Sumario: 1. El problema, 2. La noticia, 3. Un problema que no solo es cuestión de palabras: La afectivización léxica, 4. Al grano: La protección jurídica del concebido y sus límites constitucionales, 5. La penalización del aborto en el derecho peruano: ¿un argumento suficiente?, 6. De la advertencia preventiva a la imposición de la maternidad: el poder judicial como agente de coacción ideológica, 7. Ni siquiera Dobbs se atrevió a tanto: sobre la regresión normativa y los límites de la potestad judicial. 8. El riesgo de violencia institucional y la alternativa omitida: proteger a la adolescente, no vigilarla ni amenazarla, 9. Conclusión.
1. El problema
La reciente resolución emitida por el Quinto Juzgado de Familia de Arequipa, mediante la cual se dictan medidas de protección a favor de un concebido —en el contexto de una denuncia presentada por el presunto padre contra la madre de la adolescente gestante—, ha sido presentada como un acto inédito en el sistema judicial peruano. Pero más allá de su carácter excepcional, la decisión merece un análisis jurídico riguroso que identifique los riesgos estructurales que encierra: la restricción ilegítima de derechos fundamentales de una persona nacida (la adolescente), la desnaturalización de la Ley N.º 30364, la aplicación extensiva del régimen de protección infantil, la omisión del deber de control de convencionalidad y, de modo preocupante, la potencial criminalización indirecta de la maternidad adolescente.
2. La noticia
Pero presentemos lo único que hasta ahora sabemos del caso[1]. En un video de prensa publicado en la cuenta oficial de TikTok de la Corte Superior De Justicia de Arequipa, aparece el juez Luis Giancarlo Torreblanca Gonzales señalando lo siguiente sobre el caso:
«Una adolescente resultó embarazada y tanto ella como su mamá habían optado por abortar. A pesar de que el presunto padre se habría negado, manifestando hacerse cargo del niño que estaba por nacer, estos son los hechos que nos han denunciado. Nosotros, al tomar conocimiento de este caso, hemos procedido a dictar lo que se llama medidas de protección. En este sentido, se le ha prohibido a la adolescente de 16 años concurrir a cualquier centro donde se pueda interrumpir el embarazo. De igual manera, se ha prohibido a la madre de la adolescente conducir a su hija a cualquier centro hospitalario en el que se pueda poner en riesgo la vida de este “bebé” que no ha nacido. Si la adolescente incumple las medidas de protección, podría ser denunciada por lo que se llama infracciones a la ley penal. Asimismo, si la madre de la adolescente incumple con estas medidas de protección, ella podría ser denunciada por el delito de desobediencia a la autoridad».
Desde el inicio, llama la atención el lenguaje institucional empleado en la nota de prensa del Poder Judicial —que celebra la resolución como «la primera vez que un juez dicta medidas de protección para un bebé no nacido en Arequipa»— no solo se aleja del léxico jurídico técnicamente aceptado, sino que revela una toma de posición discursiva que no es menor. Veámoslo a detalle.
3. Un problema que no solo es cuestión de palabras: La afectivización léxica
El uso del término «bebé no nacido», en lugar de «concebido» —que es el lenguaje jurídico aceptado tanto en el Código Civil como en el Código de los Niños y Adolescentes— no es una elección inocente ni estilística: es una operación discursiva que anticipa una posición valorativa. Al nombrar al concebido como «bebé», la nota introduce una carga afectiva y moral que personifica anticipadamente al sujeto en gestación, ubicándolo en una categoría emocionalmente consolidada en el imaginario colectivo.
Este recurso, conocido en análisis del discurso como «afectivización léxica», no solo interpela emocionalmente al lector, sino que desplaza el eje del conflicto jurídico, tornando invisibles los derechos en juego de la gestante adolescente. El problema no es semántico, sino estructural: al nombrar al concebido como «bebé», se produce un corrimiento de la función institucional del lenguaje hacia una narrativa connotada que refuerza, sin decirlo abiertamente, la legitimidad de la resolución judicial emitida.
La afectividad impresa en el término transforma un acto jurídico discutible —la imposición de restricciones a una adolescente en situación de vulnerabilidad— en una supuesta medida de protección ejemplar. Es un lenguaje que no describe la resolución, sino que la defiende anticipadamente, desde una lógica que apela a emociones y no a razones jurídicas.
Este tipo de formulaciones son particularmente problemáticas cuando provienen de órganos del Estado. El lenguaje institucional no debe construir consenso emotivo, sino transmitir con precisión el contenido y los alcances de las decisiones adoptadas. No es función del Poder Judicial operar como vocero de una narrativa providencial ni convertir sus decisiones en gestos de posicionamiento público. Cuando lo hace, el riesgo es la pérdida de neutralidad y la erosión de la legitimidad discursiva del poder jurisdiccional.
En contextos de alta sensibilidad jurídica y ética —como lo es el del embarazo adolescente y la protección prenatal— el uso cuidadoso, técnico y equilibrado del lenguaje no es un formalismo: es una obligación democrática. La forma en que el Estado nombra a los sujetos en conflicto define también cómo los protege, a quién prioriza y desde qué marco valórico lo hace.
Nombrar al concebido como «bebé» puede parecer un gesto retórico menor, pero en un sistema de justicia, todo lenguaje que define sujetos también distribuye derechos y legitima decisiones. Por eso, cuando el discurso institucional asume un tono celebratorio y adopta un léxico con carga ideológica, ya no informa: influye. Y esa influencia, en manos de un poder que decide sobre la vida y el cuerpo de las personas, no puede pasar inadvertida.
4. Al grano: La protección jurídica del concebido y sus límites constitucionales
El artículo I del TP del Código de los Niños y Adolescentes establece que se considera niño a todo ser humano desde la concepción, el artículo 1 del Código Civil señala que el concebido es sujeto de derecho en todo aquello que le favorece y el artículo 2 de la Ley 31935 reconoce declarativamente el derecho a la vida del concebido. Todas estas fórmulas jurídicas otorgan una protección legal especial; pero, y aquí la pregunta, ¿equivalente este reconocimiento a la titularidad de derechos fundamentales al mismo nivel que corresponde a las personas nacidas?
Lo cierto es que este marco normativo interno ha sido interpretado por el Tribunal Constitucional del Perú (Exp. N.º 02005-2009-PA/TC) en el sentido de que la protección al concebido no es absoluta, y debe armonizarse con los derechos fundamentales de la mujer gestante, especialmente cuando esta es menor de edad y, por tanto, sujeto prioritario de protección reforzada.
Este deber de armonización se refuerza con el marco del control de convencionalidad, no debe olvidarse que ya la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) en el caso Artavia Murillo y otros vs. Costa Rica (2012) estableció que:
- La protección del derecho a la vida «en general, desde la concepción» (art. 4.1 de la Convención Americana) no es absoluta.
- Dicha protección debe ser gradual e incremental, en función del desarrollo del embrión.
- Los Estados no pueden otorgar un estatus de persona jurídica plena al embrión o feto de forma tal que implique la negación o anulación de derechos fundamentales de las mujeres, como la autonomía reproductiva, la salud, la integridad física y la vida privada.
A la luz de este fallo vinculante, resulta incompatible con el sistema interamericano de derechos humanos dictar medidas judiciales que impidan el acceso de una adolescente a servicios médicos —incluidos aquellos vinculados al embarazo— sin un análisis estricto de proporcionalidad, necesidad y razonabilidad. Lo que exige el control de convencionalidad no es una neutralidad formal, sino una evaluación concreta del impacto de las medidas estatales sobre los derechos fundamentales involucrados.
5.La penalización del aborto en el derecho peruano: ¿un argumento suficiente?
Podría alegarse que, en tanto el aborto está penalizado en el Perú (arts. 114 y 115 del Código Penal), la actuación judicial que busca impedirlo se encuentra respaldada por la legalidad vigente. Sin embargo, esta lectura desconoce la función interpretativa y garantista que corresponde a todo juez en un Estado constitucional de derecho.
El artículo II del Título Preliminar del Código Procesal Constitucional impone a los jueces la obligación de ejercer control difuso de constitucionalidad y convencionalidad. Es decir, su función no se agota en aplicar mecánicamente la norma penal, sino en verificar si, en el caso concreto, esa aplicación es compatible con los estándares internacionales en materia de derechos humanos, especialmente los que protegen a niñas, adolescentes y mujeres en situación de vulnerabilidad.
La penalización del aborto no puede justificar medidas judiciales que:
- Vulneren el derecho a la salud física y mental.
- Impidan el acceso a servicios médicos permitidos por la ley (como el aborto terapéutico, art. 119 CP).
- Introduzcan un régimen de vigilancia estatal sobre los cuerpos de las adolescentes.
- Legitimen la presión de terceros sobre la decisión de llevar a término o no un embarazo.
Existen estándares internacionales contundentes al respecto. Por ejemplo, el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas (CDH), en la Observación General N.º 36 sobre el derecho a la vida (2018), en su párrafo 8 ha señalado lo siguiente:
«Aunque los Estados parte pueden adoptar medidas para regular la interrupción voluntaria del embarazo, estas no se deben traducir en la violación del derecho a la vida de la mujer o la niña embarazada, ni de los demás derechos que se les reconocen en el Pacto. Por lo tanto, las restricciones a la capacidad de las mujeres o las niñas de recurrir al aborto no deben, entre otras cosas, poner en peligro su vida ni someterlas a dolores o sufrimientos físicos o mentales de manera que se viole el artículo 7 del Pacto, ni suponer una discriminación contra ellas o una injerencia arbitraria en su vida privada. Los Estados parte deben proporcionar un acceso seguro, legal y efectivo al aborto cuando la vida y la salud de la mujer o la niña embarazada corran peligro […] Además, los Estados parte no pueden regular el embarazo o el aborto en todos los demás supuestos de manera contraria a su deber de velar por que las mujeres y las niñas no tengan que recurrir a abortos peligrosos, y deberían revisar en consecuencia la legislación pertinente. Por ejemplo, no deberían adoptar medidas tales como la penalización del embarazo de las mujeres solteras, o la aplicación de sanciones penales a mujeres y niñas que se sometan a un aborto, ni a los proveedores de servicios médicos que las ayuden para ello, ya que, así, las mujeres y niñas se verían obligadas a recurrir a abortos en condiciones de riesgo».
En igual sentido, el Comité contra la Torturade la ONU, en el marco de la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, ha emitido sus Observaciones finales sobre los informes periódicos quinto y sexto combinados del Perú, aprobadas por el Comité en su 49º período de sesiones (29 de octubre a 23 de noviembre de 2012 -CAT/C/PER/CO/5-6 (2013): En el párrafo 15 de dicho documento ha sostenido lo siguiente:
«Al Comité le preocupa profundamente que los abortos ilegales sean una de las principales causas de la alta tasa de mortalidad materna en el Estado parte y que la interpretación de qué constituye aborto terapéutico y legal en caso de necesidad por razones médicas sea demasiado restrictiva y poco clara, lo cual lleva a las mujeres a abortar clandestinamente en condiciones de inseguridad […] Al Comité le preocupa también que la legislación vigente obligue a los médicos a transmitir a las autoridades información sobre las mujeres que solicitan asistencia médica como consecuencia de un aborto, lo que puede llevar a investigaciones y a procesamientos penales; esto crea tal temor que, en la práctica, hace que no se recurra a los servicios de interrupción legal del embarazo».
De igual importancia es la Recomendación General N.º 24 sobre la salud de la mujer (CEDAW,1999), la cual en su párrafo 15 señala claramente que «el acceso de la mujer a una adecuada atención médica tropieza también con otros obstáculos, como las leyes que penalizan ciertas intervenciones médicas que afectan exclusivamente a la mujer y castigan a las mujeres que se someten a dichas intervenciones.» , por eso: « En la medida de lo posible, debería enmendarse la legislación que castigue el aborto a fin de abolir las medidas punitivas impuestas a mujeres que se hayan sometido a abortos;» (párrafo 31, literal c).
6. De la advertencia preventiva a la imposición de la maternidad: el poder judicial como agente de coacción ideológica
Uno de los aspectos más sensibles —y menos discutidos con suficiente claridad— de la resolución analizada es el tránsito que realiza el juez desde un acto supuestamente neutral de prevención penal hacia una conducta positiva de imposición de maternidad a una adolescente. Esta diferencia no es menor ni meramente semántica: marca el límite entre una intervención legítima del Estado frente a un posible hecho ilícito y una forma ilegítima de violencia institucional con sesgo ideológico.
Ciertamente, en el marco del derecho penal vigente, el aborto voluntario —fuera de los supuestos del artículo 119 del Código Penal— se encuentra sancionado. En ese contexto, un juez podría legítimamente advertir sobre las consecuencias jurídicas de incurrir en un delito (en el caso que se insistiese que lo hubiera), del mismo modo que un fiscal de prevención del delito puede actuar en contextos de inminente riesgo. Esa función es preventiva, informativa, vinculada a la legalidad penal y, en principio, compatible con un Estado de derecho.
Sin embargo, la resolución en cuestión no se limita a prevenir una infracción penal. Va mucho más allá. El juez dicta medidas concretas, prohibitivas, invasivas y dirigidas exclusivamente a condicionar el cuerpo y las decisiones de la gestante adolescente, sin diagnóstico médico, sin proceso penal abierto, sin proporcionalidad ni análisis de riesgo (no se olive el contexto célere en el que se dictan estas medidas de protección), y sin considerar que la mujer menor de edad es ella misma sujeto de derechos reforzados.
Prohibirle a una adolescente acudir a establecimientos médicos donde se practique la interrupción del embarazo —sin precisar siquiera el tipo de atención que se restringe— no es una advertencia legal: es un mandato coercitivo orientado a asegurar la continuidad del embarazo. En la práctica, es una forma institucional de maternidad forzada.
Esta transformación de una medida preventiva en una orden sustancial sobre el cuerpo de la adolescente rompe con el principio de neutralidad judicial. El juez no actúa como garante imparcial de derechos en conflicto, sino como agente activo de una visión del mundo que antepone la vida en potencia a los derechos en acto. La resolución impone una consecuencia jurídica anticipada: llevar el embarazo a término, sin margen para la deliberación, el acompañamiento médico ni la autonomía personal de quien lo cursa.
Más aún, al advertir penalmente a la madre de la adolescente por supuesta coacción, el juez construye un esquema de vigilancia y sanción que extiende el control más allá de la gestante e instala un clima de sospecha, miedo y tutela autoritaria. No se protege a la adolescente del entorno: se la aísla, se la controla, se la obliga a permanecer en una condición de gestación como si fuera un deber jurídico y no una decisión personal.
La maternidad, en una democracia, no puede ser impuesta desde un despacho judicial ni por vía de medida «cautelar» o «precautoria». No puede derivarse del poder punitivo del Estado ni del miedo a ser denunciada. Mucho menos puede ser el resultado de una interpretación ideológica de la protección prenatal, vaciada de enfoque de género y desprovista del principio de autonomía progresiva.
La diferencia entre advertir sobre un posible delito y ordenar, mediante resolución judicial, que una adolescente continúe un embarazo es la diferencia entre un juez que aplica el derecho y uno que lo reemplaza por su moral personal. En ese desplazamiento se activa la violencia institucional: no porque el juez grite, sino porque silencia a la gestante; no porque castigue abiertamente, sino porque condiciona sutilmente su única salida posible ante una eventual complicación de su salud física o emocional.
Una decisión judicial puede ser legal en apariencia y profundamente inconstitucional en sus efectos. Y cuando esa decisión obliga a una adolescente a llevar un embarazo en nombre de una tutela que ignora su voluntad, su salud y su dignidad, lo que está en juego ya no es solo el alcance de la ley penal, sino la esencia misma del Estado de derecho y del principio de igualdad material.
7. Ni siquiera Dobbs se atrevió a tanto: sobre la regresión normativa y los límites de la potestad judicial
En 2022, la Corte Suprema de los Estados Unidos emitió uno de los fallos más trascendentes y debatidos de las últimas décadas: Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization. En él, el máximo tribunal estadounidense decidió derogar el precedente de Roe v. Wade (1973), con lo cual se retiró el reconocimiento constitucional del derecho al aborto como una expresión del derecho a la privacidad. En adelante, serían los estados federales quienes definirían la regulación —o restricción— de dicho derecho.
Este fallo ha sido objeto de fundadas críticas por parte de organismos internacionales y de la doctrina especializada, al representar un claro retroceso en la protección de los derechos reproductivos de las mujeres en ese país. Sin embargo, hay una distinción relevante que vale la pena subrayar: la Corte Suprema de los Estados Unidos, incluso al retirar la tutela constitucional del aborto, no ordenó que ninguna mujer continuara obligatoriamente con un embarazo.
En efecto, el fallo Dobbs se limitó a una cuestión de distribución de competencias: sustrajo el tema del aborto del ámbito de los derechos fundamentales reconocidos a nivel federal, sin pronunciarse sobre su legitimidad sustantiva ni intervenir en casos individuales. El tribunal —criticable en su razonamiento regresivo— no llegó a disponer, en ningún caso, que el Estado pueda imponer judicialmente la continuación forzada de una gestación.
Esta distinción resulta particularmente importante al analizar lo ocurrido en el Quinto Juzgado de Familia de Arequipa. En este caso, la resolución no se limita a una advertencia sobre las consecuencias de un posible acto ilegal. Tampoco se pronuncia sobre la constitucionalidad de la interrupción del embarazo en abstracto. Lo que se emite es una decisión concreta, individualizada y de cumplimiento inmediato, que impide a una adolescente embarazada acudir a servicios médicos, sin prueba clínica ni proceso previo, con el objetivo directo de asegurar la continuidad de la gestación.
Desde una perspectiva estrictamente jurídica, ello supone más que una medida preventiva. Implica, en los hechos, una restricción sustancial a los derechos fundamentales de una persona gestante —adolescente, además— en favor de un concebido cuya protección, aunque legítima, no puede ejercerse a través de la supresión de derechos fundamentales de terceros. Si en el modelo estadounidense la discusión gira en torno a quién decide sobre el aborto (la Corte o los estados), en el caso peruano que aquí analizamos, el juez asume un rol activo, casi sustitutivo, en la decisión misma de continuar el embarazo.
El cuestionamiento, por tanto, no gira en torno a motivaciones personales ni a convicciones morales, sino a un problema más estructural: el alcance de la potestad jurisdiccional cuando esta se proyecta sobre cuerpos, decisiones y trayectorias vitales sin el debido análisis de proporcionalidad, ni el control de convencionalidad requerido en contextos de tensión de derechos.
El Derecho admite múltiples formas de interpretación. Pero cuando se interviene directamente sobre el cuerpo de una adolescente sin su consentimiento, sin diagnóstico médico previo, y con la consecuencia de limitar su capacidad de autodeterminación reproductiva, el resultado se acerca peligrosamente a una forma de maternidad forzada desde el Estado.
Ese es el punto crucial. Mientras Dobbs ha sido criticado por permitir restricciones estatales, el caso de Arequipa involucra una orden judicial directa, emitida sin proceso penal previo, que condiciona el proyecto de vida de una adolescente menor de edad. Es una forma de tutela prenatal que, en su aplicación concreta, desborda los límites del derecho y roza el terreno de la coacción institucional.
Por eso, incluso en comparación con decisiones ampliamente debatidas en otras jurisdicciones, lo ocurrido en este caso nos interpela como comunidad jurídica: ¿hasta dónde puede llegar la potestad del juez cuando lo que está en juego no es la legalidad abstracta, sino la vida concreta de una adolescente en situación de vulnerabilidad?
8. El riesgo de violencia institucional y la alternativa omitida: proteger a la adolescente, no vigilarla ni amenazarla
Al prohibir a la adolescente acudir a centros médicos y advertir penalmente a su madre, la resolución no solo interfiere en su libertad personal y en su derecho a la salud, sino que la coloca en una posición de subordinación procesal, donde su voluntad es reemplazada por la del juez y sus decisiones son invalidadas por la narrativa protectora del concebido.
Este tipo de decisiones constituye una forma de violencia institucional: el uso del aparato judicial para controlar, disciplinar o condicionar el ejercicio de derechos de mujeres gestantes, bajo el pretexto de proteger a un tercero. Cuando ese tercero ni siquiera tiene personalidad jurídica plena, la desproporción se vuelve manifiesta.
El caso es aún más preocupante cuando se considera que la denuncia provino de la expareja de la adolescente, cuya relación con ella no ha sido objeto de escrutinio judicial en cuanto a posibles componentes de violencia, manipulación o desigualdad de poder. De este modo, el juez terminó legitimando la presión externa de un entorno masculino y adulto sobre la autonomía reproductiva de una menor de edad.
Un enfoque con perspectiva de género, en armonía con la Constitución y los tratados internacionales, habría conducido a una solución muy distinta. El juez pudo y debió dictar medidas de protección en favor de la adolescente (con en contra de ella), como:
- Garantizar su acceso a servicios de salud y consejería médica sin presiones externas.
- Disponer un acompañamiento psicosocial imparcial que evalúe su entorno familiar y su situación emocional.
- Protegerla de posibles coacciones, tanto de su madre como de su expareja, sin criminalizar de antemano a ninguno de los involucrados.
- Reforzar su autonomía progresiva como menor de edad y sujeto prioritario de protección.
Estas medidas, lejos de sustituir su voluntad, la habrían fortalecido, permitiéndole tomar decisiones informadas y libres sobre su salud y su embarazo. Esa es la verdadera finalidad del sistema especializado y del sistema de protección: no imponer decisiones, sino crear las condiciones para que el sujeto de derechos pueda ejercerlos plenamente.
9. Conclusión
La resolución comentada evidencia una desviación preocupante del rol jurisdiccional en un Estado de derecho. Bajo la apariencia de una tutela innovadora del concebido, se termina restringiendo derechos fundamentales de una adolescente gestante, revictimizándola, exponiéndola a vigilancia institucional y obviando principios esenciales como el interés superior del niño —que también la comprende a ella— y el control de convencionalidad.
La carga ideológica que impregna tanto el razonamiento judicial como el discurso institucional asociado al caso no solo debilita la legitimidad de la decisión, sino que constituye una señal de alarma: cuando los jueces convierten su convicción religiosa o moral en directriz jurídica, el derecho deja de ser el límite del poder y se convierte en su instrumento.
Proteger al concebido es legítimo. Pero hacerlo a costa de la libertad, salud y dignidad de quien lo gesta —más aún cuando se trata de una menor de edad— no es protección: es control punitivo. Es violencia judicial revestida de legalidad. Es un uso regresivo del Derecho que olvida que, en materia de derechos humanos, el límite de toda intervención es la persona y su dignidad.
[1] Al momento de escribir este ensayo, también había sido publicada una nota de prensa con contenido similar en la página de Facebook de la Corte Superior de Justicia de Arequipa. Dicha nota, que numerosos medios han reproducido casi en su totalidad, presenta un contenido muy parecido al del video de TikTok.