El 4 de agosto de 1821, el general don José de San Martín creó la Alta Cámara de Justicia en Lima, a los cinco días de haberse declarado la independencia del Perú. Siempre con una visión libertaria y convencido de que la libertad de los pueblos se garantiza mediante la independencia de los administradores de justicia.
Luego de 150 años, el presidente de facto del llamado gobierno revolucionario, Juan Velasco Alvarado, dictó el Decreto Ley 18918 (3 de agosto de 1971). Mediante este designó el 4 de agosto como Día del Juez. Conmemorando así la instauración del primer órgano encargado de impartir justicia en el Perú Republicano.
Así, la autonomía e independencia del Estado surge como elemento central, aportando al estado constitucional de derecho un control efectivo del poder y protección de los derechos fundamentales de las personas.
Sin embargo, los lamentables hechos conocidos por todos, en el caso de Los Cuellos Blancos de Puerto», nos ha mostrado la desprotección que ha tenido la ciudadanía frente al abuso del poder y a la vulneración de sus derechos fundamentales. Ha expuesto la falta de valores éticos de dichos servidores públicos, incompatibles con el alto deber asumido frente a nuestro país. Primaron los intereses y apetitos personales de poder que desmerece cualquier tipo de mérito académico alcanzado por esa conducta reprochable.
A días de celebrarse el Día del Juez, debemos reflexionar acerca del trabajo que realizamos diariamente y del rol que debemos asumir frente a la sociedad peruana. Cambiar esa imagen pésima que han dejado esos malos jueces, que han hecho que en el imaginario colectivo el Poder Judicial sea considerada una institución no confiable, poco trasparente y con poco compromiso cívico.
Todo lo que hagamos para mejorar ese imaginario social será importante. Debemos comenzar a desterrar esas conductas impropias. En una persona que no realiza esa función pasarían a ser lesivas al urbanismo, pero al ser ejecutadas por un juez cobra una dimensión totalmente trascendente. Por el sujeto que las comete y a quién la sociedad requiere enrolarlo como practicante de virtudes públicas y hasta sin vicios privados en todo tiempo sean ellas en sus “comportamientos públicos” o “privados de trascendencia pública”[1].
Como lo describe el profesor argentino Andruet[2] en todos los poderes judiciales cohabitan jueces. Esto puede llevar a que cualquier ciudadano se pregunte si el resto de la magistratura será igual. A ese que tienen identificado por algunas debilidades que a los magistrados se les puede reprochar, y que conforman el bestiario judicial que muestra desde jueces temerosos a violentos, de conductores alcoholizados a formalistas extremos, de mentirosos a cultivadores del vedetismo, a maltratadores, acosadores de colaboradores, de copistas o mal educados a doctos pugilistas, de aprendiz de estafador, de ladronzuelos de baratijas a jueces exorcisantes, misóginos a otros activos participantes en las redes sociales. Otros hacen las impostaciones de lujo y elegancia en su modo de mostrarse, o jueces que roban energía eléctrica a aquellos que alivian su labor firmando hojas en blanco.
Teniéndose la idea errónea que mientras esas conductas impropias no tengan el rango de delitos y sean perseguibles penalmente resultan solo situaciones remediables por los correctivos previstos. Cabe reflexionarse que al ciudadano común no le interesa si la remediación a esa conducta sea por una sanción disciplinaria. Sino que este desea que en la praxis judicial se haga sentir el peso de la falla que se ha cometido y el quiebre que con ello se ha causado a la confianza pública.
Para ello su publicidad se ha convertido en medio importante. Debiendo por ello asumir los jueces un liderazgo ético[3] que implica desterrar la idea equivoca que esta responsabilidad se agota en los despachos judiciales y que culminado el horario de trabajo puede disfrutarse de la vida como cualquier otra persona. Compartiendo reuniones con gente de dudosa reputación. Que se pueda decir libremente lo que se piense. Que promuevan o participen en reuniones de discutible seriedad. Que puedan socializar en las redes sociales sin el mayor cuidado o recato, o terminar envuelto en escándalos sexuales en night clubs o con prostitutas. Entre otras tantas cuestiones, que los jueces nos encontramos privados de ejecutar por este importante cargo que se ejerce y por ese liderazgo ético que debemos asumir.
Constituyéndose la vida de un juez cuando se entiende que tiene algunas privaciones. Al saberse que no se puede concurrir a algunos lugares vedados, personas y hasta ver restringida su propia libertad de expresión. Es así que para los que asumimos esta función, y tenemos consciencia de la misma, debemos imponernos controles propios en nuestra vida pública y privada con trascendencia pública que nos convierta en una persona ejemplar e imitable. Porque considero que un juez apartado de la ética se encuentra debilitado para ejercer a cabalidad su función como tal.
La labor del juez no es fácil, sino sumamente ardua, prolija y delicada, llena de tensiones, crispaciones y presiones. Sometida a mucha crítica social. Su labor discurre entre las posiciones fuertemente antagónicas de las partes procesales. Y no sólo estas ejercen presiones sobre él, sino que también los actores económicos, políticos, sociales, medios de comunicación, opinión pública en general, en algunos casos.
Entonces, los jueces tenemos que actuar con el liderazgo ético descrito. Con independencia, neutralidad, conocimiento, oportunidad, certeza y prudencia. De tal manera que su decisión resuelva inmediatamente el conflicto jurídico y no se suspenda, ni se traslade su solución a mecanismos de debate público en los medios de comunicación o a espacios de justicia informal.
Principalmente en la actualidad, donde hay un escrutinio ciudadano permanente sobre la actividad pública y en la que existe una profunda crisis de legitimidad de las instituciones que nos alcanza a los jueces. Las encuestas de sondeo público son más que elocuentes. Es necesario, pues, reconstruir la confianza de la sociedad en sus instituciones. En caso del Poder Judicial se ha visto perjudicada por la acción de algunos malos magistrados que han hecho de esta honorable función, una opción laboral reñida contra la moral y contraria a la defensa de los valores democráticos que, como jueces, estamos obligados a proteger. Y se debe seguir sancionando y separando, sin contemplación de ninguna índole, para de esa manera ir recuperando los niveles de aprobación y la confianza ciudadana. Pero debe ir de la mano con el liderazgo ético que asumamos cada uno de nosotros, los propios jueces.
Debemos considerar que nuestra integridad nació y se formó en los hogares de donde procedemos. Los valores y principios inculcados en nuestra niñez por nuestros padres se reflejan en cada acto de nuestra vida, ya sea laboral como miembros del Poder Judicial o como integrantes de una comunidad. Siendo esa integridad ese escudo que sirve de ejemplo, porque nuestras conductas se convierten en los paradigmas de los adolescentes, de los estudiantes de derecho y de los nuevos abogados que empiezan a relacionarse con el sistema de justicia. Ellos nos toman como referentes para su actuación profesional; aunado a la preparación académica sólida es la herramienta que le da voz a nuestras resoluciones. La integridad sola no sirve si se resuelve de manera equivocada afectando el derecho del litigante, que recurre al sistema de justicia en busca de alcanzar la tutela procesal efectiva.
El Juez íntegro y preparado no tiene miedo de plasmar sus ideas en el papel, porque sabe que estará vinculado a sus pensamientos y posiciones doctrinarias en el desarrollo de su labor diaria. Que mejor garantía para la administración de justicia y para la predictibilidad de las resoluciones judiciales que la población conozca la posición clara y contundente de un juez acerca de determinado tema. Estemos de acuerdo o no con esta interpretación, siempre que se encuentre debidamente sustentada, será una clara señal de la existencia de un magistrado imparcial, que ejerce su labor con estricto respeto de la constitución y del conjunto del ordenamiento jurídico.
Aunado a ese liderazgo que debe ejercer en su despacho, frente a sus colaboradores y ante su comunidad. Un juez sin cualidades de liderazgo no puede desempeñar su función a cabalidad, sin olvidarnos, que el liderazgo implica sabe cuando guiar y también sabe cuando ceder y escuchar. Un buen líder sabe obedecer a sus superiores, pero tiene la obligación de expresar y mantener su posición ante cualquier viso de arbitrariedad.
Por otro lado, se debe buscar el respeto de la investidura y a la dignidad del Juez, por parte de la propia institución, no generándose desigualdades entre los jueces de las diversas instancias, como por ejemplo, destinándose la mayor parte del presupuesto institucional a comodidades como vehículos lujosos, cursos en extranjero o incrementos remunerativos ocultos para los jueces supremos, que nunca llegarán a las otras instancias, porque eso genera desunión y además refleja que no se tiene una visión del rol real que cumplen las máximas autoridades, que no gobiernan únicamente para los que lo eligieron, sino para todo el Poder Judicial y deben observar una visión institucional de mejorar este Poder del estado en un plazo mediato, que pueda ser continuado por sus sucesores y destinándose la mayor parte del presupuesto para reforzarse la atención a la población que se brindan en las instancias inferiores, procurándose darse una atención adecuada, pensándose en el litigante de la zona más alejada de nuestro país, que pueda más adelante aspirar a que su proceso pueda ser consultado por internet a través del Sistema Integrado Judicial (SIJ) y al igual que todas las judicaturas del país.
La solución a este problema de muchos años no pasa solamente por la creación de más órganos jurisdiccionales o el incremento de personal. Se requiere de jueces que aporten soluciones creativas e innoven sus sistemas de trabajo, no procurando un rédito personal, sino que contribuyan de manera inmejorable a elevar el concepto que la población tiene de la imagen del Poder Judicial.
Insisto, la integridad del juez y el respeto a su investidura son elementos inherentes a nuestra función. Debe asumirse el compromiso personal de mantenernos íntegros como el primer día que ingresamos a la carrera judicial y preparados como si fuese el último. No esperemos siempre el reconocimiento público por lo hayamos podido realizar, sino sentirnos bien cada día de la labor y esfuerzo que hemos desplegado durante el día en beneficio del justiciable y que nos permita dormir tranquilos todas las noches.
Por ello, se nos exige ejemplaridad, perfección moral para juzgar las conductas de los ciudadanos. Es como el maestro: que uno tiene admiración, con alguien que da ejemplaridad. Pero, ¿estamos dispuestos a ser ejemplos de la sociedad? Pienso que cada uno de nosotros debe responder a esa pregunta con honestidad y transparencia, buscándose si así lo decidimos en adelante, ser mejores jueces, construyendo ese liderazgo ético para así denotarlo; con ello, no me estoy refiriendo a que exista en papel un código de ética de pura apariencia, sin ética practicada por parte de los que están obligados a seguirlo, sino al contrario, que los jueces nos convenzamos de nuestro rol e interioricemos estos[4], asumiendo que debemos imponernos controles propios en nuestra vida pública y privada con trascendencia pública que nos convierta en personas ejemplares e imitable y revierta el panorama actual, devolviéndose a futuro esa confianza perdida a los ciudadanos.
[1] ANDRUET, Armando Segundo. Ética judicial. Astrea SRL. Buenos Aires 2018, 15 p.
[2] ANDRUET, Armando Segundo, op. cit. 15-16 p.
[3] Como sostiene adecuamente Armando ANDRUET citado anteriormente.
[4] Debiendo observarse que la ética judicial, apela principalmente a la conciencia del juez para racionalmente comprometerlo en su excelencia, rechazando en el ser y el parecer la alternativa del mal o mediocre juez. VIGO, Rodolfo Luis. Ética y responsabilidad judicial. Rubinzal-Culzoni Editores. Santa Fe 2007, 55 p.