Una violación sexual, perpetrada en la nocturna vorágine de una discoteca limeña, fue filmada mediante un sencillo celular y diseminada por las redes sociales hasta convertirse en espeluznante trending topic. La agresión sexual, cruda y literalmente «visibilizada», despertó comprensible e inmediato estupor en la habitualmente pacífica opinión ciudadana. Por una vez, la viralización cibernáutica vencía por sobre la curiosidad malsana, la truculencia y la activación de las resistencias más secretas de los usuarios. En efecto, el vídeo, explícito y sin cortapisas, puso en marcha una implacable cacería humana contra el agresor, apodado como El Violador de la Discoteca, quien fue prendido ayer por la policía. La cibernáutica puesta al servicio de la justicia.
Acaecidos en octubre de 2016, los hechos no pudieran ser más atroces: Jhon Taylor Pizarro Coronel, empleado de la extinta discoteca El Fuego, en Vitarte, es grabado mientras somete sexualmente a una parroquiana alcoholizada y en total estado de inconsciencia. El vídeo, en sí mismo, no superaba los 10 segundos de imágenes de muy baja definición. Pero lo registrado allí constituía un genuino e inesperado snuff: un ultraje real se mostraba a la vista y regocijo de quienes lo quisieran. Es más, el sátiro resultaba identificable en medio del bosque de píxeles. Así, la difusión (inmediata) del corto no solo suscitó pulsiones morbosas, comentarios machistas o, en fin, una inocente curiosidad hacia lo malsano: Pizarro Coronel, El Violador de la Discoteca, debía ser atrapado, tenía que ser atrapado. Como en el clásico de Fritz Lang, toda una ciudad se une para perseguir al execrable. Cuenta la crónica roja que en su fuga John durmió hasta en 10 casas y en un auto antes de ser atrapado.
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El Código Penal de 1924 reprimía con penitenciaría o prisión no menor de dos años al que «por violencia o grave amenaza obligara a una mujer a sufrir el acto sexual fuera del matrimonio» (artículo 196). La penalidad era no menor de tres años de penitenciaría o prisión si el comitente, con el objeto de consumar la violación, obraba después de haber puesto a la mujer «en estado de inconsciencia o en la posibilidad de resistir» (artículo 197). Tratándose de una mujer «idiota, enajenada, inconsciente o incapaz de resistencia», la pena, según el código labrado por Víctor Maúrtua, era no menor de 10 años de penitenciaría o prisión (artículo 198). El agresor, en todos los casos, debía abonar una dote a la ultrajada. Hiere a nuestra sensibilidad el precepto según el cual la acción penal se extinguía si el violador contraía matrimonio con la víctima.
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Don Miguel Antonio de la Lama (Lima, 1839-1912) fue uno de los mayores divulgadores del derecho de su época. Ramos Núñez, su principal estudioso y biógrafo, lo llama, con razón, «el jurista mediático». Su producción impresa fue múltiple y oceánica: desde 1862 hasta el año de su muerte, da a la imprenta una cincuentena de volúmenes sobre todas las áreas del conocimiento jurídico imaginables. Su monumental edición concordada del Código Civil de 1852 se acercará —peligrosamente— a las 1.200 páginas en letra menuda. De la Lama escribía para el abogado en ejercicio. Sus publicaciones aspiraban a hacer más llevadera la práctica forense. Ello no significa que sus trabajos estuviesen reñidos con la teoría más abstrusa o actualizada. Por el contrario, en sus mejores páginas (que fueron muchas), engarza el dato práctico con la glosa exegética del texto positivo, y esta con la aclaración doctrinaria.
En 1907, el doctor De la Lama se preguntaba, con toda seriedad y quizá no tan retóricamente: ¿puede ser violada una mujer sin saberlo? ¿Puede ser violada durante la anestesia? Hoy la conducta de Jhon Pizarro Coronel de invadir sexualmente a una mujer inconsciente es considerada sin ambages como una violación agravada. El caso no era tan claro para el derecho decimonónico. En los apéndices del tomo primero de sus Principios de medicina legal para los estudiantes de leyes y los jurisperitos (Lima, 1907), De la Lama intenta una respuesta. Ocurre que, bajo el manto del derecho patriarcal y androcéntrico, un elemento básico para la configuración del hecho delictivo era la ausencia de placer durante la acometida ultrajante. No bastaba, pues, con la negativa de la mujer a participar en el coito. Era condición inexcusable que la agredida no disfrutase sexualmente. En un extraño (para nosotros) razonamiento a contrario, la mujer era vista como un ser en permanente predisposición a la concupiscencia. De manera que el requisito del placer era vital para la configuración del delito.
¿Qué ocurría, entonces, cuando la mujer estaba inconsciente por efecto del sueño profundo, la administración de algún somnífero o si presa del hipnotismo? ¿El execrable Pizarro Coronel había —efectivamente— cometido violación agravada contra su víctima de acuerdo con este razonamiento? Los expertos en medicina legal debían acudir en auxilio de abogados, jueces y fiscales. La cuestión fue seriamente analizada. Los precedentes más extraños fueron alegados. La consideración prudente del conservador fue expuesta. La violación sexual de la mujer dormida, inconsciente o hipnotizada corría el riesgo de devenir en un imposible penal. Ni más ni menos que matar a un cadáver.
Era necesaria, pues, una elaboración doctrinaria y práctica, como se desprende de la necesidad que se vislumbra en De la Lama por esclarecer puntos controvertidos para sus lectores. ¿A qué vendría, en consecuencia, plantearse esas dudas en un texto destinado a los abogados y estudiantes? De la Lama, como su antiguo socio Manuel Atanasio Fuentes, estaba familiarizado con la doctrina médico-legal francesa. Y era precisamente entre los legistas galos donde había surgido la cuestión. Esta se muestra en tres problemas: ¿se configura violación sexual de la mujer dormida?, ¿es posible hablar de violación de la mujer inconsciente o en estado de estupor?, ¿se puede tipificar como violación la acometida forzada contra una mujer en estado de hipnosis por magnetismo? La casuística abunda y los ejemplos compiten en singularidad y aun en exotismo. Se habla de una mujer francesa aquejada por «un sueño invencible crónico». El marido practica con ella el coito; ¿la está violando? El caso es referido y comentado por Miguel Antonio de la Lama: técnicamente, sí, pues la mujer inconsciente no experimenta (no puede experimentar) placer; técnicamente, no, pues la mujer estupefacta es incapaz de sentir o no el gozo venéreo. Un callejón sin salida, como se ve.
La elaboración teórica vino en auxilio de los penalistas. Se aceptó el axioma (hoy hablaríamos de estereotipo) de que la mujer viene al mundo predispuesta al goce carnal, a la concupiscencia. Bien puede ser ultrajada, pero el ultraje deja de serlo cuando se enciende en ella (diríase automáticamente) el placer. La solución a los tres problemas: sueño profundo, estupefacción artificial por ingesta máxima de alcohol o drogas, e hipnosis magnética (hoy pseudociencia, entonces una verdad prácticamente no discutida) hubo de ser desarrollada. Una respuesta vino de la psicología analítica entonces en ciernes: la mujer inconsciente sí recordaba la arremetida coital; en consecuencia, era posible que disfrutase tanto como era posible que se sintiese realmente invadida y vulnerada por el violador. Así, indispensable era interrogar a la mujer para saber, de primera voz, si le agradó la acometida o si esta le fue repugnante. De nada, o muy poco, valía el precepto del artículo 269º del entonces vigente código penal de 1863, si la arquitectura institucional de dicho cuerpo normativo —y, en general, toda la concepción jurídica de la época— se orientaba a supeditar el reconocimiento de ciertos derechos fundamentales a la «buena honra» de la mujer.
Interrogar a la víctima del ultraje y averiguar si experimentó placer coital. Es lo que propone De la Lama en 1907, amén de algunas prevenciones, como la de no permitir que el odontólogo quede a solas con su femenina paciente durante las intervenciones con aplicación de éter. Y es lo que hoy, de seguir en vigencia esos cánones patriarcales, se habría de inquirir a aquella víctima de los apetitos y del exhibicionismo brutal de Jhon Pizarro y sus cómplices: «¿Le gustó?». Pero la anónima ultrajada de un vídeo tristemente viralizado parece preferir el silencio, por una tenaz inversión de la culpa que la hace no solo partícipe sino corresponsable de los hechos. «¿Para qué tomaste?», «¿Para eso te emborrachas?», «¿Qué fumaste?». Tales los menos grotescos, los menos impublicables dicterios que proliferaron en las —ya se sabe— espesas aguas del ciberespacio. Espesas aguas que, por una vez, impulsaron la captura de un abusador demasiado pagado de sí.
Fuentes:
- Código penal del Perú. Edición oficial. Lima: Imprenta Calle de la Rifa 58 [Imprenta del Estado], 1863.
- Germán D. Zevallos. Código penal promulgado de [sic] 28 de julio de 1924. 2ª edición concordada y anotada. Huancayo: Imprenta B. A. Sánchez Muños, 1935.
- Miguel Antonio de la Lama. Principios de medicina legal para los estudiantes de leyes y los jurisperitos. Con un glosario técnico. Ordenados, ampliados y adaptados a la legislación peruana. Tomo I: Parte civil. Lima: Imprenta San Pedro, 1907.
- Carlos Ramos Núñez. Historia del Derecho Civil peruano. Siglos XIX y XX. Tomo IV: Legislación, abogados y exégetas. Lima: PUCP. Fondo Editorial, 2003, pp. 398-457.