Alan García Pérez es el único expresidente constitucional que muere por mano propia en la historia del Perú. Yerra un tanto Víctor Andrés García Belaunde, cuando señala el precedente trágico de Gustavo «El Zorro» Jiménez (Cerro de Pasco, 1886 – Pampas de Paiján, La Libertad, 1933). Jiménez había sido fugaz presidente de la Junta Transitoria de Gobierno en 1931, durante los convulsos años de la guerra civil que sobrevino tras el colapso del Oncenio de Augusto B. Leguía (1919-1930). Sucedió a esta junta el gobierno transitorio de David Samanez Ocampo, encargado de convocar a elecciones para la asamblea que preparó la Constitución Política de 1933. En este, Jiménez se desempeña como ministro en la cartera de Guerra, desde la cual impulsó la dación del primer Estatuto Electoral que reconocía el voto secreto y (casi) universal. Decimos «casi», pues, como se sabe, aún estaba lejos el reconocimiento del derecho de las mujeres a ser y ser elegidas
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Por desavenencias con Luis M. Sánchez Cerro, quien asume la presidencia constitucional en diciembre de 1931, el comandante Jiménez intenta a inicios de 1933 una nueva revolución en el norte del país, con probable —aunque nunca comprobado— apoyo del APRA. Ello es que Jiménez, antiguo compañero de levantiscas de Sánchez Cerro, discrepaba de las formas autoritarias que había adoptado el régimen y, particularmente, censuraba las ejecuciones extrajudiciales de militantes apristas acaecidas en 1932. Así, emprende en Cajamarca un levantamiento militar con el fin de derrocar al presidente en ejercicio y, de esa manera, acaso poner fin a la guerra civil.
Hombre de espíritu aventurero y aun romántico, Jiménez se autoproclama Jefe Supremo Político y Militar de la República. Para garantizar la transparencia y la entraña «patriótica» del movimiento, el «Zorro» prescindió de la participación del APRA. Las fuerzas del gobierno acecharon al comandante Jiménez y a su regimiento por tierra, mar y —literalmente— aire. El rebelde fue emboscado y apareció muerto en las pampas circunvecinas de Trujillo el 14 de marzo de 1933. La versión oficial adujo que Gustavo Jiménez se suicidó ante la perspectiva de caer prisionero y ser posteriormente fusilado.
La aplicación sumaria de la pena de muerte hubiera sido el final del conspirador, en aplicación de la ley marcial. Ocurre que, a comienzos de 1933, no solo existía un conflicto interno en el país; también el Perú libraba una guerra con Colombia. Así que la ejecución de Jiménez sería formalmente «legal», pues le correspondería la imputación de traición a la patria en tiempo de guerra. El dato concreto es que Jiménez fue declarado muerto en la emboscada del 14 de marzo y su cadáver fue mostrado en una fotografía en la que aparece rodeado de soldados del Ejército Peruano. La necropsia fue proclive a la versión del gobierno, pero esta no es aceptada de manera unánime por los historiadores. Jorge Basadre, en su Historia de la República del Perú se limita a la narración precisa de los hechos; Alberto Tauro del Pino, en la entrada correspondiente a Gustavo Jiménez de su Enciclopedia ilustrada del Perú (Lima: Peisa 2001, p. 1331), consigna el suicidio de Jiménez como una posibilidad.
Luis Alberto Sánchez, un testigo atento e inesperadamente imparcial, describe a Jiménez como un «hombre honesto, valeroso y sincero» (Los burgueses. Lima: Mosca Azul, 1983, p. 157) y como un personaje «dinámico y enérgico» (Los redentores. Lima, 1984, p. 77).[1] En sus memorias, Sánchez (Testimonio personal. Lima: P. L. Villanueva, 1969, tomo I, pp. 431-432) recuerda las dudas que la «versión oficial» despertó en la opinión pública de Lima, pero concluye decantándose a favor de la tesis del suicidio. El único relato de los dramáticos acontecimientos del 14 de marzo de 1933, reproducido por Basadre (Historia de la República del Perú. Lima, 1968, tomo XI, pp. 293-297) procede de un militar cercano al régimen. El 30 de abril de 1933, el propio presidente Sánchez Cerro es asesinado por un simpatizante aprista. Este hecho de sangre constituyó el fin de la guerra civil.
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En las décadas de 1930 y 1940, la figura del aguerrido «Zorro» Jiménez circuló en la tradición oral del valle norteño de Chicama. Se contaba que Jiménez, en su huida camino a las pampas, pedía asilo en las distintas haciendas del valle. Ninguna lo recibió.
[1] Verdaderamente, tenía algo de zorro: los ojillos vivaces; las orejas agudas; la permanente tensión; el tamaño del cuerpo, pequeño y elástico; el aire resuelto y a la vez huidizo. Lo apodaron así desde la Escuela Militar a la que ingresó apenas salida de la secundaria. Había nacido en Cerro de Pasco el año de 1886, un año después de que José Gálvez naciera en la cercana Tarma. El poeta y el militar formarían parte del mismo gabinete que quiso cerrar las puertas de la violencia y abrir la de la legalidad en 1931.