Los derechos fundamentales «en boga»

Al grano. Llama a sospecha que los autores que se reclaman de «vanguardia» siempre terminen hablando de derechos fundamentales cada que defienden o atacan una causa. Pareciera que estos derechos –apellidados con semejante palabrota– lo abarcaran todo y todo nos remitiera a hablar de ellos. Así, surge la necesidad de cuestionar esa mañosa predisposición a apelar de manera genérica a los derechos fundamentales cada que se quiere ganar un conflicto de intereses, como si su sola invocación le imprimiera a nuestras pretensiones una fuerza justificadora, cual si se trataran de los más altos peldaños del progreso moral o de los últimos eslabones de la cadena civilizadora.
¿Derecho fundamental al facebook?
Esta necesidad crece al tiempo que vemos cómo la nómina de estos derechos engorda muy rápido. Mi tesis es simple: a medida que se «descubran» cada vez más derechos menor será la fuerza deóntica de éstos, y al contrario, en tanto se reduzca esa gruesa lista, mayores serán sus dosis de exigibilidad.
A esto me refiero cuando escucho hablar del «derecho fundamental al agua potable». Si esto sigue así, en menos de un quinquenio, no me sorprenderá oír a los parlamentarios debatir en torno al «derecho fundamental al internet», o más precisamente, respecto al «derecho fundamental al facebook» (en tanto «motor» de los derechos fundamentales a la información y a la libertad de expresión).
¡Stop!, los derechos tienen un «núcleo duro» in-vio-la-ble
Estos autores van más lejos. Para detener las críticas que denuncian su falta de precisión sacan el concepto de «núcleo duro» de un derecho fundamental como si la cosa esa fuera una evidencia en sí misma. Y es que como nadie puede negar que los derechos (por más fundamentales que sean) pueden ser restringidos en defensa de otros, esos autores dicen que el núcleo duro de un derecho impone un límite claro a las restricciones de ese derecho. Pero el problema sigue: ¿dónde comienza y dónde termina ese núcleo duro inviolable? Y si esa pregunta no tiene respuesta, volvemos al inicio, seguimos sin saber hasta dónde se puede limitar un derecho en salvaguarda de otro, hasta dónde (y en qué casos) puede ser tolerable su lesión.
El neoconstitucionalismo: una perversa teoría
La Constitución, por razones de tiempo y espacio, no puede establecer todos esos límites, por lo que el grueso de ellos se abandona a la ley (que sí tiene tiempo y mucho espacio) y a la interpretación. Ahora, como las sociedades son el reino del desacuerdo, toda vez que allí los ciudadanos discrepan fuertemente, entre otras cosas, sobre cómo y hasta dónde se puede limitar un derecho fundamental, hemos inventado el parlamento para que, respetando determinadas reglas de juego, zanje provisionalmente las diferencias vía el procedimiento democrático. Así de sencilla fue la cosa.
Sin embargo, una perversa teoría ha venido a denunciar que los parlamentos a menudo se equivocan cuando limitan derechos fundamentales, por lo que éstos deberían ser vigilados por una camada de «jueces constitucionales» que, Constitución en mano, debe invalidar sus decisiones. Nadie dice que los congresos no se equivocan, al contrario, lo hacen y a veces con premeditación y de muy buena gana. Pero de ahí no se puede colegir que un órgano contralor garantice la corrección que esa teoría pretende o que ese órgano vaya a trabajar imperturbable a las corrupciones del legislador. Solo nos dice que habrá una nueva oportunidad para repensar la decisión y que ese repensar puede mejorar o empeorar la decisión. Así como los parlamentos pueden equivocarse, también pueden hacerlo los «jueces constitucionales».
El problema radica en algo que los académicos –sobre todo neoconstitucionalistas– se niegan a aceptar: que esa élite de jueces, en último término y en los llamados casos difíciles, no tienen con qué evaluar la constitucionalidad de una ley si es que no es con sus propios criterios. La Constitución contiene muy pocas limitaciones y estas no alcanzan para cubrir todos los problemas que se presentan en el día a día. De esto tenemos que inevitablemente, cuando la Constitución no tiene las respuestas (como pasa las más de las veces en asuntos polémicos que llegan a los tribunales constitucionales o cortes supremas), los jueces se ven condenados a hacer política y tomar decisiones «con criterio de conciencia».
La opción menos mala
Entonces, si la Constitución no tiene todas las respuestas, se erige la pregunta de quién debe hacer el trabajo de fabricar esas respuestas. Tanto los jueces constitucionales como el parlamento no tienen en qué ampararse sino en sus criterios para tapar los vacíos que no puede cubrir la Constitución, aunque ambos bandos digan, no sin caer en demagogia, que ellos actúan conforme a los principios que ha dibujado el poder constituyente. En ambos lados el error está latente. Y al final, en ambos órganos se avizora el inevitable sendero político (¡ay de aquel que crea que los tribunales constitucionales del mundo son órganos técnicos y no hacen política, incluso en el peor sentido de la palabra!).
Ante esa complicada situación, la opción menos mala, la más soportable para los ciudadanos, es la del parlamento. Eso digo. Y digo la más soportable porque finalmente se trata de lo que deciden los legisladores que los mismos ciudadanos han elegido y a los que podrán sancionar con la no reelección y otras medidas. Así, entonces, las limitaciones de un derecho fundamental deben echarse sobre la espalda del órgano democrático, de ese órgano en el que las indistintas fuerzas políticas están representadas para bien o para mal. Allí los ciudadanos representados discuten, polemizan, hacen alianzas, rompen acuerdos, etc., y finalmente toman una decisión correcta o errada (una decisión deslegitimada seguramente tal como andan las cosas en nuestro parlamento), pero, eso sí, más legitimada que la que sacarían los «jueces constitucionales»[1].
Si en democracia nada es verdad ni mentira, ¿hay que hacer lo que diga la mayoría?
Entonces, visto el tema de quién debe recortar un derecho fundamental, toca ver cuál es el criterio para evaluar hasta dónde se puede reducir ese derecho. Así, sale al frente el concepto de «núcleo duro»: un derecho puede limitarse hasta donde sea posible siempre y cuando no afecte su núcleo duro. El problema sigue: ¿cuál es el núcleo duro de un derecho?, ¿cuáles son sus dimensiones?, ¿cómo y cuándo sabemos que lo hemos afectado? Y es en este punto que necesitamos un criterio que nos permita fijar los linderos de ese concepto. Y la fijación de esos linderos es algo sobre lo que se ha escrito poco, y cuando se ha escrito, se ha dicho poco, muy poco.
Como los derechos fundamentales son un producto histórico y no algo que se «descubre» con la ayuda de Dios, de la razón o de la naturaleza, creo que debemos dirigir la mirada, nuevamente, a los ciudadanos, a los protagonistas de la historia. Nadie tiene la respuesta por más sabio y diligente que se pretenda. Todos los ciudadanos tienen una concepción del mundo respetable, tan valiosa como la de sus vecinos. Si permaneciéramos en el estado de cosas en el que cada quién hace lo que le apetece según su querer, la convivencia sería imposible. Para convivir necesitamos zanjar momentáneamente nuestras diferencias, necesitamos decisiones que dirijan la acción colectiva. Y la respuesta colectiva menos mala solo puede darla la democracia, esa herramienta que sirve para tomar decisiones cuando todos discrepamos sobre la manera correcta de vivir y organizar nuestra convivencia. Es en el procedimiento democrático donde tanto la opinión de Mario Vargas Llosa y la del vecino de la esquina se ponen en pie de igualdad para discutir y convencer a sus semejantes en aras de tomar una decisión grupal.
Hasta aquí las primeras reflexiones. Volveremos con la segunda parte de este trabajo.
[1] Ciertamente el tema es mucho más complejo y se necesita de más tiempo y espacio para sostener la ilegitimidad democrática del control de constitucionalidad. Pero dado que el tema es otro, aquí solo estamos dando pequeñas pinceladas.




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