Esto nunca me había pasado, nunca. Hace unos días, mientras estaba en medio de una audiencia de juicio oral y a pocos minutos de terminar mis alegatos finales, sucedió lo inevitable. Me descompensé. Comenzó con mareos, un sudor frío, y …el descontrol. Me desconecté abruptamente de la audiencia virtual y terminé en la sala de emergencias de una clínica con médicos a mi alrededor.
Y mientras el galeno me preguntaba por mis síntomas, yo pensaba en los alegatos que no había terminado. Traspiraba a chorros, y cruzaba por mi mente la imagen del juez, dándome de cara con lo que no dije, con lo que ya no pude sostener.
Hasta ese día, nada podía detenerme, tenía el pie pisando a fondo el acelerador.
Y no porque sea invencible, sino porque aprendí a no detenerme.
Antes de ser abogado, fui infante de marina. Me entrenaron para soportar el dolor físico, el hambre, el frío, la fatiga, el cansancio extremo. Salté en paracaídas, caminé kilómetros con botas rotas bajo el sol, dormí poco —o nada— siempre con un fusil cargado y en alerta. Me prepararon para la guerra. Sobreviví junto a mis compañeros a un entrenamiento infernal. Lo hice. Superé cada prueba. Nunca me quebré.
Pero esta profesión —la de litigar y defender personas— me ha exigido más que cualquier entrenamiento militar.
Ser abogado defensor es pelear contra un sistema que se equivoca, y que a veces no quiere corregirse. Es enfrentar la indiferencia, el prejuicio, el sesgo, y muchas veces la injusticia. Es luchar cada día por alguien que fue acusado y condenado injustamente, olvidado por todos menos por ti.
Es entregar cuerpo, mente y alma.
Y, eso tiene un precio extenuante, el agotamiento que te paraliza hasta desplomarte.
Llevo tanto tiempo sin descansar realmente. No hay pausa de un caso al otro. Lo había sentido venir días antes: leves punzadas en la espalda, un martilleo incesante en las sienes, escalofríos y noches sin dormir, el estudio constante. Pero seguí adelante con el trabajo, ignoré las señales. Creí que aún podía dar más.
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Pero esta vez, el cuerpo habló más fuerte que yo. Me detuvo en seco. Me obligó a mirar algo que había abandonado en primera y segunda instancia: mi salud.
Porque cuando decides que vas a defender a las personas que no tienen voz, sabes que este sistema no te dará descanso alguno. Y tú tienes que luchar con todo.
En estos años, he devuelto la libertad a quienes ya habían sido condenados por error. He logrado absoluciones que parecían imposibles. Vi rostros quebrarse de emoción cuando la libertad retornaba a ellos. He sentido que salvaba vidas. Y sí, lo haría mil veces más.
En la clínica fui auxiliado, estabilizado y dado de alta luego de vivir en el infierno. La recomendación de los médicos fue clara: descansar, tomarme un respiro, cuidarme a mí mismo. Pero, contra todo pronóstico, terminé esos alegatos inconclusos. Cerré ese caso con el mismo compromiso de siempre. Y con una nueva lección: la salud no es negociable.
Este episodio me enseñó una lección clara:
Si no aprendemos a cuidarnos nosotros mismos, no podremos luchar ninguna batalla. La pasión no puede consumirlo todo. Sin salud, la justicia misma se vuelve inalcanzable. No podemos salvar la vida de otros si no salvamos primero la nuestra.
Escribo esto como una advertencia, como testimonio y como desahogo.
Es un acto de conciencia y una lección de vida.
Porque los defensores de la ley también se agotan y se deprimen.
Y los guerreros también necesitan recuperarse y renovar sus fuerzas..
Porque no hay manera de que el compromiso total deba ser sinónimo de autodestrucción.
«He salvado muchas vidas. Ahora es mi turno de cuidar la mía».