El capitán Gulliver habla de los jueces que fallan en contra del buen abogado

 

Martín Baigorria Castillo

Relegados hoy a literatura de aventuras y de entretenimiento, los cuatro admirables Viajes de Gulliver (1726) de Jonathan Swift constituyen, en realidad, un tratado de ciencia política aderezado de planteamientos utópicos. El ingenio, que relumbra en muchas de sus invenciones, ha eclipsado al autor de algunas de las más serias reflexiones sobre la sociedad europea en tránsito hacia la modernidad.

Swift nace en Dublín en 1667 y muere en la misma ciudad en 1745. Como sus coterráneos Wilde o Shaw, fue un irónico sin par y un maestro en el arte de la denuncia social. Denuncia que —venturosamente para sus lectores— es depurada por la observación certera y a la vez envuelta en toques de fantasía. Así, sus apuntes sobre médicos, científicos, académicos, clérigos, matemáticos, literatos e inventores de cosas vanas. Famosas son las páginas sobre los liliputienses, como lo son sus invectivas contra la vejez, el sinsentido de la guerra y el nulo mérito de la pobreza material. En otro texto, del año 1729, Swift alertará sobre el aumento demográfico, para el cual proponía un remedio terminante.

Veamos lo que este impenitente crítico escribe sobre jueces y abogados. En el cuarto de sus viajes, el itinerante capitán Lemuel Gulliver ha llegado a una isla utópica gobernada por caballos inteligentes y virtuosos. Gulliver es rápidamente «domesticado» por los equinos de la ínsula y, durante su estadía, trata de describir a sus amos el «estado político» de su tierra natal. Intenta, sin éxito, explicarles los conceptos de «ley», «propiedad», «litigio», «constitución» y «moneda».

En esas dificultades se hallaba Gulliver cuando habla acerca de los togados. El pasaje se halla en el capítulo quinto del cuarto viaje: en su tierra, los expertos en leyes se han multiplicado como orugas; existen en muy diversos grados, distinciones y denominaciones. Su misma abundancia los previene de un ejercicio honesto, pues su número es apenas inferior al de quienes en algún momento requerirán de sus servicios.

Los abogados en la distopía de Swift constituyen una raza de hombres «educados desde su juventud en el arte de demostrar, con palabras multiplicadas al efecto, que lo negro es blanco y que lo blanco es negro, para lo cual se les paga». Tienen por norma afirmar exactamente lo contrario de la verdad. Ante el estupor de su amo caballo, Gulliver pone un ejemplo:

«Si mi vecino quiere mi vaca, paga a un abogado para que demuestre que debe tomar posesión de ella. Yo pagaré a otro abogado para defender mi derecho. Ahora bien, como legítimo propietario, me encuentro en una doble desventaja. Primero, mi abogado ha sido formado casi desde la cuna para defender la falsedad, abogar por la justicia le es antinatural y, si lo condesciende a ello, lo hará con torpeza y mal de su grado. En segundo lugar, mi abogado habrá de actuar con extrema cautela para no ser reprendido por los jueces y aborrecido por sus colegas, que lo acusarán de debilitar la práctica del derecho».

En el ejemplo, el dueño de la vaca debe acudir a dos medios para conservar su propiedad: uno, sobornar al abogado del demandante, pagándole el doble de sus honorarios, para que este argumente a favor de su cliente; debe, al mismo tiempo, persuadir a su propio abogado para que este haga parecer su posición tan injusta como le sea posible. Toda una sátira del razonamiento contrario sensu y de la predictibilidad: los jueces fallarán, invariablemente, en contra de la pretensión mejor defendida.

Y es que, en la Inglaterra distópica de Swift, los jueces eran elegidos «de entre los más hábiles abogados, cuando estos se vuelven viejos y perezosos, y de tal modo han luchado toda su vida contra la verdad y la equidad que se hallan en «fatal precisión» de favorecer la opresión, el perjuicio y el fraude. En realidad, como buenos veteranos del oficio, los magistrados desconfiaban de alegatos y razones: si el abogado defendía una pretensión X, lo más probable, lo único probable, es que la verdad asistiese a la parte contraria. Si el abogado de esta (como en el ejemplo de la vaca), en vez de defender la postura Y argumentaba a favor de X, el corolario lógico es que la hipótesis Y era la correcta. La desconfianza institucionalizada puesta al servicio de la justicia.

No escaparon a la pluma, o mejor dicho, al escalpelo de Swift, la lentitud de los procesos. Se consultarán ad infinitum los precedentes de la vaca: si es negra o pintada, si tiene los cuernos largos o cortos, si se nutrió en un campo redondo o cuadrado, si se le ordeña en casa o fuera de ella. Así, el litigio podía durar buenos diez, veinte o treinta años.

Aun se adelanta Swift a un problema que hoy se estudia con el mayor interés, cual es el llamado «analfabetismo jurídico». Los premodernos abogados de Gulliver constituyen una asociación poseedora de una jerga particular, no comprendida por mortal alguno (this society hath a peculiar cant and jargon of their own, that no other mortal can understand). En esa extraña jerigonza están escritas todas las leyes, «que ellos ponen especial empeño en multiplicar, de manera que han acabado confundiendo la misma esencia de lo verdadero y lo falso, de lo justo y lo injusto». Lo abstruso del lenguaje forense, el caos de las compilaciones, la dilación de los juicios, el formalismo y la concepción de la abogacía como un extraño pero necesario sacerdocio afloran de una pluma que parece siempre escribir en primera persona.

En sus malhumores, que invitamos a los lectores a continuar degustando, Jonathan Swift anuncia el advenimiento de la Era de la Razón. Sabemos de la acritud de este irlandés culto y libertario, enemigo de los nacionalismos y del falso conocimiento. Quizá en los liliputienses, en los risueños académicos inventores de cosas imposibles y en los caballos virtuosos depositó su verdadero amor hacia la humanidad. Incluidos los abogados…

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