¿Cómo imputar adecuadamente el «contexto de violencia familiar» exigido por el art. 108-B del Código Penal?

El presente artículo es parte de un trabajo mayor que estamos preparando sobre los delitos de violencia contra las mujeres e integrantes del grupo familiar. En tal sentido, agradeceríamos que cualquiera duda, comentario, discrepancia o crítica que los lectores estimen pertinentes, nos las hagan llegar al correo electrónico: [email protected]. Estaremos gustosos de atender a todos en la medida de nuestras posibilidades y de corregir todo lo que fuese necesario.

Sumario: 1. Introducción. 2. Tres tesis erróneas en relación al concepto de «violencia familiar». 2.1 El concepto de «violencia familiar» a partir de la definición de violencia propuesta en la «Guía de evaluación psicológica forense» del Ministerio Público. 2.2 El concepto de violencia familiar extraído por oposición al concepto de «conflicto familiar» o «disputa conyugal» (casación civil n. ° 246-2015-Cusco). 2.3. El concepto de violencia familiar propuesto por Rivas la Madrid y Mendoza Ayma. 3. Propuesta para imputar adecuadamente el «contexto de violencia familiar» en el ámbito penal. 3.1 ¿Cómo conceptualizar adecuadamente la «violencia familiar» para que sea compatible con los supuestos de la ley interna? 3.2 ¿Cómo interpretar cada uno de los componentes del «contexto de violencia familiar» a partir del texto legal? 3.3 ¿Cómo evitar la indeterminación del hecho al momento de imputar el «contexto de violencia familiar»? 4. Resumen. 5. Bibliografía.


1. INTRODUCCIÓN

Por decisión del legislador peruano, para la configuración del delito de feminicidio así como para la configuración de los delitos de lesiones y agresiones contra la mujer e integrantes del grupo familiar, en cualquiera de sus modalidades, se ha requerido que la violencia se realice siempre en el marco de al menos uno de los siguientes contextos contenidos en el artículo 108-B del Código Penal:

  • Violencia familiar
  • Coacción, hostigamiento o acoso sexual
  • Abuso de poder confianza o de cualquier posición que le confiera autoridad al agente, o
  • Cualquier forma de discriminación contra la mujer, independientemente de que exista o haya existido o haya existido una relación conyugal o de convivencia con el agente.

Este artículo se abocará a esclarecer el primero de los cuatros contextos exigidos por la norma penal, dejando para un futuro trabajo el tratamiento de los demás.

La exposición se divide en dos partes fundamentales. En primer lugar, se analizará las principales tesis que intentan definir lo que es violencia familiar en la actualidad, formulando al mismo tiempo las críticas que correspondan. En un segundo momento se formulará una propuesta alternativa de conceptualización que supere dichas críticas. Al final, el lector podrá encontrar un resumen de todo lo expuesto por si desea tener una visión panorámica de los puntos tratados en este artículo antes de proceder a su lectura integral o después de ella.

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Lea también: Desacuerdos conyugales no constituyen violencia familiar [Casación 246-2015, Cusco]

2. TRES TESIS ERRÓNEAS EN RELACIÓN AL CONCEPTO DE «VIOLENCIA FAMILIAR»

2.1 El concepto de «violencia familiar» a partir de la definición de violencia propuesta en la «Guía de evaluación psicológica forense» del Ministerio Público

Según la «Guía de evaluación psicológica forense en caso de violencia contra las mujeres y los integrantes del grupo familiar y en otros casos de violencia» del Ministerio Público (en adelante la Guía de evaluación psicológica forense), la violencia puede ser definida como:

«[E]l uso deliberado de la fuerza física o el poder como amenaza o de manera efectiva contra uno mismo, otra persona, grupo o comunidad que cause o tenga posibilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones en riesgo de la vida (Organización Mundial de la Salud, 2015)»(sic).

Lea también: ‘Guía de Evaluación Psicológica Forense en caso de violencia contra las mujeres y los integrantes del grupo familiar y en otros casos de violencia’

El concepto de violencia que toma la Guía de evaluación psicológica forense, parte de una referencia de tercera mano[1] que se hace en un trabajo de tesis presentado ante la Universidad Nacional Mayor de San Marcos por Adolfo Aguinaga Álvarez («Creencias irracionales y conductas parentales en madres víctimas y no víctimas de violencia infligida por la pareja», 2012).

Aguinaga cita la definición de violencia que se ofrece en el Resumen del Informe mundial sobre la violencia y la salud que hace la Organización Panamericana de Salud (2002), la cual a su vez toma el concepto de violencia del WHO Global Consultation on Violence an Health. Violence: a public health priority, elaborado en Ginebra, por la Organización Mundial de la Salud en el año 1996 (Aguinaga Álvarez, 2012, pág. 27).

O sea, la secuencia es más o menos así: la Guía de evaluación psicológica forense cita a Aguinaga Álvarez, Aguinaga cita a la Organización Panamericana de Salud y esta última se apoya en un trabajo de la OMS, elaborado en 1996.

Pero, ¿qué tiene esto de malo?, pues que además de la falta de rigor académico de no revisar la fuente directa que está a solo un clic en internet, también queda en evidencia que la definición de violencia —posiblemente ya obsoleta— con la que trabaja la Guía de evaluación psicológica forense, no ha sido sometida al más mínimo rigor crítico ni científico. Simplemente se la cita mecánicamente pero sin cuestionar si esta resulta útil de cara a la finalidad de dicho instrumento técnico.

Y es que, nadie niega que sea posible y viable tomar los conceptos proporcionados por la Guía de evaluación psicológica forense como criterios útiles para definir el alcance de los elementos normativos de los tipos penales de violencia de género e intrafamiliar; sin embargo, como mínimo, antes hay que tener en cuenta dos cosas muy importantes para que ello sea legítimo:

  • La Guía de evaluación psicológica forense es un instrumento técnico y no jurídico, por lo tanto hay que filtrar sus conceptos comparándolos con las fuentes originales y siempre con una revisión crítica.
  • Una cosa es tomar los conceptos de la Guía de evaluación psicológica forense para interpretar elementos propios de la psicología forense como daño psicológico, lesión psíquica, afectación emocional, maltrato emocional, etc., y otra cosa es utilizarla para definir conceptos como el de violencia, el cual no solo tiene ya un amplio desarrollo en la dogmática penal, sino que además —en cuanto a las agresiones en contra de las mujeres e integrantes del grupo familiar se refiere— posee una definición aplicada y expresa en normas de carácter jurídico como lo son la Ley 30364 y su reglamento.

Tal vez sea bueno recordar en este punto que la misma Organización Panamericana de la Salud (2002), en el documento que indirectamente (y tal vez inconscientemente) sirvió a los redactores de la Guía de evaluación psicológica forense como referencia para definir la violencia, nos advierte prudentemente que:

«La violencia es un fenómeno sumamente difuso y complejo cuya definición no puede tener exactitud científica, ya que es una cuestión de apreciación. La noción de lo que constituye un daño, está influida por la cultura y sometida a una continua revisión a medida que los valores y las normas sociales evolucionan […] la violencia puede definirse de muchas maneras, según quien lo haga y con qué propósito.  Por ejemplo, la definición orientada al arresto y la condena será diferente a la empleada para la intervención de los servicios sociales […]» (págs. 4-5).

Dicho de otra manera, la violencia es un concepto normativo que se va configurando dentro del marco institucional, a partir de los avances culturales y del reconocimiento progresivo de los derechos fundamentales. Así por ejemplo, hace treinta años, cuando la OMS elaboró el concepto de violencia que cita la Guía de evaluación psicológica forense, definitivamente no existía la misma conciencia de todas las formas que toman las expresiones de la violencia intrafamiliar y de género, tal como lo existe en la actualidad.

Además de ello, conviene recordar que el concepto de violencia que desarrolló la OMS en aquel entonces estaba teleológicamente relacionado más con las políticas públicas de salud asistencial y no en referencia con las políticas de lucha contra la violencia de género o intrafamiliar.

En otras palabras, como los dice la propia OMS, no es posible que se tome un concepto de violencia desarrollado para un propósito específico y utilizarlo para otro totalmente distinto como lo es delimitar el alcance de aplicación de un tipo penal.

Sin perjuicio de todo lo señalado, otro problema muy importante que presenta la definición de violencia que ofrece la Guía de evaluación psicológica forense es el referido a su incompatibilidad con nuestro ordenamiento jurídico.

Nótese, por ejemplo, que el requisito de intencionalidad que exige la Guía evidentemente es incompatible con la definición de violencia familiar contenida en el art. 8.1 de la ley 30364, pues aquella no permite incluir fenómenos igualmente violentos como el maltrato por negligencia, descuido o el daño por privación de las necesidades básicas (originados también por desinterés del autor).

Asimismo, la exigencia de la «fuerza física o el poder como amenaza o de manera efectiva», tampoco permite incluir en el concepto de la Guía de evaluación psicológica forense actos como los maltratos verbales, humillaciones, insultos, etc., que sin ser violencia física o sin poder ser considerados estrictamente como actos de «amenaza», sí son actos de violencia.

Lo mismo ocurre con actos de violencia económica en el marco de relaciones de confianza (o sea allí donde por definición no existen agresiones físicas o relaciones de poder, sino de horizontalidad).

Si todo esto es así, no queda más alternativa que descartar la definición de violencia de la Guía de evaluación psicológica forense como insumo adecuado para definir lo que es «violencia familiar» y buscar un concepto de «violencia» que sea más acorde con las manifestaciones que toma esta en la actualidad y que además se condiga con lo establecido en la normativa jurídica interna.

2.2. El concepto de violencia familiar extraído por oposición al concepto de «conflicto familiar» o «disputa conyugal» (casación civil n. ° 246-2015-Cusco)

La Corte Suprema de la República, en la casación civil n. º 246-2015-Cusco, a efectos de poder definir adecuadamente lo que es «violencia familiar», propone distinguir esta de los conceptos de «conflicto o disputa familiar». Así, el esclarecimiento del primer concepto (conflicto) permitiría entender el segundo (violencia).

En realidad, esta distinción no es nueva, hace mucho que la teoría sociológica distingue entre los conceptos de «conflicto» y «violencia». Esta distinción además se encuentra recogida en la Guía de evaluación psicológica forense en casos de violencia contra la mujer e integrantes del grupo familiar.

Así, como ya dijimos, la violencia se define en la Guía como: « [E]l uso deliberado de la fuerza física o el poder como amenaza o de manera efectiva contra uno mismo, otra persona, grupo o comunidad […]».

Mientras que el conflicto se define como:

«[L]a interacción de personas interdependientes que perciben objetivos incompatibles e interferencias mutuas en la consecución de esos objetivos (Skarlicki y Floger, 1997). El conflicto se produce porque las partes implicadas se empecinan en defender sus posiciones y argumentos, sin ceder ni un ápice en vez de contemplar los puntos en común (Millán, Eugenia y Buznego, 2011)». (p. 23 de la Guía).

Si aceptamos provisionalmente (como hipótesis de trabajo) esta distinción tradicional, las notas características de la violencia parecerían ser la intencionalidad y la asimetría de poder; mientras que las características esenciales del conflicto serían la interdependencia e interferencia mutua.

Sin embargo, una lectura más atenta nos advierte que, si en el conflicto existe una interferencia mutua de los actores, «los que se empecinan en defender sus posiciones»; entonces, el conflicto no puede carecer de intencionalidades.

Además de ello, el concepto de interdependencia propio del conflicto, desde un punto de vista semántico, implica el condicionamiento mutuo de un poder a otro (la satisfacción del interés de uno depende de la renuncia del interés del otro).

Es decir, dos personas están en conflicto porque en un determinado ámbito cada una de ellas tiene el poder de oponerse (interferir) en lo que la otra desea. Hay una alternancia de poder que solo se destruye con el ejercicio de la violencia, precisamente.

En suma, tanto en el conflicto como en la violencia existe relaciones de poder e intencionalidad. Por lo que no es posible diferenciar claramente la violencia  del conflicto, solo a partir de estas dos características.

Dicho de otra forma,  no se puede definir la violencia por simple oposición al concepto de conflicto, porque —como parece evidente ya a estas alturas— no está claro que existan diferencias esenciales entre estas dos categorías que sean opuestas entre sí, sino que ambos conceptos aparecen más bien íntimamente interrelacionados.

Así, en muchos casos, la violencia es simplemente la forma más extrema y repudiable que existe para intentar decidir el destino de un conflicto.

Para mostrar la poca utilidad que tiene el diferenciar entre conflicto y violencia para decidir en qué casos estamos frente a un supuesto de «violencia familiar», basta con poner de ejemplo la propia casación civil n. º 246-2015-Cusco, dictada bajo los alcances de la ley 26260 (ya derogada).

Según los hechos del caso descrito por la Corte Suprema:

«[El denunciante] fundamenta su demanda señalando haber sufrido violencia familiar por parte de su cónyuge L.A.A. quien en fecha veintidós de abril de dos mil trece, siendo las veintitrés horas aproximadamente, en circunstancias que se encontraban en su domicilio ubicado en la Urbanización Ttío del distrito de Wanchaq, luego de sostener una discusión fue agredido psicológicamente por la demandada quien lo echó del domicilio con un colchón y a la calle diciéndole “fuera, esta no es tu casa”, siendo que este tipo de agresiones se dan de manera frecuente. Agrega que las imputaciones se hallan corroboradas con el protocolo de Pericia Psicológica N° 005100-2013-PSC, que concluye que presenta: 1. Maltrato emocional; 2. Reacción mixta ansiosa depresiva concurrente a violencia familiar; 3. Desarmonía conyugal con relaciones inestables y disfuncionales; y 4. Requiere de psicoterapia inmediatamente» (apartado II. 1 de la sentencia casatoria).

Asimismo, en el séquito del proceso, la hija de la demandada (y el demandante), declaró lo siguiente:

«[…] ese día tuvimos una reunión familiar […] lo realizamos cada lunes y mi padre se negó a participar en dicha reunión y a pesar que mi padre no quiso lo realizamos dentro de la habitación de mis padres […] queríamos aclarar algunos puntos, y mi padre quería poner resistencia a la conversación y empezó a ofuscarse y molestarse de lo que decía insultándola a mi madre tratándola de loca, traumada adjetivos que a mí me incomodaron mucho, mientras que el agredía a mi madre yo atine a decirle que se alejara, que guarde respeto a mi madre, las cosas empezaron a ponerse peor ya que defendía a mi madre y me empezó a agredirme verbalmente y decirme que estaba muerta para mí o que debería trabajar…” […] mi madre por defenderme lo [echó] a mi padre de la habitación y empezó a hablar que el colchón donde duermen es suyo y mi madre dijo ya que es tuyo llévatelo y empezó a sacar el colchón y continuaban los insultos hacia mi madre”». (Sic, F. J. séptimo).

Ahora bien, la Corte Suprema resolvió el asunto señalando que:

« Si bien no es cuestión de analizar la denuncia que alega la demandada, sí resulta necesario establecer si la violencia que alega haber sufrido el agraviado se encuentra claramente establecida o si el caso deviene de una situación de conflicto familiar y no constituye propiamente una afectación psicológica que dañe en el tiempo al agraviado. […] no se puede llegar a concluir en definitiva que la agresión que alega el agraviado por parte de la demandada, sea un asunto vinculado a la Ley de Violencia Familiar, sino uno, que si bien se da en el contexto familiar, representa un conflicto en la que no se aprecia relaciones asimétricas o de poder, ni voluntad de causar daño al otro. Se trata de expresiones generadas dentro de la dinámica de un matrimonio en el que se han suscitado lamentables disensiones que perjudican a ambas partes, lo que si bien puede causar problemas psicológicos, ellos no son resultantes de hechos de violencia sino de desacuerdos conyugales». (f.j. sexto y octavo, énfasis mío).

Como puede apreciarse, en un afán tal vez de otorgar un suerte de «compensación» a la demandada y su hija por las presuntas agresiones verbales y psicológicas sufridas con anterioridad a manos de su pareja (las que extrañamente no fueron acumuladas a dicho proceso, no se sabe siquiera si fueron investigadas), los jueces supremos denegaron la tutela al demandante alegando que el hecho se trataba solo de un «conflicto familiar», que no era «violencia» sino solo «desacuerdos conyugales». Sin embargo, esto es insostenible bajo cualquier punto de vista.

Los insultos, tratos degradantes o humillaciones en aquella época —como hoy— estaban expresamente definidos como maltrato, incluso en el ámbito penal (art. 442 del CP); por tanto, era imposible que dichos actos (de ambas partes) no fuesen considerados como «violencia» familiar.

La invocación al concepto de conflicto familiar, solo fue un recurso retórico que buscaba aprovechar la ambigüedad de un término para un acto de pleno decisionismo.

Si se hubiese aceptado la existencia de violencia familiar, se hubiese podido discutir más racionalmente si hubo o no un supuesto de violencia bidireccional o incluso si —como declaró la hija de la pareja— la conducta atribuida a la demandada fue únicamente una acción defensiva (legítima defensa) frente a una agresión ilegítima de parte del demandante.

En cualquier de los dos casos, reconociendo la existencia de violencia, se hubiese podido dictar las medidas de protección más adecuadas para ambas partes, e incluso a favor de la hija de la pareja.

Dicho de otra forma, invocar la diferencia entre conflicto y violencia al momento de resolver el caso, solo sirvió para que la Corte Suprema soslayara un problema real al interior de dicha familia.

La absolución de la demandada tal vez evitó que se la responsabilizara por responder agresivamente (quizás de manera defensiva) frente a un posible acto de violencia anterior por parte de su pareja, pero a costa de privar de tutela judicial efectiva a ella y a su hija.

En el peor de los casos, es posible incluso que una legítima víctima de violencia psicológica, que contaba con un pronunciamiento pericial a su favor, no fuera escuchada.

¿Es solo que la Corte Suprema aplicó mal los conceptos?, pues, no. Son los conceptos los que no otorgan ninguna utilidad para definir lo que es violencia familiar. Generalmente el conflicto mal gestionado desemboca en la violencia y esta última es la forma en que una parte impone su decisión. Por tanto, en las discusiones familiares, la constante oscilación entre conflicto y violencia, así como el paso repentino entre una y otra etapa, hace que sea inapropiado decidir un caso solo invocando esta diferencia conceptual.

2.3. El concepto de violencia familiar propuesto por Rivas la Madrid y Mendoza Ayma

Recientemente se ha hecho pública una disposición de la Fiscalía Superior Penal de Ilo, mediante la cual se ha resuelto confirmar el archivo de un caso de violencia familiar (art. 122-B del CP), con el argumento que las lesiones físicas sufridas por la agraviada (y respectivamente acreditadas con el certificado médico legal correspondiente) no fueron realizadas en un «contexto de violencia familiar»[2].

Según el documento citado, se dice que no existió un contexto de violencia familiar porque no se presentaron los siguientes requisitos:

«i) verticalidad, esto es, el sometimiento de la agraviada en una situación de manifiesta dependencia, ii) móvil de destrucción, o anulatorio de la voluntad de la agraviada para adecuarla a los estereotipos patriarcales, iii) ciclicidad, esto es, que los hechos se produzcan en un contexto periódico de violencia y cariño, que condiciona una trampa psicológica en la agraviada, iv) progresividad, esto es, el contexto de violencia es expansivo y puede terminar con la muerte de la agraviada; v) situación de riesgo de la agraviada, pues es vulnerable en esta situación».

Se cita como fuente de esta doctrina un trabajo del magistrado Francisco Mendoza Ayma (2019), titulado « ¿Contexto de violencia? Delito de agresiones: artículo 122-B del Código Penal», pero que en realidad corresponde a la tesis que ya hace un buen tiempo fuera defendida por la señora fiscal Sofia Rivas la Madrid, en la audiencia pública del XI Pleno Jurisdiccional Supremo en Materia Penal, del 9 de julio de 2019. Recientemente esta tesis ha sido desarrollada en el artículo titulado «El contexto de violencia y sus características. Comentarios al Acuerdo Plenario N. º 09-2019/CIJ-116» (Rivas La Madrid, 2019).

Son los requisitos o características que se asignan al «contexto de violencia familiar» para ser tal, los que serán objeto de crítica en el presente apartado.

2.3.1. Crítica al requisito de «verticalidad patriarcal» en la violencia

Según este requisito se dice que para afirmar un contexto de violencia familiar, la víctima debe estar sometida necesariamente a su agresor, en una situación de manifiesta dependencia (Mendoza Ayma, 2019, pág. 16).

Según precisa Rivas La Madrid (2019): «el elemento “verticalidad” nos permite advertir la dinámica de sometimiento en el que se encuentra la víctima. Al constituirse un vínculo de abuso de poder, la voluntad de la víctima se encuentra sometida a la del agresor» (pág. 51).

Si bien esto es correcto para los casos de violencia contra la mujer por su «condición de tal» (art.4.3 del Reglamento de la Ley 30364, D.S. 009-2016-MIMP), ello no es necesariamente así para para todos los casos de « violencia familiar».

La razón es que según el art.  4.4 del mismo Reglamento, la violencia entre los integrantes del grupo familiar también puede ser cometida, inter alia, en un contexto de confianza, y no solo en relaciones donde haya abuso de poder.

Por definición, la confianza implica relaciones de llaneza y horizontalidad en el trato (DRAE); por tanto, la «verticalidad patriarcal» entendida como sometimiento o abuso de poder por parte del agresor hacia una mujer, no tiene por qué ser la única forma en que se desarrolla la violencia familiar, por lo menos no según los parámetros de nuestro propio ordenamiento jurídico.

2.3.2. Crítica a la exigencia de un «móvil de destrucción o anulatorio»

Según Rivas La Madrid (2019), otro de los elementos para entender el fenómeno criminal de la violencia familiar es «la “motivación destructiva”, término acuñado por la autora […] esto es, el móvil agresor orientado a imponer a la víctima patrones de comportamiento» (pág. 49).

Sin embargo, ni la Ley 30364 ni su Reglamento requieren la existencia de un móvil o algún tipo de elemento de tendencia de interna trascedente o intensificada para afirmar la existencia de violencia familiar.

Por tanto, es un despropósito exigir que para todo tipo de violencia familiar exista siempre una específica intencionalidad en el actuar del agente, tal como lo exige la posición aquí cuestionada. Y menos aún es posible exigir que este «móvil de destrucción» esté orientado únicamente a «anular la voluntad de la agraviada para adecuarla a los estereotipos patriarcales», o que la finalidad del autor siempre deba tener como propósito que «la mujer se adecúe a su rol conforme al estereotipo que le asigna la sociedad» (Mendoza Ayma, 2019, pág. 16).

Reducir la violencia familiar únicamente a los casos en que existe una tendencia del autor a la estereotipación de la mujer es reducir la violencia familiar a un supuesto muy específico de violencia contra la mujer por razones de género. Una cosa absolutamente inadmisible.

Sin perjuicio de lo señalado, también debe tenerse en cuenta que las posiciones más actuales en la teoría del delito desde hace mucho han renunciado a las posturas psicologizantes que asumen que los elementos subjetivos «no escritos» deben ser tratados como fenómenos psicológicos que hay que «probar». Así, en la actualidad, se asume con relativa asiduidad que incluso este tipo de elementos, más que «probarse», deben «imputarse» a través de reglas de valoración social (Ragués I Vallès, 2017).

La razón estriba, en lo fundamental, en el hecho que una teoría del delito no puede tener legitimidad epistémica si pretendiera construir un andamiaje dogmático sobre premisas impracticables.  Dicho de otra forma, una teoría de los elementos subjetivos del tipo que se desentienda de la posibilidad real de poder establecer esos elementos en la práctica procesal es simplemente flatus voci.

En palabras de Ramón I Vallés: «La conclusión [aquí] alcanzada, supone ciertamente, privar a estos elementos [subjetivos del injusto no escritos] del papel determinante que le había atribuido la jurisprudencia más tradicional. Así, la constatación de que el sujeto obró con un determinado —ánimo lúbrico o difamatorio—no impone que el hecho deba ser considerado necesariamente constitutivo de un delito contra la libertad sexual o contra el honor, sino que tal circunstancia es un factor más de la valoración objetiva del hecho susceptible de ser ponderado junto con muchos otros factores contextuales» (Ragués I Vallès, 2017, pág. 827).

En los delitos de violencia intrafamiliar y de género, esta concepción normativa o adscriptiva de los elementos subjetivos del tipo penal (escritos y no escritos), ha tenido una especial importancia (Maqueda Abreu, 2017). Téngase en cuenta, por ejemplo, lo resuelto por el Tribunal Supremo Español en la sentencia  677/2018, del 28 de noviembre de 2018, en la cual, siguiendo una larga línea jurisprudencial en el mismo sentido, se señala lo siguiente:

«La sentencia 629/2009, de 2 de noviembre volvía sobre la cuestión […] concluye que debe descartarse el ánimo o comportamiento machista o de dominación […] no es algo subjetivo, sino objetivo, aunque contextual y sociológico. Ese componente “machista” hay que buscarlo en el entorno objetivo, no en los ánimos o intencionalidades […] no hace falta un móvil de subyugación o de dominación masculina. Basta constatar la vinculación del comportamiento, del modo concreto de actuar, con esos añejos y superados patrones culturales, aunque el autor no los comparte explícitamente, aunque no sea totalmente consciente de ello […] en modo alguno quiso el legislador adicionar una exigencia de valoración intencional para exigir que se probara una especial intención de dominación del hombre sobre la mujer» (F. J. tercero,  numeral 2, literal c.2, el énfasis es nuestro).

En igual sentido, un sector muy destacado de la doctrina nacional, en lo relativo al principal elemento subjetivo del tipo (el dolo) —pero que es perfectamente aplicable a todos los demás elementos subjetivos—, se ha pronunciado de la siguiente manera:

«La identificación del dolo como elemento interno o espiritual mediante el cual debe descubrirse el conocimiento y la voluntad del agente ha traído serios problemas al derecho penal. Estas teorías no han podido superar una serie de cuestionamientos que Sánchez Málaga (2015, pp. 66-68) resume en cuatro: (i) Dificultades probatorias: no se puede verificar empíricamente lo que la persona deseó al momento de realizar el acto delictivo. Una pericia psicología e incluso, la confesión de del acusado, no permite tal acreditación.- (ii) Vulneración del principio de culpabilidad: el análisis de la intención para determinar el dolo del agente, en el fondo hurga sobre las motivaciones internas del sujeto y no, como ordena el principio de culpabilidad, respecto a la realización de hechos propios y externos.- (iii) Vulneración al principio de lesividad: La determinación del dolo mediante teorías psicológicas centra su atención en el ámbito interno del sujeto y no en la afectación (lesión, peligro concreto, peligro abstracto) al bien jurídico protegido por el tipo penal.- (iv) Resultados insostenibles; las teorías psicologías no otorgan criterios claros para distinguir el dolo de la culpa, permitiendo interpretaciones contradictorias.

[…] Debido a etas falencias se ha planteado entender el dolo “desde una perspectiva normativa”» (Díaz Castillo, Rodríguez Vásquez, & Valega Chipoco, 2019, págs. 78-79).

En suma, es incorrecto exigir la presencia de elementos subjetivos que la norma jurídica no exige expresamente para juzgar la relevancia penal de una conducta. Si dichos elementos se tratan además de elementos subjetivos de tendencia interna trascendente o intensificada, el rechazo debe ser aún mayor.

Ello es así, no solo porque el Derecho penal actual ya no acepta más posiciones psicologizantes impracticables en referencia al tipo subjetivo, sino también porque en cuanto a los delitos de violencia intrafamiliar y de género se refiere, existen una clara tendencia a que las intencionalidades o los móviles de subyugación sean desterrados de las tipificaciones penales en atención a la clara impunidad que ello genera.

2.3.3. Crítica a la exigencia de «ciclicidad» de la violencia familiar

La doctrina aquí criticada define la ciclicidad como aquella circunstancia en la cual «los hechos se produ[cen] en un contexto periódico de violencia y “cariño”, y que condiciona una “trampa psicológica” en la agraviada» (Mendoza Ayma, 2019, pág. 16).

En palabras de Rivas La Madrid (2019): «la “ciclicidad” es un elemento propuesto que permite la comprensión del fenómeno criminal, no como un hecho aislado de producción de lesiones, sino uno que corresponde a un contexto constituido por etapas cíclicas e intermitentes de intensa violencia y profundas demostraciones de afecto que se dan en forma de manipulación […] es lo que los psicólogos denominan trampa psicológica» (pág. 52).

No obstante, corresponde señalar también aquí que aparte de confundir nuevamente la violencia contra los integrantes del grupo familiar con la violencia de género (contra  la mujer), el texto antes citado contiene varias imprecisiones.

Veamos, en primer lugar, las situaciones en donde se desarrollan actos periódicos de violencia seguidos de una etapa de «luna de miel» o «cariño», como dice el autor; corresponden al «círculo de fuego» o «ciclo de violencia» propio del Síndrome de mujer maltratada.

Esta patología fue identificada como una forma de Trastorno de Estrés Postraumático por Leonore Walker en la década de los setenta y reconocida por la comunidad científica formalmente desde la tercera edición de Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la Asociación Americana de Psiquiatría (DSM III).

Es decir, el fenómeno patológico de una relación que oscila constantemente entre la violencia y el «cariño», es sólo una de las formas más graves de la violencia familiar, y en concreto, de la violencia contra la mujer en una relación de pareja.

No es posible, por tanto, exigir para la aplicación del tipo penal, únicamente la existencia de una forma patológica tan grave y desconocer otros actos de violencia, aunque menores, igualmente relevantes.

Lo mismo sucede, en segundo lugar, con la referencia al concepto de «trampa psicológica». Este concepto, al igual que el concepto del ciclo de la violencia o la teoría de la indefensión aprendida de Walker, fue acuñado por Brockner & Rubin y popularizado por Strube (1988), con el propósito de explicar por qué la mujer víctima de violencia intrafamiliar se niega a dejar o abandonar a su maltratador. Según esta teoría:

«[A]l inicio del maltrato, las mujeres invierten muchos esfuerzos con el fin de que la relación de pareja sea armoniosa. Cuando, en una fase posterior, los episodios de maltrato aumentan en frecuencia e intensidad, la mujer puede plantearse abandonar la relación. Sin embargo, muchas de ellas creen que hay posibilidades de que la relación mejore y, por ello, pueden invertir aún más esfuerzos para lograr su objetivo. Asimismo, cuantos más esfuerzos y tiempo inviertan (y hayan invertido en el pasado) para lograr una relación armoniosa, menor es la probabilidad de que se produzca el abandono de la relación de pareja» (Amor, Bohórquez, & Echeburúa, 2006, pág. 133).

Es decir, el concepto de trampa psicológica es también un modelo explicativo de un fenómeno de dependencia severo que existe solo en las formas más graves de violencia contra la mujer en el ámbito familiar. Por tanto, tampoco es posible que este sea el estándar para recién proceder a la aplicación del contexto de violencia familiar recogido en el art. 108-B, primer párrafo, inciso 1 del CP.

La exigencia de este requisito incluso sería del todo incorrecto en aquellos tipos penales que, como por ejemplo el art. 122-B del CP, tienen como parámetro de lesividad únicamente «cualquier» forma de afectación psicológica, cognitiva o conductual; o «cualquier» tipo de agresión física que cause lesiones que merezcan una calificación entre uno y diez días de incapacidad médico legal.

Dicho de otra forma, es inadecuado exigir que la violencia familiar sea tan grave, al punto de llegar constituir una forma de Trastorno de Estrés Postraumático en donde la víctima se niega patológicamente a abandonar su agresor, para recién poder aplicar un tipo penal como el 122-B del CP, cuyo resultado típico se puede afirmar con la sola presencia de un nivel de afectación psicológica muy leve.

Sin perjuicio de lo señalado en este punto, no se olvide que —por ejemplo— en el derecho comparado, atendiendo a la realidad de las dinámicas de la violencia intrafamiliar de pareja, el Código penal español fue modificado a través de la ley LO 1/2004,  a fin de incluir como delitos todas aquellas conductas que sin necesidad de habitualidad o ciclicidad implicaban una agresión física y psicológica en el marco de una relación de convivencia o afectividad.

Como bien lo precisa Eduardo Ramón Rivas (2013), la necesidad de la modificación del Código Penal Español, tuvo en cuenta razones que muy bien pueden ser aplicadas al caso peruano:

«La movilización del delito de violencia habitual requería, según criterio jurisprudencial extendido, el ejercicio de, al menos, otros dos actos violentos, por lo que la mujer debía esperar pacientemente, producido un primer acto, a que tuviera lugar otro y, aún, otro más, a menos, por supuesto, que fueran suficientemente graves como para ser definidos, individualmente considerados, como delictivos. Es más, si, producido un primer acto, éste era denunciado y juzgado, durante cierto tiempo se pensó que dicha violencia no podía ser computada a efectos de integrar el delito de violencia habitual» (Ramón Ribas, 2013, pág. 420).

Con la modificación se alcanzó a superar estos problemas en España y esa parece haber sido también la finalidad de la inclusión del tipo penal del art. 122-B del nuestro Código Penal Peruano.

En igual sentido la Corte Suprema de Colombia, en la reciente sentencia n. ° 964-2019, de fecha 20 de marzo, reafirmando una conocida posición jurisprudencial, ha señalado lo siguiente:

«Acerca de la realización de una acción de maltrato físico o sicológico, la Sala, en el fallo CSJ SP14151, 5 oct. 2016, rad. 5647, precisó que este podría darse en un solo acto, aspecto que deberá valorar el juez para cada evento en concreto. En palabras de la Corte: “[C]onforme a la definición típica del delito de violencia intrafamiliar, no se precisa de un comportamiento reiterado y prolongado en el tiempo del agresor sobre su víctima, pues bien puede ocurrir que se trate de un suceso único, siempre que tenga suficiente trascendencia como para lesionar de manera cierta el bien jurídico de la unidad y armonía familiar, circunstancia que debe ser ponderada en cada asunto”». (Considerando 2.1, el énfasis es nuestro)[3].

Por último, también nuestra Corte Suprema de la República, en la casación civil n. ° 534-2017-Tacna, ha asumido el criterio aquí expuesto al señalar que, incluso bajo la vigencia de la Ley 26260, el acto de violencia familiar «no incluye como característica […] que sea habitual o reiterado (como pretende la Sala Superior en su interpretación contenida en la recurrida, apartado 2.4.4.a). […] Es decir, resulta claro que se ha producido una errónea interpretación de la norma […]» (F.J. Séptimo). Está demás señalar que tampoco la Ley 30364 ni su reglamento exigen que la violencia familiar para ser tal, deba ser cíclica, habitual o reiterada.

Nótese, que no se niega aquí que en muchos casos la violencia familiar presenta características de ciclicidad, periodos de violencia y reconciliación, o que la víctima muchas veces se encuentre incapacitada  psicológicamente para abandonar al agresor. Pero del hecho que ello suceda generalmente, no se sigue lógicamente que el Derecho penal sólo pueda intervenir cuando la violencia familiar toma estos niveles de gravedad.

En suma, los criterios de aplicación racional del tipo, así como los filtros de imputación para excluir conductas menos graves no deben caer tampoco en el otro extremo de hacer virtualmente inaplicable el derecho penal positivo para una gran mayoría de casos que, sin ser tan graves, son también muy importantes. Siempre se debe evitar interpretaciones contrarias a los fines de la propia norma.

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2.3.4. Crítica a la exigencia de «progresividad» de la violencia familiar

El concepto de progresividad implica el de ciclicidad, pues decir que un acto de violencia es progresivo es lo mismo que decir que los hechos no solo son repetidos, sino que cada vez aumentan en gravedad. Esa es la definición misma del ciclo de la violencia de Walker.

En tal sentido, todos los cuestionamientos formulados en el punto anterior con relación al requisito de cicilicidad, pueden perfectamente ser extrapolados al requisito de progresividad.

Es decir, que la violencia intrafamiliar contra la mujer sea —en general— progresiva,  no implica necesariamente aceptar que los actos iniciales o aislados de esa violencia no constituyan per se delito de agresiones contra la mujer e integrantes del grupo familiar.

Puede objetarse incluso algo más al requisito de progresividad: esta no debería (si es que acaso se puede) evaluarse ex ante sino  únicamente ex post.

Dicho de otra manera, es un inadecuado a todas luces imponer al operador jurídico la obligación de juzgar, desde el inicio, si los hechos actuales de violencia tienen o no la posibilidad de agravarse con el tiempo o de alcanzar mayores niveles de afectación en un futuro[4]. Sería simplemente aventurado y poco objetivo hacer dicha prognosis por parte de cualquier fiscal o juez penal.

La lógica nos lleva más bien a pensar lo contrario: sólo ex post es cuando se puede juzgar que el último acto de violencia continuada, cuya lesividad fuera mayor, ha sido el resultado de una escalada progresiva de violencia.

Un juicio ex post, además, solo podría ser útil para juzgar la mayor gravedad del hecho a efectos de imponer una pena más elevada o simplemente para poder explicar la causalidad del daño ocasionado, pero la progresividad nunca debería ser tomada como un requisito indispensable para calificar como típica una agresión.

2.3.5. Crítica al requisito de «situación de riesgo o vulnerabilidad» de la víctima

Toda hecho violento lleva consigo la posibilidad o el riesgo de que este se vuelva a repetir; en tal sentido, hablar de un requisito de «situación de riesgo» para definir la violencia (en general) es —hasta cierto punto— una redundancia.

Sin embargo, según parece, esto no es lo que se quiere dar a entender cuando se habla de una «situación de riesgo» como condición sine qua non para afirmar un contexto de violencia familiar, sino más bien, a lo que se hace referencia es a la presencia de un nivel relevante de vulnerabilidad en la víctima que la pone en una situación de especial desventaja con relación a su agresor.

En palabras de Mendoza Ayma (2019), para que exista violencia familiar debe de existir «una situación de extrema vulnerabilidad de la mujer o integrante del grupo familiar» (pág. 17).

Ahora bien, esta exigencia nuevamente es incorrecta. Veamos, el art. 4.2 de reglamento de la Ley 30364 (D.S. N. ° 009-2016-MIMP), siguiendo lo señalado en las Cien reglas de Brasilia sobre acceso a la justicia de las personas en condición de vulnerabilidad, define precisamente a este tipo de personas como las que:

«[…] por razón de su edad, género, estado físico o mental, origen étnico o por circunstancias sociales, económicas, culturales o lingüísticas, se encuentran en especiales dificultades para ejercer con plenitud sus derechos. Esto incluye, de manera enunciativa, la pertenencia a comunidades campesinas, nativas y pueblos indígenas u originarios, población afroperuana, la migración, el refugio, el desplazamiento la pobreza, la identidad de género, la orientación sexual, la privación de la libertad, el estado de gestación, la discapacidad, entre otras».

Nótese como estas condiciones, en las que de hecho se pueden encontrar muchas ciudadanas y ciudadanos en el Perú, en lugar de ser fundamento para la incriminación, en realidad son expresamente consideradas por la ley tanto como circunstancias agravantes genéricas o como circunstancias agravantes específicas del delito.

Así, por ejemplo, el artículo 46 del CP señala expresamente que constituye circunstancia agravante genérica de cualquier delito: «si la víctima es un niño o niña, adolescente, mujer en situación de especial vulnerabilidad, adulto mayor […] o tuviere deficiencias físicas, sensoriales, mentales o intelectuales de carácter permanente o si padeciera de enfermedad en estado terminal, o persona perteneciente a un pueblo indígena […]».

En igual sentido, en cuanto a las circunstancias agravantes específicas se refiere, podemos señalar como ejemplo las recogidas en el art. 108-B, segundo párrafo, incisos 1, 2, 3, 5 y 6 del CP[5]; la prevista en el art.  121, segundo párrafo, inciso 2 del CP[6]; las del art. 122-B, segundo párrafo, incisos 3 y 4 del CP[7]; así como las del art. 170, incisos 10 y 11 del CP[8].

En todos estos dispositivos la situación de vulnerabilidad de la víctima es considerada como circunstancia que, de presentarse, solo agrava la conducta y por ende la sanción. En cambio, el contexto de violencia familiar es tomado siempre como el fundamento mismo de la criminalización de los diferentes tipos penales.

Aunque esta conclusión será matizada más adelante en el punto 3.2.2, por ahora se debe dejar en claro que en líneas generales, la exigencia de un requisito de «extrema vulnerabilidad de la mujer o del integrante del grupo familiar» para la configuración de un supuesto de «violencia familiar» es incorrecto porque, en la práctica, se toma como fundamento del injusto lo que en realidad es solo una circunstancia agravante de la responsabilidad penal.

3. PROPUESTA PARA IMPUTAR ADECUADAMENTE EL «CONTEXTO DE VIOLENCIA FAMILIAR» EN EL ÁMBITO PENAL

3.1. ¿Cómo conceptualizar adecuadamente la «violencia familiar» para que sea compatible con los supuestos de la ley interna?

Estando a todo lo dicho hasta aquí, un concepto más adecuado de violencia del que podemos partir, para luego intentar definir qué es violencia familiar, tal vez sea el propuesto por el reconocido especialista en teoría de los conflictos y estudios de paz, Johan Galtung (2003).

Johan Galtung, ex asesor de la ONU en temas de paz, violencia y resolución de conflictos, no sólo es la autoridad más importante a nivel mundial sobre estas cuestiones; sino que además, su concepto tripartito de violencia (directa, estructural y cultural), ha sido expresamente recogido en el documento denominado «Violencia de Género. Marco Conceptual Para Las Políticas Públicas Y La Acción Del Estado», oficializado por el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables, mediante Resolución Ministerial N. ° 151-2016-MIMP, del 18 de julio de 2016. En consecuencia, la referencia a Galtung, es más que una simple preferencia académica, es cuasi obligatoria.

Según este autor, la violencia debe entenderse como:

«[…] afrentas evitables a las necesidades humanas básicas […] que rebajan el nivel de la satisfacción de [estas] por debajo de lo que es potencialmente posible. Las amenazas de violencia también son violencia […] Las cuatro clases de necesidades básicas […] son: necesidad de supervivencia (negación: muerte, mortalidad); necesidad de bienestar (negación: sufrimiento, falta de salud); identidad, necesidad de representación (negación: alienación); y necesidad de libertad (negación: represión)» (pág. 9).

Dos conclusiones podemos obtener de las palabras del reconocido profesor noruego. La primera es que, la violencia no debe reducirse solo a la violencia intencional por parte de una persona a otra, con el propósito de causarle deliberadamente un daño; sino que, la violencia también puede estar constituida por acciones no deseadas directamente pero que de algún modo fueron evitables para el agente.

Esto sería más acorde con la definición de violencia establecida en los arts.  6 y 8 de la Ley 30364, que incluye supuestos como los del «maltrato por negligencia, descuido o por privación de las necesidades básicas».

Asimismo, solo a partir de un concepto de violencia como el arriba esbozado es posible entender por qué el art. 4.1 del Reglamento de la ley 30364, considera también como víctimas (indirectas) de la violencia familiar a «las niñas, niños y adolescentes, que hayan estado presentes en el momento de cualquier acción u omisión identificada como violencia […] o a las personas adultas mayores y personas con discapacidad dependientes de la víctima», entre otras personas, aunque estas no hayan sido el objeto directo de la acción realizada por el agente.

La segunda conclusión que podemos extraer del concepto de violencia aquí propuesto es que, la violencia familiar tampoco puede entenderse como unas simples agresiones físicas o psicológicas en agravio de una persona o grupo de personas; sino que, en tanto afrentas evitables a las necesidades humanas básicas, los actos violencia familiar implican también una vulneración a los derechos fundamentales a la paz, a la tranquilidad y a gozar de un ambiente equilibrado y adecuado al desarrollo de la vida (STC N. ° 18-96-I/TC, F.J. 2).

3.2. ¿Cómo interpretar cada uno de los componentes del «contexto de violencia familiar» a partir del texto legal?

Según lo dispone el artículo 6 de la Ley 30364, la violencia contra los integrantes del grupo familiar es «cualquier acción o conducta que causa muerte, daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico y que se produce en el contexto de una relación de responsabilidad, confianza o poder, de parte de un integrante a otro del grupo familiar».

Así, según la norma positiva, la violencia familiar se configura a partir de tres componentes: (i) Un sujeto quien realiza la acción, el cual debe poder ser incluido en la categoría de «integrante del grupo familiar, (ii) Un resultado típico, que implica la generación de un menoscabo en la integridad física, psíquica, o en las posibilidades concretas de satisfacer una necesidad humana básica, y (iii) Que el sujeto, integrante del grupo familiar, produzca dicho resultado típico en el «contexto de una relación de responsabilidad, confianza o poder; o lo que es lo mismo: en un «contexto de violencia familiar».

En cuanto al primer componente, debemos tener en cuenta que las personas que deben ser consideradas como integrantes del grupo familiar son las enumeradas en el art.  7, literal b, de la misma ley. Si bien existen particularidades y problemas en relación a la determinación del círculo de autores así como de sujetos protegidos por la ley, estas cuestiones deberán ser tratadas en un trabajo posterior, ello a fin de evitar el desenfoque del asunto que nos ocupa ahora.

Lo mismo ocurre con el segundo componente relacionado con el resultado típico que exige un acto de violencia familiar; este no puede ser desarrollado aquí con detalle, pues excede los fines de este artículo.

En cuanto al tercer componente, como ya se dijo, el «contexto de violencia familiar» requiere que se pueda afirmar, como mínimo, cualquiera de estos tres tipos relaciones previas entre los sujetos involucrados: (i) relación de responsabilidad, (ii) relación de poder, y (iii) relación de confianza.

Sin dejar de reconocer que las relaciones de responsabilidad, poder y confianza generalmente se presentan de manera ubicua; esto es, de forma concurrente, a continuación desarrollaremos de manera separada que significan cada uno de estos tres conceptos, tratando de diferenciarlos solo a efectos meramente pedagógicos.

3.2.1. Relación de responsabilidad

Una relación de responsabilidad implica siempre una posición de garante. Una parte tiene un deber especial que le impone un conjunto de obligaciones frente a la otra, generalmente por mandato legal o por asunción.

Al mismo tiempo, una relación de responsabilidad coloca al agente en una particular posición de autoridad respecto a otra persona. Esta asimetría de poder respaldada legalmente es la que justifica que un hecho realizado en el marco de una situación de responsabilidad sea tratado como un hecho de violencia familiar.

Son relaciones de responsabilidad, por ejemplo, las que existen entre un padre y un hijo.  Estas relaciones de responsabilidad están reguladas por el Derecho de Familia y en particular por el régimen de la Patria Potestad.

También son relaciones de responsabilidad, entre otras, las que existen entre un tutor o curador y un menor o una persona con capacidad de ejercicio restringida. En igual sentido, existen relaciones de responsabilidad en los casos de acogimiento familiar o residencial, según lo regulado por el Decreto Legislativo 1297.

En suma, las relaciones de responsabilidad son situaciones en las cuáles, conforme a derecho, una persona tiene respecto a otra, obligaciones de cuidado, protección, etc.; lo cual genera que al mismo tiempo surjan relaciones de dependencia y control (asimetría de poder).

3.2.2. Relación de poder

Si bien existen relaciones de dependencia y control en el marco de las relaciones de responsabilidad, no siempre esta diferencia o asimetría de poder está secundada por el ordenamiento jurídico.

Existen ocasiones en que las relaciones humanas se desarrollan en el marco de una dependencia, dominio, control o sometimiento de hecho por parte una persona hacia otra.  Son a estas relaciones de facto (no necesariamente amparadas por el derecho) a las que llamaremos «relaciones de poder», para distinguirlas de las relaciones de responsabilidad (reguladas por la ley).

Así por ejemplo, son relaciones de poder las que existen en las relaciones de pareja, cuando el control efectivo de los medios económicos o fuentes de ingresos del entorno familiar son asumidos solamente por un miembro del grupo familiar.

Esta situación puede verse reforzada incluso por la existencia de una situación de aislamiento social por parte de quien no solo carece de capacidad de control sobre ingresos y gastos del hogar, sino que también carece de mecanismos de apoyo afectivo (o emocional) para entablar una relación saludable en pie de igualdad con otra persona.

Hay que recordar aquí que las relaciones de poder incluso están insertas dentro de la propia estructura social que impide una igualdad real entre las personas integrantes de un grupo familiar.

Por ejemplo, la particular autoridad que la sociedad reconoce al hombre en relación a la mujer dentro del hogar, sobre todo en el marco de una relación de pareja, es una situación de hecho que tiene que ser tomada en cuenta por el operador jurídico al momento de evaluar la existencia de una relación de poder.

Existe también una relación de poder entre un miembro adulto mayor del grupo familiar y otro con capacidad de facto para controlar sus actividades, ingresos o actos de disposición. Lo mismo sucede, por ejemplo, respecto a personas con capacidad restringida, quienes están sometidas de facto al dominio, control o subordinación del autor, aunque formalmente no exista una relación de responsabilidad amparada por el derecho (no hay una relación de tutela o curatela, o patria potestad).

El lector atento habrá notado en este punto que en el apartado 2.3.5 se negaba que la condición de vulnerabilidad de la víctima sea un requisito para afirmar un contexto de violencia familiar y ahora, sin embargo, parece decirse que toda relación de poder implica aprovecharse de una persona en una especial situación de riesgo. Esto debe explicarse.

Lo que en realidad se quiere decir es que, comúnmente, en los casos en donde existe una persona vulnerable respecto de otra por una situación de hecho (capacidad restringida, edad, sexo, raza, estatus económico, etc.) existe una relación asimétrica de poder; sin embargo, no es la condición de la víctima por sí sola la que fundamenta la existencia de un acto de violencia familiar, sino que este es un fenómeno relacional; vale decir, que además de que el autor sea integrante del mismo grupo familiar, debe poseer también autoridad sobre su víctima a causa de dicha situación de hecho.

En todo caso, como ya lo adelantábamos líneas arriba, matizando nuestras afirmaciones, podemos señalar que el requisito de «vulnerabilidad» que exigen los profesores Rivas La Madrid y Mendoza Ayma, sólo sería aplicable para aquellos casos en los cuáles se quiera fundamentar la violencia familiar en la existencia de una «relación de poder» producida por circunstancias de facto. Sin embargo, no sería aplicable en aquellos casos que se quiera fundamentar la existencia de un contexto de violencia familiar sobre la base relaciones de «responsabilidad» o «confianza».

3.2.3. Relación de confianza

Desde un punto de vista semántico, las relaciones de confianza implican siempre relaciones horizontales o de llaneza en el trato. No puede existir confianza si hay abuso de poder, pues en este caso lo que existe es más bien sometimiento u obediencia.

Las relaciones de confianza presuponen, como bien señala Laurence Cornu (págs. 20-21), el que una persona no se inquiete por la conducta futura del otro. Dicho de otra forma, en las relaciones de confianza se juzga la falta de necesidad de control sobre lo que otro pueda hacer, en tanto existe una «apuesta» basada en los vínculos afectivos que se comparten.

No obstante, las relaciones de confianza no pueden presuponerse por el sólo vínculo de parentesco o por el solo hecho de ser integrante de un determinado grupo familiar.  La hipótesis de una conducta futura siempre favorable (o por lo menos nunca perjudicial) a los intereses propios solo es racional si se basa precisamente en vínculos afectivos sólidamente demostrados o en la conducta previa o anterior de la persona cuya conducta se juzga.

Son ejemplos de violencia familiar en el marco de relaciones de confianza, la afectación psicológica y patrimonial que pudiera sufrir un anciano por parte de un integrante del grupo familiar a causa de haber sido despojado mediante engaños de alguna suma de dinero o de otros bienes patrimoniales que le son necesarios para su supervivencia.

Otra forma de violencia familiar en el marco de relaciones de confianza la constituyen aquellas afectaciones psicológicas o físicas que pueda sufrir una persona por haber consumido sin su conocimiento (mediante engaño) alguna sustancia barbitúrica, sedante o somnífera, ofrecida por parte de un integrante del grupo familiar, respecto del cual no podía esperar que le diera tal sustancia.

Piénsese por ejemplo en el esposo que suministra algún tipo de droga a su cónyuge, todas las noches, a fin de que esta no sé cuenta que mantiene una relación extramarital con su ama de llaves, o para encubrir abusos sexuales en contra de otro integrante del grupo familiar[9]  o incluso, por el mero placer sexual que le provoca ver una persona dormida (somnofilia).

En todos los ejemplos antes propuestos, el sujeto activo no utiliza como medio comisivo el poder que le confiere una determinada relación jurídica o situación de hecho. Por el contrario, un lugar de existir una relación de verticalidad, lo que subyace a esta forma de violencia familiar es más bien el aprovechamiento que hace el agente de la creencia errónea de la víctima de que, dada la relación horizontal que existe entre ella y el autor, no se espera que este último realice una conducta perjudicial en contra de sus intereses.

3.3. ¿Cómo evitar la indeterminación del hecho al momento de imputar el «contexto de violencia familiar»?[10]

3.3.1. Notas generales respecto al deber de especificidad

La indeterminación del hecho es un defecto que aun siendo formal, tiene la idoneidad para afectar –como mínimo– una de las garantías fundamentales del imputado necesarias para afirmar la legitimidad de todo proceso penal: El derecho a ser informado de la acusación[11].

Este derecho convencional implica la obligación del Ministerio Público de precisarle al imputado, dentro de lo razonablemente posible, los hechos penalmente relevantes, su calificación jurídica y los elementos de convicción (o prueba) que obren en su contra.

En cuanto al componente fático (los hechos), estos deben ser comunicados de la manera más clara posible, evitando ambigüedades o generalidades que impidan al imputado conocer de manera cierta cuál es la conducta por la cual se le procesa y así poder ejercer su derecho de defensa.

No cabe aquí espacio para hacer una exposición detallada de cómo debería construirse la imputación de los hechos bajo los alcances de dicha garantía constitucional, sin embargo, intentaremos dar unas líneas generales que nos orienten en este proceso.

Lo esencial para imputar un hecho sin caer en indeterminaciones relevantes pasa, como mínimo, por seguir estos dos pasos: (I) Formular enunciados fácticos que se subsuman en el supuesto de hecho abstracto de la norma penal y (ii) Formular dichos enunciados, con el suficiente nivel de especificidad, tanto como lo permitan las circunstancias particulares del caso.

Lo que debe cuidarse fundamentalmente es de no repetir tal cual el relato incriminatorio que obra en el acta de denuncia o en el acta de declaración de la parte denunciante. En cambio, se debe escoger de los actuados únicamente los hechos penalmente relevantes y expresarlos (traducirlos) en enunciados de tipo descriptivo que permitan explicar cómo el supuesto de hecho de la norma se concretiza en el mundo real.

Pero no basta con formular enunciados descriptivos que llenen de contenido el supuesto de hecho abstracto de la norma; sino que, como señala la profesora alemana Ingerbog Puppe: «es necesario que la descripción de la acusación pueda especificar “un hecho único”, es decir, que prácticamente sólo un suceso histórico pueda coincidir con el relato del acusador […]» (Sancinetti, 2002, pág. 307)».

Esto es lo que se conoce en la doctrina procesal como satisfacer la «condición de especificidad» del hecho objeto de acusación (Sancinetti, 2001).

Así, por ejemplo, en el delito de Hurto, la conducta penalmente relevante es «apoderarse de un bien total mueble total o parcialmente ajeno, sustrayéndolo del lugar donde se encuentra».

Al momento de formular la imputación por este delito no bastará con señalar que «el imputado se apoderó de un bien ajeno de propiedad de la agraviada sustrayéndolo de su oficina»; pues aunque este enunciado descriptivo «encaje» o se subsuma en el supuesto de hecho abstracto de la norma descrito en el párrafo anterior, no cumple con la condición de especificidad. Se queda en la mera subsunción.

Será necesario por tanto reformular el enunciado descriptivo, como mínimo, de la siguiente manera: «Juan Pérez se apoderó de la laptop marca Hp, de propiedad exclusiva de María Gonzáles, sustrayéndola de su oficina en la que comparten trabajo».

Sólo así el hecho resulta «único», en el sentido que este ya no podrá ser confundido con cualquier otro tipo apoderamiento o de sustracción. Asimismo, el objeto material del delito tampoco podrá ser confundido con cualquier otro tipo de bien mueble.

Una aclaración que vale la pena hacer en este punto es que a efectos del derecho a ser informado de la acusación, son considerados como «esenciales» aquellos elementos constitutivos del delito de carácter «específico» que dotan de relevancia penal un supuesto de hecho.

Es decir, los concretos elementos objetivos o subjetivos que diferencian un tipo penal de otro; como ejemplo, el «apoderamiento ilegítimo» mediante «sustracción» de un «bien ajeno» con el propósito de «obtener un provecho» económico en el caso del Hurto, el «causar un daño en el cuerpo o en la salud» en el caso del delito de Lesiones, el «acceso carnal, por vía vaginal, anal o bucal» en el caso del delito de violación sexual, etc.

En cambio, no son «esenciales» para asegurar el derecho a ser informado de la acusación los enunciados fácticos sobre elementos constitutivos «generales» o comunes del delito, como por ejemplo: la voluntariedad de la acción, la capacidad de actuación en los delitos de omisión, la contrariedad del hecho con el derecho (antijuridicidad), la capacidad de comprensión de la ilicitud del hecho por parte del imputado, el dolo, etc.

La razón es que toda atribución de un delito presupone razonablemente también la atribución[12] de todos sus elementos constitutivos genéricos: acción humana, voluntaria, típica antijurídica y culpable.

No cabe, lógicamente la posibilidad de que el Ministerio Público me atribuya, por ejemplo, la «muerte de Juan por haberle disparado con un arma de fuego en la cabeza», y que yo piense honestamente que no se me está atribuyendo también –y al mismo tiempo– que dicha muerte fue una acción mía, humana, voluntaria, típica, antijurídica y culpable[13].

Una  cuestión final que también corresponde precisar en relación al derecho a ser informado de la acusación es que al momento de dotar de especificidad al supuesto de hecho de la norma, no se debe caer en exigencias absurdas como la de, por ejemplo, pedir que los verbos «apoderar» o «sustraer» sean traducidos a otros términos equivalentes que impliquen descripciones muy saturadas o detalladas. En general, cualquier persona en un contexto normal de socialización, comprende que significa «apoderarse» de algo o «sustraer» un bien.

Dicho de otra manera, muchos elementos normativos del tipo penal, tal como están descritos en el Código Penal, poseen el suficiente grado de claridad para ser comprendidos por el imputado, incluso si son utilizados en un contexto coloquial; por tanto, es desproporcionado exigir más concreciones lingüísticas de un término que ya de por sí posee un significado específico y comprensible para cualquier persona[14].

Debe recordarse que la exigencia no es que se evite utilizar en la acusación los mismos términos que aparecen en el texto legal, sino que se procure describir con la suficiente especificidad como es así que el supuesto abstracto de la norma se ha realizado en un hecho concreto. Por ejemplo, como es que el «acceso canal» se ha concretizado en «una penetración vía vaginal», como es que un «daño en el cuerpo», se concretizado en una «herida punzocortante en el rostro», etc. (Sancinetti, 2001, págs. 99-102).

Esto es así, porque el deber de especificidad no se fundamenta en purismos dogmáticos sino más bien en la necesidad que existe de que las imputaciones sean claras y concretas. En tal sentido, valorar el contenido pragmático de los actos comunicativos es sumamente relevante para juzgar hasta qué punto existe una indeterminación relevante en los hechos atribuidos; y en consecuencia, para afirmar si efectivamente existió o no una vulneración al derecho a ser informado de la acusación.

Lo dicho aquí de manera escueta con respecto al derecho a ser informado de la acusación es suficiente para los propósitos de este trabajo, ya habrá otro momento para profundizar sobre este tema.

3.3.2. El deber de especificidad en referencia a las agresiones producidas en «contexto de violencia familiar»

El que las agresiones contra las mujeres e integrantes del grupo familiar se produzcan en alguno de los contextos enumerados en el primer párrafo del art. 108-B del CP, es una exigencia normativa en diversos tipos penales (Feminicidio, Lesiones, etc.)

Pueda darse el caso que uno de esos contextos que se pretende atribuir sea el «contexto de violencia familiar», elemento el cual debe ser definido valorativamente en base a lo señalado en el apartado 3 del presente trabajo. En tal sentido, el contexto de violencia familiar es obviamente un elemento normativo del tipo objetivo y para afirmar ello no hace falta una abultada argumentación.

Como elemento normativo, es además un elemento específico constitutivo del tipo penal. Por tanto es deber del Ministerio Público atribuirlo bajo las condiciones de especificidad y concreción antes señaladas.

Así, salvando las particularidades de cada tipo penal, para imputar adecuadamente una agresión en un «contexto de violencia familiar» se recomienda seguir los siguientes pasos generales:

  • Determinar si el autor puede ser considerado dentro del círculo de integrantes del grupo familiar al que pertenece la víctima, conforme lo previsto en el art. 7, literal b, de la Ley 30364.
  • Identificar cuál es el tipo de relación previa entre autor y víctima. Esto es, debemos identificar si estamos frente a una relación de responsabilidad, poder o confianza (si concurren más de un tipo de relación se deberán seguir los pasos propuestos aquí para cada una por separado).
  • Formular enunciados descriptivos que nos permitan explicar con suficiente especificidad cómo es que en el mundo real esa relación de responsabilidad, confianza o poder se presenta. Así, si identifico que la relación es de responsabilidad, tendré que afirmar, por ejemplo, que «existe una relación de responsabilidad porque el autor tenía legalmente bajo su cuidado y protección a la víctima, ello en virtud del ejercicio de la patria potestad». Si la relación es de poder diré, por ejemplo, que «existe antecedentes de que el agresor mantenía atemorizada a su víctima tras constantes agresiones, o que el autor venía minando permanentemente su autoestima, o que la víctima se encuentra aislada de sus familiares o amigos por tal o cual razón». Si lo que alego es una relación de confianza, lo que tendré que describir en la acusación es «cómo el autor se ha aprovechado de un vínculo afectivo con la víctima para manipularla a fin de que le entregue su patrimonio o para que en error realice una acción contraria a sus intereses, su salud o su integridad física».
  • Describir y circunstanciar (de ser posible precisar el tiempo, lugar y modo) la conducta específica que realizó el autor y que produjo el resultado lesivo exigido por el tipo penal. Así por ejemplo, se deberá precisar cuándo el autor agredió (física o psicológicamente) a su víctima, cuántas veces lo hizo, en qué lugar y de qué forma lo hizo. Aquí se debe satisfacer la condición de especificidad hasta el límite de lo razonablemente posible, lo cual a su vez está determinado por las necesidades reales de defensa del imputado en ponderación con las posibilidades materiales del Ministerio Público para contar con dicha información.
  • Afirmar la presencia del resultado típico exigido por la norma penal: muerte, lesiones físicas o daño psíquico, o cualquier otro tipo de afectación psicológica, según corresponda el caso. El deber de especificidad exige también aquí que, si se trata de lesiones psíquicas, se describa qué tipo de patología o afectación psicológica concreta sufrió la víctima. Si se tratasen de lesiones físicas, se deberá describir qué tipo de lesiones y en qué parte del cuerpo se produjeron, cuantos días de incapacidad médico legal requirieron o si produjeron una desfiguración permanente o hicieron impropio un órgano para su función; etc. Si se tratase de un Feminicidio, se deberá describir el diagnóstico específico de la muerte (Shock hipovolémico, enclavamiento de amígdalas, falla multi orgánica, etc.).

Debemos acabar aquí nuestra propuesta, no sin antes insistir en que los elementos del tipo penal no pueden ser interpretados al margen de nuestro ordenamiento jurídico interno. Es legítimo que se busque limitar los alcances del tipo penal de cara a evitar la sobre criminalización de ciertas conductas poco lesivas; sin embargo, este afán no nos debe llevar a generar un desequilibrio con la necesidad, también legítima, de proteger bienes jurídicos muy importantes para una convivencia pacífica, libre de violencia, propia de un país civilizado.

4. RESUMEN

4.1 Para la configuración del delito de Feminicidio así como para la configuración de los delitos de Lesiones y otras agresiones en contra de la mujer e integrantes del grupo familiar, en cualquiera de sus modalidades, se requiere que la violencia se realice siempre en el marco de al menos uno de los contextos contenidos en el primer párrafo del artículo 108-B del CP. Uno de ellos es el «contexto de violencia familiar».

4.2 El «contexto de violencia familiar», se constituye así en un elemento normativo del tipo penal de cualquiera de los delitos antes mencionados. Por tanto, es deber del Ministerio Público definir e imputar este elemento adecuadamente.

4.3 Para este propósito, el concepto de «violencia familiar» no puede ser extraído ni de la Guía de evaluación psicológica forense, ni de la línea jurisprudencial contenida en la casación civil n. º 246-2015-Cusco, ni de la tesis formulada por los profesores Rivas la Madrid y Mendoza Ayma, en el ámbito de la doctrina nacional.

4.4 La Guía de evaluación psicológica forense, asume un criterio de violencia que no atiende al contexto estructural y cultural en la que esta se produce, además de no ser compatible con el concepto de violencia recogido en los artículos 6 y 8 de la Ley 30364.

4.5 La doctrina contenida en la casación civil n. º 246-2015-Cusco, es inadecuada puesto que el concepto de violencia familiar no puede ser extraído por simple oposición a los conceptos de «conflicto familiar» o «disputa conyugal». No hay bases para establecer que esencialmente el concepto de conflicto sea algo no relacionado con la violencia. Todo lo contrario, la violencia solo es la etapa final del conflicto cuando los mecanismos racionales de solución se dejan de lado. Existe una constante oscilación entre conflicto y violencia en el marco de las dinámicas de la violencia familiar que hacen confuso e inadecuado el uso de esta distinción.

4.6 La tesis propuesta por Rivas La Madrid y Mendoza Ayma, para definir el «contexto de violencia familiar», carece de amparo legal, exige baremos muy altos de gravedad para calificar como típica una agresión y, por último, dicha tesis sigue anacrónicamente enclaustrada en dogmas psicologizantes ya superados por la dogmática penal contemporánea, todo lo cual termina exigiendo más elementos típicos que los que realmente están contenidos en la norma penal, con lo cual además se genera serios vacíos de impunidad.

4.7  Nuestra propuesta es definir la violencia familiar simplemente bajo los términos del artículo 6 de la Ley 30364. En tal sentido, existe violencia familiar cuando la agresión se produce en el marco de relaciones de responsabilidad, poder o confianza. Las relaciones de responsabilidad son aquellas amparadas por el derecho, en las cuales una persona tiene respecto a otra, deberes de cuidado, protección, etc; lo cual genera cierta asimetría en el trato. Las relaciones de poder, son también relaciones asimétricas de dependencia, dominio, control o sometimiento, pero que se producen por situaciones de facto (sin ser secundadas por el derecho). Por último, las relaciones de confianza, son relaciones horizontales o de llaneza en el trato, basadas en relaciones afectivas reales (no de simple parentesco) o en la conducta previa de una persona, lo cual hace razonable una hipótesis de una conducta futura favorable o por no menos no perjudicial para la otra parte de la relación.

4.8 Por tanto, el contexto de violencia familiar deber ser imputado respetando este contenido dogmático, pero además asegurando el goce adecuado del derecho a ser informado de la acusación. Esto último se logra: (i) formulando enunciados de tipo descriptivo que se subsuman en el supuesto de hecho abstracto de la norma, y (ii) cumpliendo suficientemente una «condición de especificidad» en la formulación de dichos enunciados que permitan individualizar la conducta del autor como un «hecho único».

4.9 Haciendo aún más explícito el proceso para imputar adecuadamente una agresión en un «contexto de violencia familiar», se propone seguir los siguientes pasos: (i) Determinar si el autor puede ser considerado dentro del círculo de integrantes del grupo familiar al que pertenece la víctima, (ii) Identificar cuál es el tipo de relación previa que existía entre autor y víctima (de responsabilidad, poder o confianza), (iii) formular enunciados descriptivos que nos permitan explicar con suficiente nivel de especificidad cómo es que en el mundo real esa relación de responsabilidad, poder o confianza, se presenta, (iv) Describir y circunstanciar (en tiempo, lugar y modo de ser posible) la conducta específica que realizó el autor y que causó el resultado lesivo exigido por el tipo penal, y (v) Afirmar la presencia del resultado típico exigido por la norma penal describiéndolo —insistimos— con el suficiente grado de concreción tal como se ha exigido para los demás elementos del tipo.

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5. BIBLIOGRAFÍA

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[1] De allí incluso el error en el que incurre la Guía de evaluación psicológica forense al consignar como año de publicación del documento de la referencia el año 2015, cuando en realidad el documento citado data del año 2005.

[2] Cfr. El texto completo de dicha disposición fiscal, aquí: https://lpderecho.pe/lesiones-violencia-familiar-cinco-requisitos-configuracion-contexto-violencia/).

[3] Sin embargo, cabe discrepar con la tesis que identifica el bien jurídico protegido en este tipo de delitos con la «unidad y armonía familiar». En igual sentido es muy cuestionable la invocación al principio de insignificancia que más adelante se hará en esta sentencia para afirmar la atipicidad de los hechos.

[4] Evidentemente en la etapa de tutela, la prognosis sobre la posibilidad de que el agente vuelva agredir sí es relevante para el juez al momento de evaluar el otorgamiento de medidas de protección; por tanto, nuestra crítica se restringe únicamente al ámbito penal.

[5] Artículo 108-B.- Feminicidio

     Será reprimido con pena privativa de libertad no menor de veinte años el que mata a una mujer por su condición de tal […] La pena privativa de libertad será no menor de treinta años cuando concurra cualquiera de las siguientes circunstancias agravantes:

  1. Si la víctima era menor de edad o adulta mayor.
  2. Si la víctima se encontraba en estado de gestación.
  3. Si la víctima se encontraba bajo cuidado o responsabilidad del agente.

[…]

  1.     Si al momento de cometerse el delito, la víctima tiene cualquier tipo de discapacidad.
  2. Si la víctima fue sometida para fines de trata de personas o cualquier tipo de explotación humana.

[…]

[6] Artículo 121.- Lesiones graves

     El que causa a otro daño grave en el cuerpo o en la salud física o mental, será reprimido con pena privativa de libertad no menor de cuatro ni mayor de ocho años […] la pena privativa de libertad será no menor de seis años ni mayor de doce años cuando concurra cualquiera de las siguientes circunstancias agravantes: […]

  1. La víctima es menor de edad, adulta mayor o tiene discapacidad y el agente se aprovecha de dicha condición.

[7] Artículo 122-B.- Agresiones en contra de las mujeres o integrantes del grupo familiar

     El que de cualquier modo cause lesiones corporales que requieran menos de diez días de asistencia o descanso según prescripción facultativa, o algún tipo de afectación psicológica, cognitiva o conductual que no califique como daño psíquico a una mujer por su condición de tal o a integrantes del grupo familiar en cualquiera de los contextos previstos en el primer párrafo del artículo 108-B, será reprimido con pena privativa de libertad no menor de uno ni mayor de tres años e inhabilitación conforme a los numerales 5 y 11 del artículo 36 del presente Código y los artículos 75 y 77 del Código de los Niños y Adolescentes, según corresponda.

La pena será no menor de dos ni mayor de tres años, cuando en los supuestos del primer párrafo se presenten las siguientes agravantes:

[…].

  1. La víctima se encuentra en estado de gestación.
  2. La víctima es menor de edad, adulta mayor o tiene discapacidad o si padeciera de enfermedad en estado terminal y el agente se aprovecha de dicha condición.

[…]

[8] Artículo 170.- Violación sexual

     El que con violencia, física o psicológica, grave amenaza o aprovechándose de un entorno de coacción o de cualquier otro entorno que impida a la persona dar su libre consentimiento, obliga a esta a tener acceso carnal por vía vaginal, anal o bucal o realiza cualquier otro acto análogo con la introducción de un objeto o parte del cuerpo por alguna de las dos primeras vías, será reprimido con pena privativa de libertad no menor de catorce ni mayor de veinte años. La pena privativa de libertad será no menor de veinte ni mayor de veintiséis años, en cualquiera de los casos siguientes: […]

  1. Si la víctima se encuentra en estado de gestación.
  2. Si la víctima tiene entre catorce y menos de dieciocho años de edad, es adulto mayor o sufre de discapacidad, física o sensorial, y el agente se aprovecha de dicha condición.

 

[9] Cfr. https://elcomercio.pe/peru/ancash/chimbote-hombre-dopaba-pareja-abusar-hijastra-180540-noticia/ .

[10] Los problemas de indeterminación del hecho generalmente se tratan en el Perú bajo el concepto de «Imputación necesaria». Por nuestra parte creemos que dicho concepto es confuso e inapropiado y que debe desterrarse de nuestra jerga jurídica, es por eso que no lo utilizaremos en este trabajo.

[11] La indeterminación del hecho también puede afectar la constitución del elemento objetivo del objeto procesal. Aquí nos centraremos solo en la afectación al derecho a ser informado de la acusación pues, si se garantiza este, indirectamente se garantiza también la adecuada formación del objeto del proceso.

[12] Cuando se indica que se presupone la atribución, no estamos diciendo que la existencia o la prueba de esos elementos también se presuponen. Esto vulneraría la presunción de inocencia. Queda bien claro, que lo único que se presupone es que afirmar una cosa implica afirmar necesariamente otra, más no que lo que se afirma esté probado, ya en el proceso se verá con la prueba pertinente si esa atribución resulta acreditada o no.

[13] Conviene aclarar en este punto que el deber de no formular acusaciones implícitas hace referencia al hecho de que el imputado no tiene porqué inferir los cargos en su contra de los actos de investigación contenidos en la carpeta fiscal, de lo dicho en la prensa o de lo insinuado verbalmente por el fiscal (expediente N° 8123-2005-PHC/TC). Pero cuando los cargos son puestos de manera formal en conocimiento del imputado, ya no existe justificación para pedirle a este un mínimo nivel de participación en el acto de comprensión.

[14] Al respecto el reconocido profesor Sancinetti (2001) señala lo siguiente: «En principio uno se siente inclinado a cortar el hilo de la discusión con el sable de las palabras de la ley: si una descripción usa las palabras del tipo penal va de suyo —rezaría este argumento—que no se trata de un descripción de un hecho, sino de una subsunción. Por tanto, para individualizar el hecho en la acusación sería necesario que el fiscal, al menos, descendiera un escalón en el nivel de abstracción de estos conceptos, empleara, por ello un vocablo más cercano al uso del lenguaje natural.- Pero una exigencia de esa índole, con pretensión de validez general para todas las palabras de la acusación, sería errada […], no todo concepto de un tipo penal puede ser descompuesto en datos facticos más cercanos al lenguaje natural» (pág. 100).

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