I.
La crisis del Consejo Nacional de la Magistratura nos lleva a pensar que debemos reorganizarlo. Sin embargo creo que eso es un error. Creo que más bien podríamos prescindir de él.
II.
Por el lado de la teoría política, este es, de hecho, un capítulo inexistente. La cuestión sobre la elección y remoción de jueces no aparece seriamente desarrollada en ninguno de los grandes tratados sobre el Estado, el gobierno y los poderes públicos de consulta frecuente entre especialistas. Los consejos de la magistratura, allí donde existen, forman parte de los nuevos organismos constitucionales, como las defensorías del Pueblo y las superintendencias, que tiene fundamentos más utilitarios y de corto alcance que fundamentales. Una sociedad que decide prescindir de estos consejos no se deslegitima bajo ningún concepto, como tampoco se deslegitima una que decide emplearlos pero solo para actividades vinculadas con la administración de los tribunales. No ocurre aquí entonces, como ocurre con la judicatura o con las fiscalías, que al momento de diseñar una Constitución uno “tenga” que considerar necesariamente que habrá que implantar un Consejo. Y si se decide implantarlo, no ocurre que exista un modelo confirmado por la experiencia y la teoría que tenga bordes claramente definidos.
Para plantearlo en una síntesis hay que recordar que de acuerdo con su origen, los jueces forman parte de un sistema que ya había sido estructurado desde las monarquías bajo una regla: La delegación vertical de competencias que, de ser necesario, eran “devueltas” al soberano por el tribunal, a través de recursos. Los jueces eran jueces por delegación de un rey. La teoría republicana que marcó el inicio de la época contemporánea no generó una regla de designación propia para los jueces: los recibió como venían desde sus orígenes. En consecuencia, allá donde las monarquías cayeron, la designación de los jueces salió de las manos de los reyes para caer en manos de los nuevos poderes públicos, pero sin una teoría de reemplazo. La teoría no existe aún ahora, y eso hace que la designación se haya convertido aún en nuestros días, en una cuestión no institucionalizada como lo está la idea de la elección del parlamento, o la idea de la elección del gobierno.
La recepción de los jueces en el marco institucional de la república se produjo, afirmando como fundamento práctico de su actividad los principios de independencia (prohibición de interferencias de los demás poderes públicos), imparcialidad (prohibición de relación con los intereses en disputa o con la preparación del caso de las partes en controversia) e inamovilidad (prohibición de toda forma de rotación o de influencia de las administraciones judiciales en su ubicación). Estos principios tienen por objeto desvincular al juez, en términos normativos, de cualquier forma de sometimiento o subordinación semejante a la que se desprendía del principio monárquico del sometimiento vertical a un rey. Pero a diferencia de lo que ocurre con el principio de elección universal que rige en la conformación del parlamento, en la judicatura los principios prácticos que regulan la actividad de las juezas y jueces no se expresan en un procedimiento de selección que pueda ser considerado “necesario” o “correcto” desde el punto de vista de la teoría política.
Entonces la elección de los jueces, aún en el contexto de la república sigue siendo una cuestión de reconocimiento moral relacionado con el prestigio del Juez más que con el procedimiento mismo. Por eso la relatividad del procedimiento. Por eso también su enorme dependencia de las variables sociales que conforman el entorno en que el Juez va a actuar. Por eso además el enorme riesgo que entraña la burocratización, entendida en el peor sentido, como subordinación de la judicatura a la administración de los tribunales, de la función judicial.
III.
En condiciones institucionales relativamente estables, cualquiera de los procedimientos de acreditación o de selección y nombramiento o destitución de jueces que encontremos en el derecho comparado puede funcionar de manera razonable. Estos procedimientos no generan sistemas independientes o imparciales que operen satisfactoriamente. Su función es apenas producir recambios dentro de un sistema previamente constituido. Los procedimientos que estamos revisando dependen de sistemas que aseguran la calidad del servicio que prestan por mecanismos externos a ellos mismos. Entonces la cuestión sobre la justicia apropiada no se resuelve o no se genera por estos caminos. Se expresa simbólicamente en ellos, que es una cosa distinta. Y deben evitar convertirse, como el nuestro se ha convertido, en fuente de interferencias a la estabilidad que ya haya ganado el judicial.
Los procedimientos de acreditación, selección y nombramiento o destitución incorporan nuevas juezas y jueces a un sistema razonablemente liberado de interferencias externas. Por eso los jueces pueden ser designados por el Presidente de la República luego de ser propuestos incluso por las cortes o el Parlamento, sin que eso conduzca al desarrollo de relaciones clientelistas entre quienes seleccionan o nombran y quienes se incorporan a la judicatura. El sistema funciona si sus integrantes entienden que una vez investido el juez no le debe el puesto a nadie, y que su legitimidad se sostendrá conforme al modo en que se desempeñe en una comunidad específica que entiende que su trabajo no es complacer a las mayorías, sino proteger mujeres, niños y grupos vulnerables; asegurarse que las personas que sufren daños sean indemnizadas y que quieren cometen delitos sean condenados por ello oportunamente.
IV.
El Consejo Nacional de la Magistratura que ahora tenemos fue la opción adoptada por la Constitución de 1993 para resolver problemas que corresponden en realidad a cuatro cuestiones distintas (1) ¿quienes pueden postular a jueces?; (2) ¿quienes y cómo se elige jueces entre los profesionales que están habilitados para serlo?; (3) ¿quiénes y bajo qué condiciones se nombra a los jueces?, y (4) ¿bajo qué condiciones un juez debe ser removido del cargo?[1]
La Constituyente que produjo la Carta ahora vigente optó por combinar estos procesos y asignarlos a un solo organismo, que por esa vía terminó incluso tomando exámenes de derecho, aunque sus miembros no hayan sido elegidos por sus especiales conocimientos de leyes. El Consejo además terminó concentrando la ratificación (un procedimiento prescindible por cierto) y la destitución de magistrados ya designados (que también podrían haberse enterado a los tribunales superiores o al Congreso, según corresponda).
El sistema ha colapsado y no encuentro más razones que la intención de hacer la menor cantidad de cambios posibles (que jamás es mala idea del todo) para intentar reflotarlo con algunos cambios parciales. Encuentro sin embargo más atractivo explorar en el desarrollo de cuatro direcciones: (1) Avanzar hacia un esquema que diferencie los procedimientos y criterios que deben aplicarse para seleccionar fiscales y juezas o jueces, de manera que estos dos colectivos de magistradas y magistrados dejen de ser tratados como si fueran dos versiones de lo mismo. (2) Por lo que toca a la acreditación de profesionales aptos para ser juezas o jueces debemos incrementar el papel de una Academia de la Magistratura reforzada, al tiempo en que prohibimos que la administración de los tribunales cambie de plaza o promueva a juezas y jueces fuera de sus despachos, porque esas son formas vedadas de nombrarlos o moverlos fuera de los procedimientos regulares. Además, desde mi punto de vista, a la larga (3) debemos prescindir de un solo cuerpo colegiado concentrado y permanente que se encargue al mismo tiempo de seleccionar, nombrar y destituir jueces, más si como reclamo en otro papel de trabajo[2], los juzgados de primera instancia deberían convertirse en juzgados municipales.
V.
Debemos tratar por separado el caso de los fiscales y el de los jueces. Desde mi punto de vista la relativa homologación de ambas posiciones impuesta por el actual procedimiento de selección y nombramiento constituye un rezago del sistema de subordinación de las fiscalías a los tribunales de justicia vigente desde el siglo XIX. Casi 40 años después de la Constitución del 79 creo imposible conceder espacio a esa subordinación, aún a nivel de símbolos. El Ministerio Público actual tiene una auto imagen que se constituye precisamente reconociendo las diferencias que median entre sus funciones y las de una jueza o un juez. Eso es bueno, sin duda. Pero lleva a que pierda sentido mezclar juezas, jueces y fiscales en la formación o acreditación, selección, nombramiento y destitución. No son dos versiones de un solo conjunto. El ciclo de reforma, por ende, debería permitir que las diferencias se acentúan también en lo que toca a estos procedimientos.
VI.
Por lo que toca a la acreditación de postulantes a juezas o jueces podemos optar sin demasiados problemas por entregar el procedimiento a una Academia de la Magistratura reforzada. Si lo hacemos sólo podrá podrán postular a plazas nuevas los candidatos que hayan completado determinada cantidad de créditos y hayan superado determinados exámenes desarrollados y tomados por la Academia, a través de procedimientos abiertos y sujetos a auditorias también académicas. En un sistema de este tipo, quien elija y designa ya no se entromete en exámenes para los que no es competente. Elige entre candidatos filtrados por procedimientos certificados. Claro, esto jamás anula preferencias que se desprenden de escuelas teóricas, afinidades conceptuales, facultades compartidas ni otras formas de favoritismo basado en preferencias que a fin de cuentas también son subjetivas, pero sin duda reduce significativamente el impacto que ellas pueden tener sobre el resultado del procedimiento.
Con la Constitución de 1993 se le entregó todo al Consejo, hasta exámenes que la mayoría de los Consejeros serían incapaces de desarrollar. Encargarle a un Consejo que no ha sido establecido porque sus miembros sean autoridades en la materia es un despropósito completo. El resultado, más allá de algunos imaginativos esfuerzos por racionalizar el disparate[3], ha sido terminar desarrollando un aparente mercado de tráfico que podía incluir el contenido de los exámenes o el boicot al resultado que estos produjeron mediante entrevistas amañadas o cargas de preguntas frívolas o irrelevantes o francamente impertinentes.
VII.
La selección entre candidatos a juezas y jueces es una cuestión bastante más compleja. Enrique Ghersi, por ejemplo, en una entrevista concedida a Jaime de Althaus en El Comercio (edición del 23 de julio de 2018) ha levantado la opción de elegir a los jueces por votación popular. De Althaus opuso a esa opción una objeción usual en la versión formulada por Ronald Dworkin: si los jueces deben proteger derechos y por ende proteger a las minorías frente a eventuales abusos impuestos en favor de las mayorías, entonces no pueden ser seleccionados por la votación de esas mayorías que deben admitir ser detenidas en su consolidación o expansión[4]. Para mí esta objeción es suficiente.
Descartada entonces la votación como procedimiento, y puesto en relieve el peso del prestigio, la cuestión de la selección se convierte en una cuestión de reconocimiento dentro de un grupo previamente acreditado. La selección debe construirse sobre la base de la habilitación académica[5]. Y la postulación debe ademas considerar con una adscripción territorial, de manera que a una plaza determinada postulen solo los jueces que residen y planean permanecer en esa plaza. La inamovilidad conduce a prohibir que un Juez postule a una plaza abierta en Amazonas confiando que contara con una administración que admita trasladarlo a Tacna.
Pero por cierto es posible admitir que la elección se diferencia en atención a la instancia. En ausencia de mejores razones no veo objeción a que los jueces de la Corte Suprema sean elegidos por un procedimiento semejante al que se emplea para elegir a los jueces del Tribunal Constitucional. Claro, para asuntos de este tipo se hecha de menos la presencia de un Senado. Y, por lo que toca al nombramiento, podría considerar que, como se hace con las leyes, el Presidente de la República tenga en estos procedimientos una suerte de veto que se exprese en una observación que se pueda salvar por vía de insistencia. Pero este procedimiento no puede ser empleado también para jueces de segunda y primera instancia.
Para ese caso imagino, por oposición al actual Consejo (unitario, concentrado y omnipotente), jurados de elección que se constituyan cada vez que se registre una plaza, por ciudadanos elegidos por el Congreso con la intervención del presidente por una sola vez (nuevamente, en el formato de una promulgación con derecho de observación y susceptible de insistencia). Estos jurados solo se podrían elegir entre postulantes certificados por la Academia de la Magistratura luego de una entrevista pública, y el resultado de su elección debería, a su vez, ser ratificado por el presidente de la República a través de una decisión que podría también ser una observación a ser resuelta finalmente por el Congreso de la República.
IX.
Por lo que toca a las destituciones hay que decir que el nombramiento a un cargo inamovible solo puede conducir a un estatuto permanente, salvo mal comportamiento. Y desde esta manera de organizar las cosas no veo objeción a que las cuestiones sobre mal comportamiento sean juzgadas por tribunales formados por la instancia superior a la que integra el denunciado, con decisiones que sean revisadas por el presidente de forma semejante a la empleada en caso de nombramientos: como una promulgación que puede admitir observaciones que se resuelven con una decisión final del Congreso.
Lima, julio de 2018
[1] Llamaré al primero de estos asuntos “procedimiento de acreditación”; al segundo “procedimiento de selección”, al tercero 1 ”procedimiento de nombramiento” y al cuarto “procedimiento de destitución”.
[2] Judicial. 5 objetivos y 13 herramientas, en mi blog “Papeles de Trabajo”. Disponible aquí.
[3] El Consejo ha usado con frecuencia listas secretas de profesores a los que ha encargado redactar balnearios de preguntas elegidas al azar. Pero como las listas son secretas, no hay forma de saber si alguna vez se ha filtrado entre los profesores que de buena fe pueden haber aceptado el encargo a otros profesionales elegidos más bien por su adscripción a algún consejero en particular que por su manejo de doctrinas legales.
[4] Hablando de los llamados “casos difíciles”, los que no tiene respuesta clara y enfrentan argumentos de principio con argumentos políticos, dice Dworkin: “Un juez que esté aislado de las exigencias de la mayoría política cuyos intereses podría vulnerar el derecho en cuestión se halla […] en mejor situación para evaluar el argumento” (Los derechos en serio, 1977, segunda edición en español por Ariel, Barcelona 1989; página 152). En su célebre disputa con Richard Postner Dowrkin sostiene que los jueces deben adoptar sus decisiones en atención a los derechos y no a razones de tipo consecuencialista como las que se adoptan en los procesos políticos que se orientan por las reglas de la mayoría. En el ejemplo que cita De Althaus “un juez elegido por una mayoría racista tenderá a adoptar decisiones racistas”.
[5] En tanto “entregada a una academia”. No puede pretenderse sensatamente que dentro de ella la cuestión de la formación se reduzca sólo a la exégesis de las leyes por cierto.