Sumario: 1. Nuestros primeros 100 años. 2. Los desorientados seis meses: la caída de Leguía. 3. La censura de Velasco y el (¿feliz?) regreso a la democracia. 4. Disolver, disolver.
1. Nuestros primeros 100 años
En los XVII Tomos de la Historia de la República[1], Jorge Basadre informa de la situación recurrente del Poder Judicial. Hay en los reportes que efectúa una constante: cada cierto tiempo el Poder Ejecutivo disuelve a la Corte Suprema y dispone modificaciones para terminar con lo que parece ser su inalterable crisis.
Constituida la República, la Corte Suprema entra en funciones el 8 de febrero de 1825 durante el gobierno de Simón Bolívar. En los discursos propios de su instalación, si bien se celebraba el brazo independiente del resto de la administración paralelamente se rendía tributo al Libertador, a quien Vidaurre le daba el título de “padre de los pueblos”, mientras que Sánchez Carrión, para no quedarse atrás, agregaba que: “Estaba reservado al general Bolívar, en contraposición de su ilimitado poder, hacer práctica la separación de la potestad judiciaria”[2].
Ramos Núñez, atento a este hecho dice:
No deja de ser paradójico, sin embargo, que, en medio del fasto de la ceremonia, apareciera colgado en el dosel el retrato de Simón Bolívar, a la sazón dictador del Perú por título oficial. No se trataba solo de una medida de ornato o de simple respeto al Libertador del Perú, sino también una muestra de la precaria división de poderes.[3]
Una primera incursión contra el Poder Ejecutivo se perpetró en 1828 en contraposición a la propia normatividad constitucional que hablaba de propiedad de los puestos. Así, se procedió a otorgar jubilación a varios miembros del Poder Judicial (lo que se convertiría en una manera habitual para deshacerse de magistrados) y convocar a elecciones, ante la protesta de la Corte Suprema, entidad que mencionaba que solo cabía hacerlo para las plazas vacantes.
Extraña que el mensaje de la Comisión permanente del Congreso se permita apodar IMAGINARIO al incontestable derecho de propiedad que el art. 104 de la Constitución vigente afianza a los jueces respecto de sus destinos, mientras no sean legalmente destituidos. La ley de remoción afirma, se ha expedido de un modo tumultuario, sin informe de la comisión y sin la previa triple lectura, sin discusión y aún sin el expediente original. Todo ello es imputable al carácter notoriamente caprichoso y terco del Vice-Presidente y su resistencia habitual á dar oídos á dictámenes prudentes, ni prestarse á temperamento alguno moderado.[4]
Basadre menciona que ese acuerdo legislativo surgió del interés de algunos senadores por ocupar plaza judicial (II, 54). Los nuevos magistrados supremos fueron designados con la protesta de José María Galdiano, Fernando López Aldana y Manuel Vicente Villarán, cuyos puestos quedaron vacantes.
A este incidente le sucedió la disolución de la Corte Suprema, el 2 de mayo de 1836 y el establecimiento de tribunales provisorios en el Estado Nor y Sur Peruano.
Con la derrota de la confederación y el arribo de la restauración se procedió a otra reforma judicial. Basadre señala que las leyes de setiembre de 1839 autorizaron a Gamarra, a “nombrar, trasladar y remover al personal de la magistratura cuando lo exigiese la conveniencia pública”. En ese mismo párrafo refiere que similar medida se toma en 1855, 1866 y 1930 (II, 196-197).
Por su parte, la Constitución de 1839 autorizó al Presidente para que, con dos tercios de los votos del Consejo del Estado, pudiera remover a los vocales de las Cortes Superiores, y, en su caso, suspender por 4 meses a los miembros del Poder Judicial. El primer supuesto se utilizó en 1843 para remover a Felipe Pardo y Aliaga. En realidad, como asegura Basadre, lo que se quería era sancionar el apoyo de Pardo a Vivanco; posteriormente, se le restituyó la vocalía. (III; 70 y 71). El segundo, en 1849. En este caso, también interviene Pardo y Aliaga, pero esta vez como Ministro de Castilla y suspendiendo por dos meses al Fiscal Francisco Javier Mariátegui, imputándole no haber defendido a cabalidad los intereses del Estado (III, 200-201).
Un nuevo atentado contra el Poder Judicial, esta vez contra la Corte Superior de Arequipa, se perpetró en 1854 cuando Castilla reorganizó la Corte por haber hecho los magistrados, entre otras cosas, alarde de fidelidad al gobierno de Echenique. Destituidos, fueron reincorporados en 1861 (IV, 122). Pocos meses después, en marzo de 1855, en decreto refrendado por Pedro Gálvez, Castilla inició una reforma radical del Poder Judicial, reorganizando los Tribunales y Juzgados de la república. Fue una reforma que implicó la destitución de 4 vocales de la Corte Suprema considerados como afectos a Echenique (IV, 126).
Solo pasarían 10 años para que una nueva crisis se presentara. Esta vez fue la creación de la Corte Central, tribunal creado para sancionar a los funcionarios responsables del tratado con España (que desembocó en el 2 de mayo de 1866) y a quienes hubieren malversado fondos públicos. Este decreto, como el de la supresión de Cortes y Juzgados, así como prestación de juramento ocasionaron la protesta de la Corte Suprema. Simeón Tejeda, a la sazón Secretario de Justicia, respondió con oficio de 10 de enero de 1866: “Establecida la dictadura –señaló–, ningún tribunal tiene otra razón de existencia que el supremo decreto de 29 de noviembre último, puesto que la Constitución no existe”. La exigencia de juramento originó el desacato de Francisco Javier Mariátegui y José Luis Gómez Sánchez, quienes fueron cesados de su cargo. Se les repondría en 1867 (VI, 26).
Un nuevo embate, pero esta vez provocado por la guerra con Chile, derivó a que la Corte Suprema, a pesar del llamado del jefe militar invasor y del gobierno de Magdalena, señalara que no podía entrar en funciones mientras tropas extranjeras estuvieran en el país.
2. Los desorientados seis meses: la caída de Leguía
Rehecha la república, en 1930, a la caída del oncenio, en “los desorientados seis meses que siguieron al colapso del leguiísimo y la iniciación del tercer militarismo” –para utilizar la frase de Basadre– hubo una nueva intromisión en el Poder Judicial, anticipada en el manifiesto de Sánchez Cerro suscrito en Arequipa y avalada por Federico More con estas palabras:
Debe ser disuelto el Poder Judicial y dictada la interrupción de los términos procesales hasta que la Asamblea Constituyente diga la palabra definitiva. Y, entre tanto, la justicia debe ejercitarse por comisiones jurídicas que se limiten a resolver los asuntos urgentes relacionados con la moral y la seguridad de los ciudadanos (…). No debe quedar en su puesto ni uno solo de los empleados públicos, ni uno, aunque entre los nombrados por el despotismo haya competentes y honorables…”.
A su vez, el diario El Comercio fue, como lo recuerda Matías León, uno de los magistrados defenestrados, de la misma opinión:
Así, pues, la labor de moralización en que está empeñada la Junta de Gobierno con aplauso público, exigía el paso que acaba de dar y que era esperado por el país. Precisa, en efecto, como medida prévia á toda sanción, depurar nuestros Tribunales de Justicia para devolverles, junto con la confianza del País, la respetabilidad que perdieron durante la dictadura y convertirlos de nuevo en defensores de nuestras libertades y garantías ciudadanas, y, en imparciales y serenos distribuidores de la justicia.[5]
Por su parte, Diómedes Arias Schereiber, decano del Colegio de Abogados de Lima también solicitó la depuración respectiva. Basadre informa que Anselmo Barreto fue apostrofado en Palacio de Gobierno por Sánchez Cerro.
Congruente con lo expuesto, mediante Decreto Ley de 4 de setiembre de 1930 se declaró incapacitado en sus cargos a algunos miembros de la Corte Suprema y se encargó a la reorganizada Corte a la ratificación de todos los magistrados de primera y segunda instancia. Basadre indica que esta inadmisible intromisión fue precedida por las hechas en 1839, 1855 y 1866 (XIV, p. 16 a 19).
Es, durante la presidencia de Sánchez a Cerro que se promulga la Constitución de 1933. Ella mantuvo la forma de elección de los vocales supremos que había sido dispuesta en las constituciones de 1860 y 1920, esto es, la designación por el Legislativo a propuesta de terna doble del Ejecutivo. Basadre repara que ello originaba nombramientos clandestinos propiciados en el encuentro de los dos jefes con mayoría parlamentaria y agrega: “En realidad –dice–, el verdadero y único lector era el Presidente de la República” (XVI, 65). Luego cita las palabras de Manuel Vicente Villarán en su memoria como Decano del Colegio de Abogados de Lima de 1915:
Las injerencias del Poder ejecutivo es incompatible con la independencia del juez o del vocal. Tiene en sus manos el Gobierno, además de la potestad enorme del nombramiento, el privilegio exorbitante del ascenso. No se teme del Gobierno la destitución al amparo de la inamovilidad; pero se teme la postergación injusta, la retardación inmerecida de la carrera. Del Presidente depende cada vez más hacer vocal al juez, supremo al superior, propietario al interino; el en represalias de su altivez o en agravio a su modestia, puede dejar al magistrado digno languideciendo año tras año en los empleos oscuros de los pueblos y poner de un golpe en las posiciones brillantes de las capitales a abogados o jueces incógnitos y noveles. La carrera no existe (…) (Basadre XVI, 65 y 66).
3. La censura de Velasco y el (¿feliz?) regreso a la democracia
Esa forma de elegir es la que narra, con lujo de detalles, Domingo García Rada en sus Memorias de un Juez. Ahí, casi sin percatarse del mundo de relaciones que permitió su ascenso, cuenta que, con su suegro, Víctor Andrés Belaúnde, tuvieron el pacto tácito para que él se encargara de su designación en la terna para el cargo de juez y vocal superior, mientras aquél se encargaba de hablar con los presidentes para la designación (Prado y Odría). Agrega que se valió de su suegro para que este hablara con Prado para su designación como vocal supremo, y él mismo pudo hablar con él:
Sí –me dijo Prado– ya Víctor Andrés me ha pedido por usted para que lo incluya en la decena y lo tendré presente. Entonces insistí haciéndole recuerdos de familia que sabía le impresionaban. Además señor –agregué- en mi casa siempre he oído hablar de los Prado, porque mi abuela Juana Paz Soldán era muy amiga de la señora Magdalena –la madre del Presidente- y mi tía Isabel Rada y Paz Soldán, hermana de mi madre, era su ahijada; mi bisabuelo Pedro Paz-Soldán y Ureta fue Ministro de Hacienda del General Prado en 1867. Por el lado de mi familia política también ha habido gran amistad entre los Prado y los Yrigoyen y don Manuel Yrigoyen … Ah, no me hable usted de don Manuel Yrigoyen que su memoria es sagrada para nosotros. No se preocupe usted y se despidió. Quedé muy contento con la entrevista y seguro de que cumpliría con su ofrecimiento, lo que así ocurrió, pese a la oposición de sus partidarios.[6]
Páginas posteriores, García Rada narrara su camino de idas y venidas hablando con diputados y senadores.
García Rada fue designado vocal de la Corte Suprema. Desempeñó el cargo hasta el 23 de diciembre de 1969 cuando la Junta Militar de Gobierno presidida por el general Velasco lo despojó de su cargo a él y a todos los vocales y fiscales supremos, con la promulgación del Decreto Ley 18060. Los objetivos de la reforma eran, según indicaba el primer considerando del Decreto, “moralizar el país en todos los campos de la actividad nacional y restablecer plenamente el principio de autoridad, el respeto a la ley y el imperio de la justicia”. Los nuevos magistrados fueron designados por el Decreto Ley 18061[7].
Restablecido el orden constitucional, durante el segundo gobierno de Fernando Belaúnde, entre los 1980 y 1982. se efectuó una nueva purga de vocales supremos y la destitución posterior de más de doscientos magistrados. Ramos Núñez señala:
Un protagonista de ese proceso, Felipe Osterling, sostenía: “Dos criterios quedaron previamente en claro; que la decisión tenía carácter político y no jurídico, y que debía ser adoptada en conciencia, lo que equivalía a decir que era un voto de conciencia política”. En tanto que Luis Pásara aseguró que esas ratificaciones tuvieron claramente un criterio político para no ratificar a los magistrados considerados velasquistas.[8]
4. Disolver, disolver
Apenas 10 años después, el 5 de abril de 1992, el ingeniero Fujimori dijo lo siguiente:
La administración de justicia ganada por el sectarismo político, la venalidad y la irresponsabilidad cómplice, es un escándalo que permanentemente desprestigia a la democracia y a la ley. El país está harto de esta realidad y desea soluciones. Quiere un sistema de administración de justicia eficaz y moderno, que constituya plena garantía para la vida ciudadana. No quiere más feudos de corrupción allí donde debiera reinar una moral intachable.
Y más adelante, congruente con esa mirada, ordenó disolver al congreso y “reorganizar totalmente el Poder Judicial, el Consejo Nacional de la Magistratura, el Tribunal de Garantías Constitucionales, y el Ministerio Público para una honesta y eficiente administración de justicia”.
Esa intervención originó nuevas destituciones y la instalación de una Comisión Ejecutiva que, en la práctica, gobernaba y dirigía al Poder Judicial.
Concluido el régimen de los 90, el Consejo Nacional de la Magistratura procedió, conforme a las reglas diseñadas en la Constitución de 1993, a ratificar a los magistrados de todos los niveles. Como se sabe, pero ahora en democracia, nuevamente se cesó sin expresión de causa a centenares de jueces, ocasionando la interposición de demandas, algunas de las cuales terminaron con Acuerdo Amistoso en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y, luego de ello, con el cambio de criterio del Tribunal Constitucional, amparando a los jueces destituidos y exigiendo que las resoluciones de no ratificación fueran debidamente motivadas.
Lo expuesto solo demuestra la debilidad institucionalidad del Poder Judicial y su falta de energía para combatir los embates externos que la debilitan.
[1] La edición de la que me valgo es la de Editorial Universitaria 1970, Lima.
[2] Gálvez, José Francisco. La historia del derecho en el Perú (2008). Lima: Fondo Editorial de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega, pp. 109-110.
[3] Ramos Núñez, Carlos. Historia de la Corte Suprema (2019). Lima. Poder Judicial del Perú, p. 83.
[4] Libros de acuerdos No 1 de la Corte Suprema. Años 1825-1846. En: Matías León, José. 1930. La disolución del Poder Judicial. (1936). Lima, p. 15.
[5] Las expresiones de El Comercio, 6 de setiembre de 1930, están recogidas en el libro citado de Matías León. De paso, ellas contrastaban con la opinión que el mismo diario lanzaba el 27 de 1895, caído el régimen del mariscal Cáceres: “Sería una injusticia clamorosa pedir á nadie cuenta de los delitos políticos que se han cometido en el Perú durante los últimos tiempos. Lo equitativo, lo provechoso para el país es echar un velo sobre ese pasado para evitar las recriminaciones que pudiera producir el imprudente deseo de escudriñarlo”. Ob. cit., p. 42.
[6] García Rada, Domingo. Memorias de un juez (1978). Lima. Editorial Andina S.A., p. 211.
[7] “La dictadura –dice Ramos Núñez– exactamente igual como había ocurrido en anteriores gobiernos autoritarios –y muchos democráticos también–, se trazó como objetivo el control hegemónico de la judicatura”. Ramos Núñez, Carlos. Historia de la Corte Suprema (2019). Lima. Poder Judicial del Perú, p. 509.
[8] Ramos Núñez, Carlos. Ob. cit., p. 511.