El Centro de Estudios Constitucionales del Tribunal Constitucional hace poco que presentó en la 21ª Feria Internacional del Libro de Lima 2016, el libro La Constitución peruana comentada, del jurista del siglo XIX, Luis Felipe Villarán. El acierto es innegable, se trata de un libro que examina de cabo a rabo la Constitución de 1860, una de las más longevas que ha tenido el Perú en su vida republicana. A continuación compartimos un fragmento en el que el autor compara las constituciones que precedieron a la de 1860.
Las constituciones de 1839 y 1856, son las más notables de las que se han dictado en el Perú. Aunque inspiradas en doctrinas opuestas, ambas contienen sabias disposiciones, y corregidos los defectos, provenientes del exagerado espíritu de reacción con que fueron dictadas, se encuentran en esas cartas, los elementos suficientes para una Constitución progresista y acomodada a nuestro estado.
Creemos conveniente hacer un breve estudio comparativo de esas constituciones.
En orden a los derechos públicos, la Constitución del 56 operó importantes reformas en la del 39. Suprimió la pena de muerte, y el fuero personal, aunque respecto de lo eclesiástico, lo dejó subsistente en parte, disponiendo que no se podía proceder a la detención, ni a la ejecución de pena corporal contra personas eclesiásticas, sino conforme a los cánones: reconoció los derechos de asociación y petición colectiva, y dio a los extranjeros el derecho de adquirir propiedad territorial, sin que por esto quedasen en la condición de peruanos como lo establecía la del 39.
En esta, el poder legislativo podía investir al ejecutivo, en los casos de peligro de la patria, de las facultades que juzgara bastantes para salvarla: en la del 56, el legislativo solo podía decretar dentro de la esfera constitucional, las medidas convenientes para ese objeto.
RPP | Entrevista a Carlos Ramos Núñez a propósito del libro de Luis Felipe Villarán
En el orden político, la Constitución del 56 suprimió la propiedad de los empleos, y señaló como únicas condiciones para ejercer la ciudadanía, ser mayor de veintiún años o casado, y para el sufragio, alguno de estos requisitos; saber leer y escribir, o ser jefe de taller, o tener alguna propiedad raíz, o haberse retirado, conforme a la ley, después de servir en el ejército o armada. La del 39, exigía acumulativamente para ejercer la ciudadanía, ser casado o mayor de veintiún años, saber leer y escribir y pagar alguna contribución. La del 56 sustituyó el sufragio directo al erróneo y vicioso sistema de elección indirecta.
Es indudable que en el orden electoral, una y otra Carta eran exageradas en sus disposiciones de espíritu opuesto.
La del 39 estableció al principio de la dualidad de cámaras, bien entendido. Eran diversas las condiciones de elegibilidad de los diputados y senadores; la base electoral para los primeros era la población, y la unidad treinta mil habitantes; los senadores, en número de veintiuno, eran elegidos por los departamentos; la cámara de diputados se renovaba por terceras partes cada dos años, y la de senadores por mitad cada cuatro años; a los diputados correspondía exclusivamente la iniciativa en las leyes sobre contribuciones, empréstitos y arbitrios; las legislaturas eran bienales. Como consecuencia lógica del principio de la dualidad, no existía el raro expediente de la reunión de las cámaras, en los casos de disidencia sobre los proyectos de ley, medida que desvirtúa por completo los efectos de la dualidad.
Algún exceso había tal vez, sobre todo para las impaciencias democráticas, en el espíritu conservador que dominaba en esta organización, y por reaccionar contra él, se fue la convención de 1856 al opuesto extremo. Se separó del principio de la dualidad, y creó un congreso de representantes, en el cual las condiciones de elegibilidad, la base electoral y la duración del cargo, eran las mismas para todos; en cada legislatura se hacía una división material en dos partes iguales por suerte, para que funcionaran separadamente; pero reuniéndose en caso de disidencia de opinión sobre algún proyecto de ley. Esta absurda organización del poder legislativo, era el más feo lunar de la Constitución del 56.
Esta Carta abolió la inmunidad civil de los representantes, consignada en la del 39. En orden al poder ejecutivo y a la administración, dominaba en la del 39 el espíritu de centralización. El periodo presidencial era de seis años, y entre las atribuciones del presidente estaban, la de suspender hasta por cuatro meses y trasladar a cualquier funcionario del poder judicial, cuando lo exigía la conveniencia pública; remover a los vocales y jueces con cierto número de votos del consejo de estado; conmutar la pena capital, conceder patentes de corso y letras de represalias, y presentar a los arzobispos y obispos. La del 56 redujo a cuatro años aquel periodo, y restringió las atribuciones del presidente.
La del 56 creó las juntas departamentales y las municipalidades; pero hubo exceso de descentralización departamental.
Suprimió esta Carta el consejo de estado, que según la del 39 era un cuerpo conservador y consultivo, y con esa supresión dejó un vacío en la organización política y administrativa, que no se llenaba, sin duda, con la institución del consejo de ministros que creó.
En el orden militar, la Constitución del 56 declaró que la «obediencia era subordinada a la Constitución y a las leyes», destruyendo así la obediencia pasiva. La del 39 declaraba que «la fuerza armada es esencialmente obediente: no puede deliberar».
Por esta, correspondía al presidente de la república nombrar los jefes y oficiales y demás empleados del ejército y armada conforme a las leyes, y a los generales con aprobación del congreso; por la del 56, los ascensos desde mayor graduado y capitán de corbeta hasta general y contralmirante inclusive los hacía el congreso a propuesta del ejecutivo. Esta Carta limitaba el número de generales a dos de división y cuatro de brigada, y a un almirante.
La Constitución del 56 hacía amovibles a los jueces y vocales.
Según la Constitución del 39, su reforma debía operarse de la manera siguiente. La proposición de reforma podía presentarse en cualquiera de las dos cámaras, firmada al menos por un tercio de sus miembros presentes: se le daba tres lecturas, con intervalo de seis días de una a otra, y se deliberaba después de la última, sobre su admisión a discusión. Admitida, pasaba a una comisión de nueve individuos, elegidos por mayoría absoluta, la cual en el término de ocho días presentaba su dictamen sobre la necesidad de la reforma. Este dictamen, se sujetaba o la misma tramitación que seguían los proyectos de ley, pero necesario eran los dos tercios de votos en cada cámara para su aprobación.
Sancionada la necesidad de hacer la reforma, se reunían las dos cámaras para formar el proyecto, bastando para su aprobación la mayoría absoluta. El proyecto pasaba al ejecutivo, quien oyendo al consejo de estado, lo presentaba con su mensaje al congreso en su primera renovación. En las primeras sesiones del congreso renovado se discutía el proyecto, en cámaras reunidas, y lo aprobado por mayoría absoluta, era artículo constitucional, que se comunicaba al ejecutivo para su publicación y observancia.
Según la Carta del 56, para reformar uno o más artículos constitucionales, se necesitaba que el proyecto fuera aprobado en tres legislaturas distintas, previa discusión en cada una de ellas como la de cualquier proyecto de ley.
Uno y otro sistema, consultaban la madurez y el acierto de la reforma, mediante la discusión en diversas legislaturas, y después de su renovación a lo menos parcial, pues aun cuando la del 56, nada decía sobre la renovación, pero por legislaturas distintas debe entenderse legislaturas renovadas, y no la misma en sesiones extraordinarias.