“Algo erróneo no se convierte en verdad a base de repetirlo muchas veces, tampoco la verdad se convierte en algo erróneo porque nadie la vea. La verdad no es algo en lo que creemos, la verdad se sostiene en sí misma”. (George Orwell)
La verdad como objeto del mercado
En plena época del “todo vale” y “el dinero es lo que cuenta”, la verdad se ha convertido en una especie de objeto de mercado, mientras más poder económico se tiene, más cerca de la verdad se está; dicho de otra manera, vivimos en un tiempo donde al parecer se da por hecho que los pobres mienten y los ricos dicen la verdad. Así, la verdad se ha convertido en un lujo que solo algunos pueden darse. Un placer casi imposible para las grandes mayorías, que a lo mucho pueden ver, pero jamás tener.
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No obstante, pensamos que la verdad no es una cuestión de gusto, no es un asunto estético como lo sugieren algunos filósofos postmodernos como Gianni Vattimo, cuando dice que la verdad que puede salvarnos es una verdad estética, y nuestra conducta debe ser como la de un turista paseando por el jardín de la historia[1]. Porque por un lado, nuestra historia (judicial) se parece más a un cementerio que a un jardín; y por otro lado, hay que ser sádicos para hacer turismo entre la desgracia de la gente.
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La verdad: un ingrediente esencial del ser humano
La verdad no es un lujo, ni una opción para la convivencia social; es una necesidad, una obligación. Una cuestión de la cual pende nuestra existencia. Porque “sin un puñado de verdades no podríamos sobrevivir, y si no fuésemos veraces, al menos a veces, no podríamos convivir”[2]. Dado que la moral social asume que la gente “debe decir la verdad”[3], porque sobre esta presunción, se tejen nuestras relaciones sociales e institucionales que hacen posible que no nos extingamos en el camino. En suma, la verdad es, como ha dicho un filósofo español, “un ingrediente esencial del ser humano, y todo intento —teórico o práctico— de aplastar la verdad sería en el fondo un intento —teórico y práctico— de aplastar al ser humano”[4].
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De manera que, “así como no se puede dibujar sin líneas ni pintar sin colores, tampoco se puede hablar sin palabras ni pensar sin conceptos”[5]. Los conceptos son uno de los ingredientes básicos de toda actividad de pensamiento. Pero estos no son elaboraciones asépticas e inocentes, sino constructos funcionales a proyectos que se pretenden o son hegemónicos. Nuestras conceptualizaciones, en ocasiones de forma tácita, determina el modo de enfrentar y resolver problemas. La política criminal y los códigos penales sustantivos y adjetivos no son ajenos a esto, a menudo “se construyen a partir de las percepciones de un grupo de interés, que operan contra un grupo mayoritario de personas en situación de vulnerabilidad”[6].
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El concepto de verdad como coherencia (procesos penales adversariales)
En nuestro proceso penal, como en otros, ocurre que el concepto de verdad que se ha ido consolidando, es el concepto de verdad como coherencia formulado por Hegel[7], la cual no pone como criterio de verdad la corrección con los hechos, sino más bien, “no son más que enunciados asertivos de los que se predica la verdad”[8]. Es decir, la verdad como coherencia consistiría en un enunciado no por referencia a la realidad, sino por la relación entre ese enunciado y otros enunciados; en otras palabras, no se busca esclarecer ningún hecho de la realidad, sino construir un relato firme coherente y convincente. De modo que quien gana una causa no es el que tiene la verdad, sino que tiene la verdad quien gana.
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Esta forma de concebir la verdad en el proceso penal es propia de los modelos procesales penales adversariales de corte anglosajón. En estos, la verdad es una construcción lógica de un relato sobre los hechos ocurridos que nacen de un conjunto de destrezas racionales argumentativas más o menos coherentes. Así, por ejemplo, quien gana una causa será quien mejor persuada argumentativamente al juzgador. Porque el “objetivo es simplemente crear en la mente del juez o del jurado una creencia acerca de la credibilidad de uno de los relatos contados en el curso del litigio”[9]. Y quien mejor convence es normalmente aquel que puede pagarse un abogado con destrezas técnicas para la persuasión, que en nuestro medio, como sabemos, son los más caros. De manera que la ecuación es simple, para decirlo parafraseando a Zaffaroni, mientras más cerca se encuentra una persona del poder económico, más alejado estará del poder punitivo; dicho de otra manera, mientras cerca del poder económico, más cerca de la verdad se estará . Por ello, no es casual que en nuestras cárceles “no habitan en general los delincuentes más peligrosos sino los más pobres”[10].
En nuestra exterioridad[11] latinoamericana no nos podemos dar el lujo de vivir para argumentar. Todo lo contrario, argumentamos para vivir. Nuestra realidad: padres y madres que revuelven la basura buscando restos de comida en ella para alimentar a sus hijos, jóvenes confinados a trabajar más de 12 horas diarias por un sueldo miserable, niños que improvisan una canción en el bus esperando una moneda, ancianos postrados en las puertas de las iglesias esperando una limosna de la señora caridad, etc., todos ellos no nos permiten enviar a la cárcel a una persona en nombre de la coherencia de los enunciados vertidos en juicio. Mucho menos sabiendo que la criminalización funciona como una técnica para la invisibilización de los problemas sociales que el Estado no quiere tratar desde sus causas reales[12], y “la cárcel actúa como un contenedor judicial donde se arroja a los desechos humanos de la sociedad de mercado neoliberal”[13].
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La verdad como correspondencia con los hechos
Necesitamos un concepto de verdad en el proceso penal que contribuya al desarrollo de la vida humana comunitaria y no que la niegue u obstaculice. Es decir, un concepto que responda a la realidad y no que la realidad se adecue al concepto, o la encubra: una verdad objetiva. Porque si algo anda mal no es la realidad (convivir supone enfrentar y resolver problemas), sino nuestras teorías y conceptos que pretenden hacerle frente a esa realidad problemática. Y ese concepto de verdad vendría a ser en nuestra opinión, el de verdad como correspondencia con los hechos ocurridos.
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Aunque, si bien jamás se alcanzará la correspondencia absoluta, pretenderla lo más aproximadamente posible es condición necesaria para emitir un fallo justo; verdad y justicia van más o menos juntas. De manera que, este concepto de verdad posibilitará la contención del desmadre del poder punitivo que vive nuestro país, que en nombre de la verdad como coherencia encubre seres humanos que sufren cotidianamente la crueldad de la pobreza y la desigualdad social (no es casual que en nuestras cárceles no estén general los delincuentes más peligrosos, sino los más pobres), luego la de la cárcel.
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Finalmente, cabe precisar que esta propuesta ya la había sugerido con aguda sensibilidad hace algunos años el profesor Celis Mendoza Ayma, al señalar que “es de urgencia este debate sentando posición en nuestro margen latinoamericano en un concepto jurídico de verdad funcional a la contención del poder punitivo”[14]. Y este concepto de verdad, en nuestra opinión, que posibilite la contención del desmadre del poder punitivo, necesario pero no suficiente, es el vapuleado concepto de verdad como correspondencia con la realidad (de la teoría no semántica de la verdad como correspondencia). Tarea que supone, sin duda, una lucha cotidiana contra los jueces, fiscales y abogados especializados en la construcción de la historia del crimen posmoderno, “del asesinato de la realidad”[15].
[1] Vattimo, Gianni (2003). Nihilismo y emancipación. Ética, política y derecho. Barcelona: Paidós, p. 76.
[2] Bunge, Mario (1985). Racionalidad y realismo. Madrid: Alianza, p. 27.
[3]Taruffo, Michele (2010). Simplemente la verdad. El Juez y la reconstrucción de los hechos. Madrid: Marcial Pons, p. 58.
[4] Nicolás, J. Antonio y Frápolli, M. José (Editores) (1997). Teorías de la verdad en el siglo XX. Madrid: Tecnos, p. 629.
[5] Mosterín, Jesús y Torretti, Roberto (2002). Diccionario de lógica y filosofía de la ciencia. Madrid: Alianza Editorial, P. 102.
[6] Ávila Santamaría, Ramiro (2011). “Inseguridad ciudadana y derechos humanos: por la deconstrucción de un discurso securitista y hacia un nuevo derecho penal”. En: El derecho en América Latina. Un mapa para el pensamiento jurídico del siglo XXI. (Coord. Cesar R. Garavito). Buenos Aires: Siglo XXI, p. 374.
[7] Haack, Susan (1991). Filosofía de las lógicas. Madrid: Editorial Cátedra, p. 115.
[8] Gascón Abellán, Marina (2010). Los hechos en el derecho. Bases argumentales de la prueba. Barcelona: Marcial Pons, p. 50.
[9] Taruffo, Michele (2008). La prueba. Barcelona: l Marcial Pons, p. 27.
[10] Bergman, Marcelo (coord.) (2003). Delincuencia, marginalidad y desempeño institucional. México D.F: CIDE, División de Estudios Jurídicos, p. 11.
[11] “Exterioridad” es una categoría de la filosofía de la liberación que designa aquello que ha sido expulsado por el sistema económico, político, legal, e incluso epistemológico dominante. Son ejemplo de ello, los millones de empobrecidos en nuestro continente, pero también, los miles de personas encarceladas que son las principales víctimas del poder punitivo en nuestros países.
[12] Y, una de las causas reales principales del aumento de la criminalidad, tal como hemos sostenido en un artículo publicado en este mismo medio, titulado “Desigualdad social y desmadre punitivo”, es la desigualdad social; la abismal brecha entre una minoría enriquecida y la gran masa empobrecida.
[13] Wacquant, Loïc (2010). Castigar a los pobres. El gobierno neoliberal de la inseguridad social. Barcelona: Gedisa, p. 26.
[14] Mendoza Ayma, Francisco C. (2012). La necesidad de una imputación concreta en la construcción de un proceso penal cognitivo. Lima: San Bernardo, p. 92.
[15] Baudrillard, Jean (2000). El crimen perfecto. 3ra. Ed. Barcelona: Anagrama, p. 7.