ii) Los malos sindicatos públicos que siempre atacan toda Ley de reforma porque les suena muy mal el mérito, la igualdad y capacidad frente al derecho al cargo (de estabilidad siempre absoluta), (iii) Los malos políticos (o remedos de éstos) que siempre querrán las plazas administrativas como botín (para ofrecerlos a terceros), (iv) Los malos funcionarios públicos que no admiten la necesidad de cambiar, (v) Los dirigentes públicos o designados políticos en el Poder Ejecutivo, muchos de ellos de raíz economicista, los cuales ponen al presupuesto público como el eje de la vida de todos, impidiendo que cualquier cambio sobre el empleo o función pública pueda ser financiada correctamente. Al respecto, sólo basta ver las sucesivas Leyes de Presupuesto Público desde los noventa en adelante, que impiden el acceso al empleo público por concursos de mérito, pero que a contrario admiten y dan cobertura económica a diversos modelos informales y de dudosa reputación.
[5] La situación actual de dejadez frente al servicio civil demuestra que la batalla la están ganando los dos fenómenos más terribles que afronta nuestra función pública: la politización y la patrimonialización. De estos dos vicios capitales da cuenta el libro de Fuentaja Pastor, Jesús: Pasado, presente y futuro de la función pública, Cívitas, Madrid, 2013.