Don Fernando de Trazegnies, por invitación de la Comisión de Estudio y Análisis del Derecho Procesal de la Corte Superior de Justicia de Lima, fue el panelista principal de la conferencia intitulada «Ciriaco de Urtecho: Litigante por Amor». En esta exposición, el jurista hace gala de un profundo afán humanístico al relatar las peripecias que le significaron el hallazgo y obtención del expediente que luego daría origen a una de las obras jurídicas más bellas: Ciriaco de Urtecho, litigante por amor. Reflexiones sobre la polivalencia táctica del razonamiento jurídico (PUCP, 1995).
Fernando de Trazegnies Granda es miembro de número de diversas instituciones académicas como la Academia Peruana de Derecho, la Academia Peruana de la Lengua, la Academia Peruana de Historia, del Instituto Peruano de Investigación Genealógicas, la Real Academia Española de la Lengua, entre otros entes a nivel nacional e internacional. En mérito a sus grandes contribuciones académicas, la URP le hizo entrega del doctorado honoris causa en setiembre del 2015. Fue canciller de la República del año 1998 al año 2000. Ha desarrollado una nutrida actividad pública y docente. Actualmente es profesor principal en la Pontificia Universidad Católica del Perú.
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Hemos transcrito la primera parte de la ponencia, y al final les dejamos el vídeo que contiene la conferencia completa.
Lo que me gustaría es compartir la experiencia de una exploración histórica de un expediente judicial, que comenzó accidentalmente, y que sin embargo, me abrió muchos caminos para una reflexión crítica sobre el derecho. Quisiera pues, contarles, los azares, los avatares y los desarrollos posteriores de una investigación sobre un litigio del siglo XVIII, en el que una suerte de solitario héroe jurídico, lucha contra la injusticia tratando de conseguir judicialmente la libertad de una esclava.
Es interesante señalar las circunstancias absolutamente fortuitas en que puede iniciarse una interesante investigación. Me encontraba en Cajamarca, invitado por las cortes superiores del norte del Perú, para participar en un taller de extensión para jueces y vocales. Cumplidas mis clases, debía regresar a Lima donde me esperaba un compromiso familiar. Sin embargo, dado que, en ese entonces, los vuelos entre Cajarmarca y Lima no eran regulares, el avión no se apareció esa madrugada en los cielos cajamarquinos. No me quedó más remedio que esperar al día siguiente. Regresé del aeropuerto a la ciudad frustrado, y de bastante mal humor.
Con la idea de aplacar mi irritación, algunos de mis colegas, me indicaron que Cajamarca tenía un Archivo Departamental que podría ser interesante revisar. Pero era día feriado, y por tanto el Archivo se encontraba cerrado. Fui a buscar al director, y único funcionario, hasta su casa; y le pedí que hiciera una excepción y me permitiera la visita. El señor Evelio Gaitán, una persona de primera, a quien le estoy muy agradecido, me adujo que tenía también compromisos con su familia para esa mañana. Finalmente, logré convencerlo de que me dejara ingresar al Archivo y me encerrara con llave, solo en ese pequeño ambiente, abrumado por estanterías, de las cuales rebosaban cuadernillos y por rumas de papeles que esperaban ser clasificados, y que se encontraban esparcidos sobre las mesas y en todas partes del suelo.
Obviamente, me comprometí, como buen amante de los documentos antiguos, a tener el mayor cuidado posible. Eran las nueve de la mañana. Le advertí al director del archivo, que cuatro horas más tarde, me viniera a abrir la puerta, para salir. Porque indudablemente, estaría con un hambre notable y no quería pasar por una crisis claustrofóbica-famélica. Fue una mañana deliciosa, que viví casi sin darme cuenta del tiempo. Sumido en los expedientes judiciales y en los protocolos notariales, comprendí entonces la psicología del ratón, que encerrado en su hueco, devora papeles con fruición en forma incontinente.
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Encontré una gran cantidad de sucesos pintorescos, registrados en esas carpetas, por ejemplo, discusiones sobre la propiedad del asno que utilizaba en el siglo XVIII el cura párroco, para trasladarse a asistir a los moribundos. También pleitos sobre el uso de las asequias de regadío. Inclusive algún juicio discreto de filiación, motivado por algún pecadillo. Pero casi al final de la mañana, di con una expediente, de unas 50 fojas, en el que un español pobre demandaba a un comerciante del lugar para que le vendiera a su esclava mulata. Y la razón que daba para esta exigencia era muy contundente: “Se da el caso señor corregidor –le dice a quien hace de juez–, que esta su esclava, es mi mujer”.
Como es fácil imaginar, cuando llegó el director del Archivo, le pedí que me hiciera una copia fotostática del documento. Eran unas treinta o cuarenta páginas. Lamentablemente, el Archivo no contaba, en ese entonces, con fotocopiadora. Los expedientes no podían salir del archivo, y en todo caso, siendo día feriado, la única fotocopiadora abierta al público se encontraba en una tienda de abarrotes al otro lado de la ciudad. De propiedad de un chino, que además de vender verduras, daba también este servicio, todavía escaso, en una población de provincia en los años ochentas.
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Utilizando mi información jurídica en la forma más perversa, convencí al simpático director, que él era el archivo y que, mientras él tuviera en sus manos el documento, este no habría salido del archivo. Por cierto, él entendió que esto era una broma. Pero aceptó llevar el expediente en sus manos hasta la fotocopiadora y luego traerlo de regreso. Fue así como caminamos juntos hasta la bodega del chino, con el documento en la mano del directo que, en ese momento, era el Archivo mismo. Y fue el director del Archivo el único que manipuló el expediente para el fotocopiado. Con el tesoro de estas copias en mi poder, regresé al día siguiente a Lima y me puse a trabajar en la paleografía.
Me gustaría contarles lo que contenía ese expediente, y para ello debemos comenzar por los hechos del caso. El demandante del fascinante juicio era Ciriaco de Urtecho, quien reclamaba a Juan de Dios Cáceres, que le venda a su esclava mulata. Aduciendo, que él era el marido de ella, y que quería comprarla para ahorrarla (que quería decir, liberarla de la esclavitud). Era realmente su mujer, estaban casados por la Iglesia y todo. Querían llevar una vida familiar normal.
[Continúa…]