El siglo XVII es la época de las grandes «cazas de brujas» en Europa. Los momentos de mayor auge de la ola represiva contra la brujería coinciden con la aparición de la Bula «Summis desiderantes affectibus» del papa Inocencio VII, en la que se reconoce oficialmente su existencia, y que sirvió de base para que los dominicos publiquen, hacia 1487, el famoso Malleus Maleficarum («el martillo de las brujas»), que aunque nunca fue reconocida por la Iglesia Católica como suya, sirvió para la descripción, incautación de bienes, tortura y muerte (hoguera) de aquellas personas a quienes la Iglesia acusaba de «brujas».
El «Malleus Maleficarum» es uno de los libros más nefastos, perversos e impregnados de odio y cinismo, a decir de Eduardo Haro Ibars. Lo curioso es que no fue España donde se reprimió más la brujería al amparo de dicho documento, como sugiere la leyenda negra, sino en Alemania, donde la caza de brujas alcanzó mayores proporciones.
Cuando los europeos usaban la expresión brujería, se referían a dos cosas; primero, a la magia negra o maligna, que consistía en la realización de los maleficia (maleficios), ideados para producir daños, enfermedades, pobreza o cualquier otro infortunio; el segundo, el pacto con el Diablo, el enemigo del Dios cristiano, por el cual la bruja le rendía culto. A la clase popular le preocupaba más los maleficia, y de ahí que se instara su juzgamiento. A la élite le preocupaba más el pacto demoníaco, ya que se creía que la herejía de las brujas había llegado a ser más deliberada y organizada y, en consecuencia, representaba una amenaza para la sociedad.
La caza de brujas, una operación esencialmente judicial
La gran «caza de brujas» fue esencialmente una operación judicial. La totalidad del proceso de descubrimiento y eliminación de las brujas, desde la denuncia hasta el castigo, se producía bajo la mirada de los jueces. Pero, sabemos que en algunas ocasiones, la población se tomó la justicia por propia mano, aunque no existe forma de determinar cuántas personas murieron de ésta forma ilegal. El procesamiento intensivo de brujas en la época moderna se vio favorecido debido a ciertas innovaciones legales que tuvieron lugar entre los siglos XIII y XVI y que ayudan a explicar por qué la “caza de brujas” se produjo en un momento determinado de la historia.
La adopción del proceso inquisitorial demostró su máxima utilidad en delitos de brujería y herejía. Pero los requerimientos de prueba eran muy exigentes: el testimonio de dos testimonios oculares o la confesión del acusado. Las autoridades judiciales empezaron a permitirse la tortura con el propósito de obtener confesiones. Pero la tortura demostró ser un medio poco fiable, ya que generó confesiones engañosas. Brian P. Levack afirma: si la tortura es lo bastante dolorosa, hasta la persona más inocente y de labios más cerrados cometería perjurio contra sí mismo y confesaría prácticamente cualquier cosa que sus torturadores quisieran que dijese.
Los arquitectos del sistema judicial no lo desconocían y, por ello, reglamentaron su aplicación. Estas medidas variaban de un lugar a otro y con el paso del tiempo. Contenían originalmente la prohibición de utilizarla si el juez no podía demostrar que el crimen había tenido lugar, si no existía una sólida presunción de culpabilidad, proporcionada por un testimonio ocular o evidencias circunstanciales.
No se podía aplicar si era el único medio de establecer los hechos del caso, y antes se había de amenazar con su uso al sospechoso. Tampoco estaba permitido provocar la muerte a la víctima, se había de realizar en un solo día y no se podía repetir. También había ciertas normas que eximían a las mujeres embarazadas y a los niños. Y por último, no estaban permitidas las preguntas capciosas y se debía repetir la confesión fuera de tortura. Esto nos conduce a pensar que si los tribunales hubieran cumplido dichas normas, la “caza de brujas” no se hubiera producido.
Probablemente los jueces no se sentían culpables de torturar a personas inocentes porque, o bien pensaban que Dios protegería a los inocentes, o bien no creían en la inocencia del acusado. La tortura quedaba compensada por la magnitud del delito y con la confesión se justificaba dicha tortura. Por otro lado, la tortura facilitó la divulgación del concepto acumulativo de brujería. Aunque no contamos con estadísticas completas, parece ser que cuando se utilizaba de forma habitual, el índice de condenas podía ascender al 95%. Cuando no se aplicaba como en el caso inglés descendía al 50%[1].
Sería necesario atender a que la magnitud y las características de las «cazas» variaron dependiendo del tipo de tribunales que llevaron a cabo el proceso. A medida que la «caza de brujas» se afianzó en el XVI y principios del XVII una serie de circunstancias dio pie a la reducción de la jurisdicción clerical: la definición de brujería como delito civil, el declive de la inquisición papal y los tribunales eclesiásticos y las reticencias entre juristas y jueces eclesiásticos a tolerar abusos en los procedimientos. Resulta irónico que éstos fueran los primeros en reconocer que las violaciones procedimentales habían provocado numerosos errores judiciales y propugnaran cautela en posteriores actuaciones.
[1] H.C.E. MIDELFORT: Witch Hunting in Southwestern Germany, 1562-1684: The Social and Intellectual Foundations, Stanford, 1972, p. 149.
[Fuente: Realidades de la brujería en el siglo XVII: entre la Europa de la caza de brujas y el racionalismo hispánico, de Anna Armengol (Universidad Autónoma de Barcelona]