El mito de la autopuesta en peligro en los delitos patrimoniales. Una invención peligrosa

Sumario: 1. Conceptos y consecuencias, 2. Una doctrina no muy afortunada acogida por la Corte Suprema (RN 2504-2015 Lima)


1. Conceptos y consecuencias

Pensemos en cuántos casos se han resuelto por atipicidad, recurriendo a la autopuesta en peligro de la víctima. Figura también conocida por sus nombres de faena, como acciones a propio riesgo, competencia de la víctima, imputación a la víctima, asunción del riesgo por la víctima y un montón de etcéteras. El contenido siempre será que no es posible construir un acto típico dominado por el sujeto activo, cuando media una conducta riesgosa de la víctima que dibuja el resultado en su perjuicio.

Podemos tolerar supuestos donde el dominio lo tiene la propia víctima y asume el resultado como suyo. Casos de quien se lanza a las vías del tren en marcha o quien juega a la ruleta rusa y se dispara o, el famoso caso del soldado que bebe alcohol hasta morir intoxicado, pueden  admitir la descarga de la imputación a la víctima, sin mucho reparo, aunque sí con algunas discusiones de actuaciones de terceros responsables.

Sin embargo, la evolución de tal filtro de imputación no fue muy afortunada, pues cada vez fueron incluyendo supuestos donde la víctima si bien asumía cierto riesgo, ya no es racionalmente posible hacerla responsable del resultado disvalioso, apartando sin más al configurador del hecho.

Lo extraño es que el legislador no acoge tal doctrina. Sanciona a quien mata a un enfermo incurable que solicita su muerte de forma expresa y consciente (art. 112 CP) o, a quien ayuda a otro a cometer un suicidio (art. 113 CP). Lo último que se imaginaría el sistema penal es acudir a la autopuesta en peligro en estos casos.

Podríamos convenir que el bien jurídico (vida) es indisponible en estos supuestos, pero si esto es así, entonces ¿porqué en los casos de muertes culposas se volvería disponible? En muchos casos de accidentes de tráfico vehicular, se juzga el comportamiento de la víctima como responsable del resultado y, claro, siempre tendrá participación, incluso muchas veces una participación culposa, negligente, imprudente, descuidada, atrevida, arriesgada y (otra vez) un montón de etcéteras.

Pero en el afán de descifrar qué tan imprudente fue la víctima, nos olvidamos de la conducta del autor, de juzgar su comportamiento. Si fue intencional, con conocimiento, indiferente, imprudente o deliberadamente cegado.

Está bien juzgar el comportamiento de la víctima, pero es solo la mitad del camino para descubrir a quién pertenece la imputación del resultado lesivo. Si le pertenece solo a ella, si le pertenece solo al autor o, si les pertenece a ambos.

Inscríbete aquí Más información

En el primer caso, sin duda, no habrá un comportamiento disvalioso del autor y el mismo, estará liberado. Pero en los supuestos siguientes, el autor siempre responderá. Ahí el problema con las denominadas autopuestas en peligro que, en la práctica únicamente buscan un actuar negligente de la víctima para liberar al autor de forma casi automática. La cuestión es ¿qué sucede si ambos han configurado el resultado? ¿no deberían responder los dos?

En el campo de la intervención delictiva, cuando la configuración del resultado, les corresponde a una pluralidad de agentes, ya sea a título de coautoría o participación, todos responden porque el resultado en su concreta configuración les pertenece a todos. Incluso se sanciona la complicidad secundaria, esto es: cualquier forma dolosa de prestación de asistencia al hecho punible (art. 25 CP).

Luego, las formas culposas de intervención delictiva, al parecer (solo al parecer) no estarían siendo sancionadas. Sin embargo, en los supuestos de acciones a propio riesgo de la víctima, en muchos supuestos, esta resulta siendo una cooperadora negligente del autor doloso. No obstante, de forma extraña se la hace responsable por todo el resultado lesivo, excluyendo a quien configuró el hecho disvalioso.

2. Una doctrina no muy afortunada acogida por la Corte Suprema (RN 2504-2015 Lima)

Uno de los casos más paradigmáticos acogidos como precedente vinculante por nuestra Suprema Corte, lo constituye el recurso de nulidad 2504-2015 Lima, que analiza los casos de estafa, cuando la superación del error es competencia de la víctima. Señala en la sumilla lo siguiente:

  1. La sola constatación de un engaño, vinculado causalmente a una disposición patrimonial perjudicial, con déficit de información -error-, no implica, per se, la configuración del delito de estafa.
  2. Solamente existirá un engaño típico de estafa, cuando la superación del déficit de información -error- no es competencia de la víctima disponente sino del autor del hecho o suceso fáctico; esto es, cuando la víctima carece de accesibilidad normativa a la información.
  3. En estos casos, el autor es garante de brindar a la víctima la información que a ésta no le competía recabar o descifrar.

Para entrar en contexto, podemos resumir dos hechos que juzgó la Corte. El primero consistente en que la procesada convenció a los propietarios de dos empresas a entregarle seis (la primera empresa) y cuarenta y nueve (la segunda) camionetas para destinarlas a trabajos en empresas mineras, entregando solo una parte del pago, para posteriormente, sin tener ninguna facultad de disposición, proceder a la venta de los vehículos a terceras personas.

El segundo hecho (consecuencia del primero), es que la procesada procedió a vender los vehículos a varias personas, a precios bajos, afirmando que provenían de remates judiciales y que estaba realizando los trámites de las tarjetas de propiedad hasta la obtención de la totalidad el pago.

Parece que el caso hubiera sido construido en un laboratorio, precisamente para aplicar teorías normativas de competencia de la víctima sobre el acceso a la información que le permitan superar cualquier error. Y es que uno se va preguntando (mientras escribe) ¿cómo una persona pudo convencer a empresarios experimentados a entregar tal cantidad de vehículos con solo una parte de pago? ¿cómo pudo vender dichos vehículos a terceros sin siquiera tener las tarjetas de propiedad?

Sin duda una persona muy convincente, encontró a muchas personas bastante crédulas. Sin embargo, es aquí donde comienza el discurso práctico. Un observador profano, sin duda, imputaría el resultado perjudicial a los tontos perjudicados por su falta de buen juicio, no obstante, tal conclusión resulta meramente intuitiva. Con ello, no afirmamos que sea una mala conclusión, solo que la misma no sigue un orden jurídico de distribución de responsabilidades.

Un operador jurídico, tendría que apartarse de sus primeras impresiones y, juzgar de acuerdo a una teoría ordenada que determine una asignación racional de responsabilidades, de acuerdo a los comportamientos disvaliosos de cada interviniente, entendidos como su obra.

¿Cuál es la justificación para irrelevar las conductas engañosas de la procesada y hacerlas atípicas? ¿Cuál la razón para hacer más relevante la conducta descuidada de las víctimas? Si llamamos a concursar los comportamientos, tendríamos un resultado por demás insólito: un comportamiento culposo de un interviniente (víctima) resulta más disvalioso que un comportamiento doloso de otro interviniente (autor), de tal manera que, el resultado en su configuración final, le corresponde únicamente al interviniente culposo.

Inscríbete aquí Más información

Podemos anotar que el patrimonio es un bien jurídico de libre disposición, es cierto; pero a menos que verifiquemos un concierto por parte del titular del bien (víctima) con un tercero (autor) para aceptar el riesgo de pérdida del bien, el hecho del autor no puede ser irrelevante para el derecho penal.

Por ejemplo, si el titular del bien realiza una apuesta informal o incluso ilegal o practica juegos de azar y, deja a la fortuna el destino de su patrimonio, indudablemente releva cualquier intervención del ganador, como responsable penal de la pérdida. Luego, el riesgo le es atribuible al titular porque asumió tanto la posibilidad de victoria como de pérdida. En otros términos, el resultado se enmarca dentro de su propio plan y pertenece al libreto diseñado por la víctima. No puede por ello, responder un tercero, cuando se cumplió el programa de la víctima, así sea un resultado no deseado, pero enmarcado dentro de su proyecto.

Sin embargo, cuando el resultado no se encuentra dentro del plan de la víctima, la cuestión es ¿por qué responde por dicho resultado? La Corte Suprema asume conceptos de incumbencia respecto de la averiguación de la información, de una muy lúcida Nuria Pastor Muñoz (La determinación del engaño típico en el delito de estafa, Marcial Pons, 2004, p. 226 y ss.), señalando en el fundamento décimo quinto del recurso de nulidad aludido:

«…es el criterio de la accesibilidad normativa, el que permite delimitar los ámbitos de competencia respecto de la superación del déficit de información que permita interactuar de forma libre en el mercado. Hay accesibilidad normativa cuando el disponente tiene, por una parte, acceso a la información que necesita para tomar su decisión de disposición y goza, por otra, de los conocimientos necesarios para descifrarla. En caso de que haya accesibilidad normativa para el disponente, incumbe a este último averiguarla»

A partir de tal construcción normativa, la Suprema invoca la aplicación del artículo 2012 del código civil que consagra el principio de publicidad registral, afirmando una presunción iure et de iure el conocimiento de las inscripciones por parte de los ciudadanos peruanos, por lo que, siendo los automóviles bienes inscribibles, «[E]sta carga de cuidado fue infringida por los afectados. En consecuencia, existe competencia de la víctima» (ver fundamento décimo octavo).

El fundamento es claro y ordenado, pero no resulta convincente desde la teoría del delito y la configuración de la acción disvaliosa y el dominio del resultado. Acepta la Suprema que hubo un engaño vinculado causalmente a la disposición patrimonial. Esto es, asume un comportamiento engañoso por parte del autor. Sin embargo, señala que ya no es un problema de causalidad, sino de imputación a la víctima.

Quizás ahí reside el error en cuanto al objeto de juzgamiento. Nos olvidamos de juzgar la conducta del autor. Centramos la atención únicamente en la víctima y liberamos una conducta más disvaliosa que la propia víctima, dominada por el autor del hecho.

Es extraño, pero precisamente en los delitos de defraudación patrimonial y en las estafas propiamente, generalmente los configuradores del hecho engañoso, no escogen víctimas cuidadosas, diligentes o más astutas que aquellos, pues los delitos patrimoniales jamás se producirían. Cuando la Corte Suprema, nos desarrolla un acto adicional para hacer relevante penalmente el acto engañoso, que es el bloqueo de la información, como la posibilidad de falsificación de documentos por parte del autor, para lograr un convencimiento típico (ver fundamento vigésimo primero); ello implicaría que los delitos de estafa deberían estar acompañados siempre por un segundo delito. Tal razonamiento no es admisible, desde la estructura típica misma del delito de estafa.

Lo cierto es que cada quien debe responder por sus acciones. Si la víctima contribuyó decisivamente al resultado perjudicial en su agravio, tal vez su culpa se reflejará en el terreno de la indemnización (no así en la devolución del patrimonio), pero no puede apartar un acto doloso de un autor responsable.

El derecho penal, estaría permitiendo acciones perjudiciales responsables y retirando tutela a los ciudadanos no cuidadosos. Sin embargo, en su lógica normativa, olvida juzgar lo que siempre debió ser juzgado: la conducta del autor.

Podría apoyar la tesis de la Suprema, supuestos de escuela como el caso de ofrecer en venta la catedral de una ciudad, contratar a un chamán para atraer a un ser amado, la venta de terrenos en Marte, etcétera.

En principio, no sería muy justo comparar estos supuestos al caso de venta de automóviles, por obvias razones, ya que el último caso, se refiere a transacciones de mercado cotidianas y legítimas, y; no a situaciones no creíbles, extravagantes o graciosas. En segundo lugar, en los casos citados como inverosímiles, acontece que el error no es causado por el autor configurador del hecho, sino que obedece a las creencias o la fe del disponente. Tal como dar limosnas en la iglesia o donar dinero a algunas sectas religiosas, en la creencia que serán salvados de este mundo terrenal.

Incluso en el caso concreto que analizó la Suprema, los vehículos existían y fueron entregados a los afectados, por lo que un ciudadano promedio que no haya acudido al registro vehicular, no tendría porqué ser excluido como víctima del delito de estafa, cuando el objeto de la venta le es incluso entregado por el vendedor. El derecho penal, no puede ser tan riguroso al escoger a la víctima en los delitos de estafa, cuando tales hechos se configuran precisamente por la habilidad del autor para crear un estado de error a víctimas descuidadas.

Inscríbete aquí Más información

Comentarios: