El día que suspendieron al juez López Albújar por absolver a un acusado de adulterio [lea aquí el fallo]

El famoso cuentista fue suspendido de su cargo de juez por prevaricato.

Enrique López Albújar (Lambayeque, 1872-Lima, 1966) es uno de los más grandes exponentes de la corriente indigenista. Fue escritor, poeta y juez. El destacado cuentista estudió derecho en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y es ahí donde su pasión por la escritura floreció.

No obstante, la profesión de juez le dio un nuevo sentido a sus escritos. De su experiencia en la judicatura de Huánuco (1917-1923) nacieron sus Cuentos andinos (1920), obra cumbre de la narrativa latinoamericana.

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El 1917, Enrique López Albújar fue suspendido de la función judicial, por tres meses, por el presunto delito de prevaricato. Ello debido a que absolvió a un imputado por el delito de adulterio, tras considerar que por más inmoral que resulte este hecho, la regulación del adulterio en el Código Penal es «anacrónica y fruto de los prejuicios de las sociedades educadas en el concepto erróneo de la expiación del delincuente y en el sacramental del matrimonio». Bajo esa consigna, el juez López Albújar señaló que es «deber del juez no aplicar [el delito de adulterio] para que así se derogue y se imponga la necesidad de su reforma».

En sus memorias se revelaría lo que el escritor pensaba de la sanción.

…¿Era acaso, una injusticia o un abuso del superior, algo de que pudiera yo agarrarme para justificar mi insólita actitud de juez idealista e innovador? ¿No estaba saltante el prevaricato cometido por mí? ¿No me había detenido yo mismo a recalcarlo en uno de los considerandos de la sentencia? ¿No es prevaricar decir: «cierto que él adulterio está probado legalmente, pero como en el caso presente la ley es injusta, pues se trata de un hecho que a mi juicio no es delictuoso, me abstengo de aplicarla y absuelvo a los acusados?

Tenía que resignarme, que someterme a las consecuencias que yo mismo había provocado; sacrificarme en honor a mis principios, sin descender a la bajeza del arrepentimiento que habría maculado mi conciencia. No iba a decirle a la Corte Suprema, como disculpa, que me había equivocado, ni a pedirles reconsideración a quienes por la fuerza de la rutina legalista están siempre obligados a no darla. Mi dignidad de hombre antes que la de juez valía para mí más que esa pena y los tres sueldos que con ella dejaba de percibir.

Jorge Lira Pinto, académico experto en derecho constitucional comparado, descubrió el siguiente fallo:

FALLO EMITIDO POR EL ESCRITOR ENRIQUE LÓPEZ ALBÚJAR EN UN JUICIO POR ADULTERIO

En el juicio seguido por doña Sara Hidalgo de Peña contra don Sebastián Peña y doña María Astete de Castillo por el delito de doble adulterio, se ha expedido la siguiente sentencia:

Vistos y apreciando: Que presentada la querella de fs. 1 y admitida por auto de fs. 5, se formalizó el juramento de calumnia; que prestadas las instructivas de los acusados, se mandó recibir la causa a prueba por auto de fs. 17; que ofrecidas por la querellante en parte de prueba las cartas de fs. 32 a 39, se las admitió como tal y se ordenó su reconocimiento, de cuyo mandato se pidió reposición por el acusado Peña, la que le fue denegada; que apelado este auto, se confirmó por el de vista de fs. 55 v.; que habiéndose reanudado la actuación de las pruebas interpuso el querellante Peña a fs.

Prescripción; que declarada infundada ésta por auto de fs. 66 vuelta; que habiendo pretendido la querellante, no obstante haberse vencido el término probatorio, que se actuaran algunas de sus pruebas, su pretensión fue rechazada por auto de fs. 91, que se confirmó por el de vista de fs. 100 v.

Considerando:

Que desde el punto de vista legal el adulterio está simplemente acreditado con las declaraciones de fs. 83 de la testigo Filomena Celis, quien por la circunstancia de haber sido empleada de Peña durante mucho tiempo, ha estado mejor que nadie en condición de conocer las intimidades del hogar en que servía, dándole, por consiguiente, fuerza de veracidad a su dicho; que aun cuando de las demás declaraciones no se desprende cargo alguno contra los acusados, pues todas se basan en simples referencias y conjeturas, éstas unidas a la de la testigo Celis, que ha dicho «que los ha visto (a los acusados) durmiendo en una misma habitación en donde no había sino una sola cama».

Esto constituye según las reglas de la lógica prueba suficiente para deducir de ella el concubinato ilícito de los acusados; que si bien es cierto que la prueba conjetural sólo tiene como valor en el sumario, esto no puede referirse a juicios como el presente en el que no lo hay y el que por su tramitación especial se asemeja al juicio civil ordinario, en los que dicha clase de prueba debe ser apreciada con sujeción a las reglas de la crítica.

En cuanto a la prueba instrumental de fs. 22 a 39, consistente en las diecisiete cartas presentadas por la querellante, no existiendo en ellas ningún término o expresión que demuestre claramente las relaciones ilícitas de los acusados, su mérito probatorio es impertinente, pues por ellas no se comprueba sino la plena confianza que tenía Peña, respecto de sus negocios, en la Astete, hecho que no repugna con la honestidad ni con las buenas costumbres, ni menos puede ser causa de apreciación desfavorable para los acusados; que en atención a lo actuado en este juicio y a lo prescrito en los artículos 264 y 265 del Código Penal, la única consecuencia legal sería la condena de los codelincuentes[1].

Pero considerando: Que si el fin de la penalidad es el restablecimiento del orden social perturbado, cuando el hecho que se juzga no lo perturba en realidad, la aplicación de la pena carece de objeto y se toma injusta; que como en el presente caso el hecho de que se trata es un adulterio -hecho que por su naturaleza a un orden privado e íntimo- invocar esa perturbación como fundamento de castigo sería incurrir en una inconsecuencia y en una ironía.

Debido a que no puede haber alteración de orden social ahí donde el hecho que se juzga es tan común que a nadie escandaliza y de cuya complicidad o tolerancia todos son responsables; que si el fin del matrimonio es hacer vida común y reproducir la especie mediante un compromiso legal basado en la felicidad, el mejor medio de solución no es la pena sino el rompimiento del pacto o el perdón del ofendido, pues con aquella se mata toda esperanza de reconciliación -prevista por la ley- se destruye de hecho un hogar y se infama no solamente al culpable sino también a los hijos, que han de ver en todo momento en uno de sus padres la causa de su infamación, lo que es profundamente inmoral y disociador; que si el único perjudicado y directamente ofendido por el adulterio es el cónyuge del adúltero, razón por la que el ministerio público, personero de la sociedad, no interviene en esta clase de hechos, su comprobación no debería tener más fin que la indemnización de una obligación de hacer, contraída en virtud del contrato civil, tácitamente celebrado, ella no puede ser materia de una sanción penal sino de la responsabilidad prevista en el artículo 213 del Código Civil; que desde que las prescripciones de nuestro Código Penal sobre el adulterio son anacrónicas, parciales y fruto de los prejuicios de las sociedades educadas en el concepto erróneo de la expiación del delincuente y en el sacramental del matrimonio, es deber del juez no aplicarlas para que así se deroguen y se imponga la necesidad de su reforma; que si tratándose de la pena de muerte, la práctica de nuestro tribunales de justicia, inspirados indudablemente en el sentimiento público, ha concluido por abrogarla, tratándose de la que le corresponde al adulterio no hay razón para no hacer con ella lo mismo; que la circunstancia de ser este delito redimible por el agraviado demuestra claramente que la sociedad no tiene mayor interés en castigar a los culpables, el juez, en todo caso no debe mostrarse más interesado que la sociedad misma, ni debe olvidar que el espíritu humano es un compuesto de flaquezas; que, por último, si en los retrasados e intolerables tiempos de la predicción evangélica el hombre más grande y más justo de la humanidad acogió y perdonó públicamente a las pecadoras a las adúlteras, condenarlas en estos tiempos de radiante civilización, en que todo se discute y se impugna, sería pretender enmendar la obra de Jesús y ofender el espíritu de justicia y de tolerancia del siglo;

Por estos fundamentos, administrando justicia a nombre de la Nación,

Fallo: absolviendo a los acusados Sebastián Peña y María Astete de Castillo del delito de doble adulterio.

Y por esta mi sentencia, definitivamente juzgado en primera instancia, así lo pronuncio, y firmo en Huánuco a los 29 días del mes de diciembre de 1917.-(fdo) Enrique López Albújar.


[1] López Albújar juzgaba con el Código Penal de 1862, en vigencia entonces. Este señala en el Art. 264 que: «La mujer que cometa adulterio será castigada con reclusión en segundo grado. El codelincuente sufrirá confinamiento en el mismo grado». Y el Art. 265 establecía: «El marido que incurra en adulterio teniendo manceba en la casa conyugal, será castigado con reclusión en segundo grado; y confinamiento en primer grado, en el segundo caso».
En estos dispositivos encuadraba el delito. Cf. Código Penal Peruano (1862), Sección Octava, De los delitos contra la honestidad, Título I, Del adulterio, Arts. 264 y 265. (R.E.C.)

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