En nuestro país existe una tendencia marcada a regular lo que no se entiende. Quizá, es precisamente porque un fenómeno no es entendido cabalmente que surgen las sospechas que únicamente nos conducen a la destrucción de la innovación. La denominada sharing economy representa una verdadera revolución en la forma en la que se ofrecen productos y servicios y, obviamente, se ha revolucionado también la forma en la que los consumidores y usuarios acceden a estos.
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La sharing economy se caracteriza por formar redes en las que los individuos interactúan intercambiando, ya sea de forma gratuita u onerosa, bienes y servicios. Estas redes generan valor porque permiten a los individuos emplear bienes de otros (ejemplo, transportarme con un vehículo que le pertenece a otro sujeto), incrementa la cantidad de oferta disponible (lo cual favorece la competencia), reduce la asimetría informativa entre consumidores y proveedores y, en buena cuenta, empodera al consumidor porque permite que este penalice al mal proveedor de forma directa sin necesidad de que se apele a una autoridad que, burocráticamente, dictamina regulaciones desconectadas de la interacción espontánea de los individuos.
Los que todavía no entienden cómo funciona esta dinámica tratan de forzar el ajuste de un modelo de negocio a un esquema regulatorio vigente (el ofertante eventual de un espacio en su casa opera como un hotel y quien ofrece un viaje en su vehículo opera como un taxi) lo cual representa un despropósito de magnitudes alarmantes. Existen dos datos que vale la pena destacar: en primer término, las fronteras entre el “consumidor” y el “proveedor”, hoy más que nunca, son bastante borrosas. Ello explica el porqué la lógica tradicional del sistema de protección al consumidor no puede ser aplicada autómatamente en esta dinámica (el señor X es sancionado por ser proveedor de un servicio del cual es consumidor en otro momento).
En segundo lugar, debe entenderse la función de las plataformas en tanto reductoras de costos de transacción y facilitadoras del flujo de información en el mercado. Golpear a los intermediarios representa una afrenta para los consumidores que ven satisfechas sus necesidades en este nuevo modelo y para miles de individuos que encuentran una oportunidad de negocio que antes no tenían. Los mercados no son estáticos. Cuando surge un problema informativo nace una oportunidad de negocio.
Creo que debe hacerse un esfuerzo importante en educar a los individuos, y en especial a los legisladores, respecto de la interacción en la sharing economy. El consumidor sabe que estas plataformas permiten dinamizar el flujo de información reputacional. Los taxistas se quejan porque están acostumbrados al decadente servicio que prestan. La solución, en todo caso, no pasa por igualar a todos en regulación exigente sino por desmontar regulaciones absurdas y permitir que la gente elija libremente lo que más le conviene.
A esos defensores de los consumidores que quieren regular los aplicativos móviles, vale la pena recordarles el concepto de “soberanía del consumidor”. Que se permita la participación de Uber y otras empresas en el mercado del transporte no representa expropiación alguna para los taxistas… simplemente los enfrenta a nueva competencia como fuera resuelto en el importante caso Illinois Transportation Trade Association contra la Ciudad de Chicago. El derecho debe innovar al igual que la tecnología. De lo contrario, el intento de regular aplicativos móviles de transporte para no afectar a los taxistas sería análogo a un intento pasado por regular los automóviles para preservar el derecho de los conductores de carruajes. Es simplemente mal derecho.