La reciente concesión del indulto presidencial por razones humanitarias en favor del expresidente Fujimori, pone el tema nuevamente en debate. A lo expuesto en un trabajo anterior sobre la validez del indulto político, el tema requiere un análisis complementario acerca de la concesión del indulto humanitario, el cual, si bien se expresa en la compasión a un sentenciado por su situación de salud, no deja tampoco de tener un matiz altamente político, y ciertamente aloja retazos de arbitrariedad porque se trata de una distinción de trato entre los reclusos.
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Tan arbitrario que, inclusive en casos de recomendación favorable de la junta médica correspondiente, dicho pronunciamiento no vincula al presidente a otorgarlo. Técnicamente podría denegarlo por cuanto se trata de una atribución propia de la figura presidencial. Por ejemplo, supongamos que al delincuente conocido como “Papita” se le diagnostique una enfermedad terminal (con recomendación de por medio), el presidente podría rechazarlo. Ello demuestra lo que venimos expresando sobre la discrecionalidad de esta potestad como algunas otras que preservan los sistemas políticos a efectos de resolver determinadas situaciones que difícilmente las puede concluir el derecho, y que corresponden, como estamentos de cierre, a las esferas políticas.
En el derecho anglosajón, desde el caso Ware vs. Hylton hasta la propia sentencia en el caso Marbury vs. Madison, donde el juez Marshall publicita el control constitucional como potestad de los jueces, lo cierto es que en esa misma sentencia reconoce que ello no convierte a los jueces en supervisores de cómo los poderes políticos ejercen sus poderes discrecionales: “El deber de la Corte es, únicamente, decidir acerca de los derechos de los individuos, y no indagar sobre cómo el Ejecutivo y sus oficiales ejercen sus poderes discrecionales”. Evidencia pues que hay esferas donde la judicatura no tiene competencia.
Una de estas esferas es, sin duda, las atribuciones presidenciales del perdón (como lo son en sede parlamentaria las vacancias y los juicios políticos). Ahora bien, se trata de instituciones reducidas a atributos excepcionales, es verdad, pero ello no significa que estas no existan.
Ello es muy difícil de entender, sobre todo en países como el nuestro, donde la doctrina y la judicatura se han suscrito ávidamente en la teoría del control judicial de todos los actos estatales, al punto que el propio Tribunal Constitucional, en reiterada jurisprudencia, ha señalado a “ojo cerrado” que “no hay zonas exentas de control”; con lo cual la confusión se ha generalizado al punto que es posible que llegue el día que un ministro judicialice su censura por inconstitucional. Entonces, llegado el día, tendremos que admitir que hemos pasado de un autoritarismo político, a una dictadura judicial.
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Más complejo aún resulta cuestionar el ámbito de la jurisdicción supranacional, en razón de la importancia que ha adquirido en las últimas décadas luego de la segunda guerra mundial. Su legitimidad en la defensa de los valores occidentales ciertamente es indudable, pero ello no significa que los estados suscriptores del sistema internacional pierdan su poder de ius imperium al extremo de pasar de ser estados a convertirse en colonias. No es exacto. La jurisdicción supranacional es residual. Opera en tanto y en cuanto los estados partes no satisfagan a sus ciudadanos en sus demandas convencionales.
De otro lado, el deber de cumplimiento de las obligaciones internacionales está en el contenido de los tratados, no en la jurisprudencia, por cuanto una interpretación, por más pacífica que pudiera ser, si es incompatible con un Estado parte, la prevalencia la tiene la Constitución, ya que la cesión de soberanía es siempre a la regla manifiesta del instrumento internacional, y no a la ampliación de contenidos que un tribunal pretenda imponer. Cuando hay la necesidad de ampliaciones, ésta se configura a través de enmiendas que permitan la aprobación de protocolos adicionales.
De otra parte, una interpretación limitante podría resultar válida en la medida que una decisión en manos de un dignatario transgreda derechos humanos convencionales. Lo que no ocurre en el caso del indulto, como tampoco en los juicios políticos (que se ejecutan en atención a una prerrogativa y no sobre un derecho humano). En efecto, el indulto requiere la imposición de una condena, y de su conclusión por razones políticas o humanitarias. Es decir, las razones no son propiamente jurídicas, aunque deban cumplir determinados presupuestos legales.
Ocurre lo contrario con la amnistía, que al ser una gracia que interrumpe el procesamiento de una persona, sí lesiona derechos concurrentes sobre todo de las víctimas en búsqueda de la verdad. Aún así, han servido para procesos de paz como en el Uruguay con la amnistía a los tupamaros, en España luego del franquismo, y recientemente en Colombia, en donde apostilla interesante, el gobierno de Santos no sólo no acató las medidas cautelares dispuestas por la CIDH en el caso Petro, sino, además en el propio proceso de Paz, la tensión está al tope con las amnistías concedidas para los integrantes de las FARCs.
En consecuencia, el hecho que la justicia supranacional constituya un estamento de capital relevancia para las democracias contemporáneas, no implica que su competencia sea ilimitada. Sin duda alguna los límites los contiene cada Constitución. Si en ellas, hay disposición opuesta, o en su caso controversial, desde la perspectiva del constitucionalismo, frente al tratado prevalece la constitución; por ello es que el indulto, siendo un acto de perdón, no es oponible a ningún derecho, sino todo lo contrario, una herramienta que debe permitir a la autoridad resolver situaciones de tensión que demandan un acto de autoridad para resolver determinado conflicto.
En definitiva, la vieja figura del indulto sigue siendo constitucional, y es además una herramienta de la autoridad para cerrar brechas, curar heridas, y superar traumas de carácter social. Es por eso que reposa única y exclusivamente en la figura del presidente, el que deberá evaluar como jefe del Estado, si es que debe desempolvar su poder de perdón tomando en cuenta los intereses de la Nación.
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Si lo hace, será la historia quien lo premie. O, en su defecto, lo censure. Pero condicionar la gracia, a expensas de la decisión de un tribunal aunque este sea supranacional, no es otra cosa que judicializar la política. Y ello significa traspasar sus límites. En efecto, como asevera García Morillo: “La politización de la justicia, tiene lugar cuando la actuación judicial se interpreta como una función de control político, cuando los actores judiciales subordinan el ejercicio de la función jurisdiccional al de funciones políticas sustitutorias de las que corresponden a otras instancias y, al hacerlo, abandonan su carácter jurisdiccional para convertirse en actores políticos”.
Razones que abonan en la tesis planteada, que admite el control constitucional y convencional en gran parte de los actos estatales, pero sin dejar de reconocer determinados márgenes políticos que obedecen no a la puesta en cuestión de los derechos, sino en la toma de posiciones sobre el uso de las prerrogativas y garantías en atención a la situación política que se vive en cada realidad. Y en la cual, son los propios ciudadanos los que necesariamente tienen el deber de tener un alto grado de madurez para aceptar las decisiones políticas por más impopulares que estas resulten. Y de los tribunales supranacionales de reconocer los procesos políticos que demandan la resolución de casos controversiales en donde deben limitar su intervención para preservar su legitimidad como organismos residuales de trascendental relevancia para la defensa de los derechos.