¿Puede la tutela de los derechos fundamentales de la sociedad justificar la intervención militar en nombre de la seguridad?

Autor: Omar Effio Arroyo

Sumario: 1. Introducción: cuando el miedo cambia el barrio, 2. Seguridad colectiva y derechos individuales en la Constitución, 3. Estados de emergencia: habilitación excepcional del poder militar, 3.1. Decreto Legislativo 1095 y Ley 31494: entre la necesidad y el abuso, 3.2. Principios de seguridad, orden público y proporcionalidad, 4. Jurisprudencia: el Tribunal Constitucional ante la seguridad ciudadana, 5. Filosofía política: ¿primero la seguridad y luego la libertad?, 6. Una defensa crítica de la intervención militar: la vida como presupuesto de todos los derechos, 7. Conclusiones: el difícil equilibrio entre no hacer nada y hacerlo mal


1. Introducción: cuando el miedo cambia el barrio

Lo confieso: es fácil hablar de derechos fundamentales cuando uno escribe desde un escritorio, con buena luz y libros a la mano. Es mucho más difícil cuando uno sale a la calle, escucha disparos a dos cuadras, recibe noticias de extorsiones al mercado donde compra todos los días… y siente ese nudo en la garganta que no se va.

Imagina que vuelves al barrio donde creciste. Reconoces las fachadas, las esquinas, los parques… pero algo cambió. Ahora oyes historias de sicarios, “cupos”, cobros diarios a comerciantes. Ves a tu madre cerrar la puerta con dos seguros. Y de pronto la pregunta deja de ser teórica:

“¿De qué me sirve que el Estado me hable de derechos si no puede garantizar que llegue vivo a mi casa?”

Es ahí donde la demanda aparece casi como un grito: “Que salgan los militares… ¡que el Estado use toda su fuerza!”.

Durante años, en espacios de poder, escuché esa frase. Y muchas veces, lo admito, no supe responder con claridad. Hoy, desde la reflexión académica, quiero enfrentar de frente esta tensión: ¿puede el Estado priorizar la seguridad de la mayoría por encima de ciertos derechos individuales concretos? ¿Puede llegar a ser legítimo que la presencia militar limite libertades si con ello se evita que muchos pierdan la vida?

No hay respuesta fácil. Pero tampoco podemos seguir fingiendo que el dilema no existe.

2. Seguridad colectiva y derechos individuales en la Constitución

La Constitución peruana no habla solo de individuos aislados. Habla también de la sociedad, de la paz social, de la seguridad ciudadana y del orden interno. Es decir, reconoce que hay bienes que pertenecen a todos y que, sin ellos, los derechos personales se vuelven casi una promesa vacía.

El art. 44 de la Constitución señala que uno de los deberes primordiales del Estado es “proteger a la población de las amenazas contra su seguridad”. No dice “proteger a los expedientes”, ni “proteger solo a quien litiga”; habla de la población como un todo.

Aquí nace una primera idea incómoda, pero real: si el Estado no puede proteger mínimamente la vida y la integridad de la mayoría, los derechos individuales más sofisticados se quedan… en el papel. Desde esta mirada, la seguridad colectiva no es un capricho autoritario, sino un presupuesto para el ejercicio real de la libertad.
Ferrajoli, en su obra Derechos y garantías: La ley del más débil, reconoce que sin un mínimo de seguridad no hay posibilidad de ejercicio efectivo de los derechos subjetivos, porque toda libertad presupone que el sujeto pueda vivir sin el miedo constante a perder la vida o la integridad.[1]

Por eso, cuando el Estado se plantea intervenir con mayor fuerza, incluso con las Fuerzas Armadas, el debate no es solo cuánto limitamos al individuo, sino también qué riesgo asumimos si dejamos a millones a merced del crimen organizado.

3. Estados de emergencia: habilitación excepcional del poder militar

La propia Constitución, en su art. 137, prevé los estados de excepción. No lo hace por afán autoritario, sino reconociendo que hay momentos en que la criminalidad, el terrorismo o la violencia generalizada rompen la capacidad de respuesta ordinaria.

En esos escenarios el Estado puede restringir ciertos derechos, como el tránsito, la inviolabilidad de domicilio o la reunión, y puede delegar en las Fuerzas Armadas el apoyo al control del orden interno. El mensaje es claro: en situaciones extremas, la seguridad colectiva adquiere un peso específico más alto, porque sin ella la propia continuidad de la comunidad política peligra.

El constituyente parte de una premisa dura, pero realista: hay contextos en los que, si se intenta mantener intacto el catálogo pleno de libertades, lo que se pierde es la vida. Y sin vida, todo lo demás se derrumba. Desde una mirada estrictamente formalista podría sostenerse que ninguna restricción intensa de derechos es aceptable. Pero entonces habría que decirle al vecino que ya no sale después de las siete de la noche porque teme que lo maten: “lo siento, mantenemos tu libertad intacta en el papel… aunque no puedas usarla sin arriesgarlo todo”.

Ese tipo de respuestas, correctas en el discurso pero vacías en la experiencia, terminan erosionando la legitimidad moral del derecho.

3.1. Decreto Legislativo 1095 y Ley 31494: entre la necesidad y el abuso

El Decreto Legislativo 1095 regula el empleo de la fuerza por las Fuerzas Armadas en el territorio nacional. La Ley 31494 ha reforzado la posibilidad de que los militares apoyen a la Policía en contextos de crimen organizado y grave afectación del orden interno.

Ambas normas parten de una misma constatación: la delincuencia ha alcanzado niveles de poder y armamento que, en algunos lugares, superan la capacidad operativa de la Policía Nacional. El Estado no puede quedarse de brazos cruzados por miedo a usar su fuerza legítima. Entre dejar a la población desarmada frente al crimen o desplegar el poder militar con límites, el legislador ha optado por lo segundo.

Claro que esto abre una puerta peligrosa. El propio Ferrajoli advierte que toda expansión del uso de la fuerza estatal debe ir acompañada de mayores controles, porque cuanto más poder se concentra, mayor es el riesgo de abuso. Pero también recuerda que un Estado que renuncia a proteger, que tolera la indefensión masiva de sus ciudadanos, es igualmente injusto.

El verdadero desafío no es elegir entre militarizar todo o no hacer nada. El verdadero desafío, humano y jurídico, es preguntarnos cómo usamos la fuerza sin deshumanizarnos en el intento.

3.2. Principios de seguridad, orden público y proporcionalidad

En la teoría constitucional se habla de bienes colectivos como la seguridad ciudadana, el orden público y la paz social. No son simples consignas de campaña. Son condiciones estructurales que permiten que una sociedad exista como tal. Sin un mínimo de orden, la vida cotidiana se vuelve un campo de batalla disperso.

Robert Alexy, cuando define los derechos fundamentales como principios que deben optimizarse, abre una puerta para entender esta tensión. El derecho a la seguridad de millones de personas también es un principio que el Estado debe realizar, así como lo es el derecho a la libertad de una persona concreta en una situación específica.[2]

Cuando esos principios chocan, no hay fórmulas mágicas, pero sí criterios. La proporcionalidad en sentido estricto obliga a preguntarse si la afectación a un individuo, como un control de identidad más intrusivo o una restricción temporal de tránsito en una zona crítica, se justifica ante el riesgo concreto que sufre la población.

El principio de necesidad exige acreditar que sin determinadas medidas excepcionales el daño a la colectividad sería mayor. Y la temporalidad impone que cada día de presencia militar en funciones de apoyo sea sometido a revisión y justificación.

Cuando el Estado, en nombre de la seguridad, deja de hacerse estas preguntas y actúa por inercia o por miedo, comienza la pendiente resbaladiza hacia el autoritarismo.

4. Jurisprudencia: el Tribunal Constitucional ante la seguridad ciudadana

El Tribunal Constitucional peruano ha reconocido en varias sentencias que la seguridad ciudadana es un fin constitucionalmente legítimo y relevante. En decisiones sobre control de identidad, videovigilancia y estados de emergencia, ha señalado que sin un mínimo de seguridad el ejercicio efectivo de los derechos se vuelve ilusorio.

En la STC 00008-2003-AI/TC, al analizar medidas de excepción frente a la criminalidad, el Tribunal afirmó que el Estado no solo tiene la potestad, sino el deber de proteger a la población frente a amenazas graves y generalizadas. Esa afirmación refleja una toma de postura clara: no hacer nada también genera responsabilidad.[3]

Al mismo tiempo, en otros pronunciamientos, el propio Tribunal ha recordado que la intervención de las Fuerzas Armadas en tareas de orden interno debe ser estrictamente excepcional, subordinada al mando civil, limitada en el tiempo y el espacio, y sujeta a control judicial y político. Es decir, reconoce el peso de la seguridad colectiva, pero se niega a convertirla en argumento para cualquier cosa.

En el fondo, el mensaje que envía el Tribunal es profundamente humano: entendemos el miedo, entendemos la angustia del barrio sitiado, pero no podemos permitir que el miedo sustituya a la Constitución como criterio último de decisión.

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5. Filosofía política: ¿primero la seguridad y luego la libertad?

En la tradición filosófica este debate no es nuevo. Para Thomas Hobbes, en el Leviatán, los seres humanos entregan gran parte de su libertad al soberano para escapar de la guerra de todos contra todos. Sin seguridad, dice Hobbes, la vida es “solitaria, pobre, brutal y corta”. Desde esa perspectiva, cuando un barrio vive sometido a extorsiones y asesinatos, la tentación hobbesiana es casi inevitable: “primero que nos cuiden… luego ya hablaremos de derechos”.[4]

John Locke, en cambio, recuerda que el poder del Estado tiene límites claros: existe para proteger derechos naturales como la vida, la libertad y la propiedad, y pierde legitimidad si se convierte en amenaza para ellos. Norberto Bobbio, al analizar la relación entre derecho y fuerza, advierte que cuando la fuerza se emancipa del derecho, incluso las buenas intenciones terminan en formas de dominio.[5]

Gustav Radbruch, después de ver cómo un sistema jurídico entero se ponía al servicio del horror nazi, formuló su conocida advertencia: cuando la injusticia alcanza un grado insoportable, la ley pierde su pretensión de validez. Trasladado a nuestro tema, eso significa que ni siquiera una ley que autorice la intervención militar puede legitimar prácticas sistemáticas de violación de derechos en nombre del orden.6

Aquí aparece la tensión central: sí, la seguridad colectiva tiene un peso enorme; sí, a veces puede justificar restricciones intensas de derechos individuales concretos; pero no puede anular la dignidad humana ni convertir a las personas en simples objetos de control. El reto es sostener estas verdades a la vez, sin caer ni en el cinismo ni en la ingenuidad.

6. Una defensa crítica de la intervención militar: la vida como presupuesto de todos los derechos

Desde esta perspectiva, es posible sostener, de manera crítica pero honesta, que en determinados contextos extremos la presencia militar en las calles es constitucionalmente admisible e incluso necesaria.

Pensemos en un distrito tomado por bandas que cobran cupos a casi todos los comercios, controlan el transporte informal y utilizan armas de guerra. La Policía, con recursos limitados, no consigue contener el fenómeno. Cada semana hay muertos. La gente deja de abrir sus negocios, los niños cambian de colegio por miedo, las familias migran si pueden.

En situaciones así, afirmar que los militares nunca deben salir puede sonar muy principista, pero cruel. Porque, en términos prácticos, significa decirle a esas personas: “tu sufrimiento no justifica que el Estado use recursos extraordinarios para protegerte; aguanta… en nombre de la pureza jurídica”.

Una posición que coloque la seguridad de las personas como principio colectivo podría responder que la vida y la integridad de miles de ciudadanos constituyen un bien que el Estado no puede abandonar. Entre permitir que continúe una violencia cotidiana devastadora y desplegar un apoyo militar regulado y vigilado, lo segundo puede ser un mal menor.

En ese cálculo doloroso, ciertos derechos individuales concretos, como poder transitar libremente de madrugada en una zona de toque de queda, pueden ceder temporalmente ante la necesidad de evitar muertes, secuestros o extorsiones sistemáticas.

Esto no significa que todo valga. Significa algo mucho más frágil y humano: reconocemos que no hacer nada también mata, y que a veces el Estado tiene que cargar con la responsabilidad de intervenir con fuerza para que la mayoría no siga viviendo con miedo.

7. Conclusiones: el difícil equilibrio entre no hacer nada y hacerlo mal

Llegados a este punto, la respuesta honesta a la pregunta inicial no puede ser un sí o un no tajante. Sería más bien algo así: sí, en contextos de criminalidad extrema, la seguridad colectiva puede justificar la intervención militar de apoyo a la Policía; sí, esa intervención puede implicar restricciones reales a ciertos derechos individuales, siempre que exista un riesgo grave y documentado; pero no, esa misma lógica no puede volverse permanente ni justificar abusos en nombre del orden.

Tal vez la frase más honesta sea esta: la seguridad de la mayoría importa, y mucho. A veces tanto, que nos obliga a tomar decisiones que duelen. Pero incluso en esos momentos no podemos olvidar que la persona concreta, el detenido, el sospechoso, el que pasa por la calle, sigue siendo un ser humano, no un simple daño colateral.

Si algo nos enseña la historia es que los Estados que olvidan esto terminan generando un miedo nuevo: ya no al delincuente, sino al propio uniforme del Estado. Y cuando llegamos ahí ya no ganamos seguridad, solo cambiamos de verdugo.

La tarea, entonces, no es elegir entre derechos o seguridad, sino aprender a proteger de manera firme a la mayoría sin romper por completo la vida del individuo. Aceptar que, en momentos críticos, la fuerza militar puede ser un instrumento legítimo, pero recordando siempre que su misión no es dominar a la población, sino devolverle algo tan sencillo y tan profundo como esto: la posibilidad de volver a caminar por su barrio sin sentir que la vida pende de un hilo.


Sobre el autor: Omar Effio Arroyo, Especialista en Derecho Constitucional, Laboral y Penal. Abogado por la Universidad Nacional Pedro Ruiz Gallo de Lambayeque. Socio fundador del Estudio Juridico OMAR EFFIO & ABOGADOS. Docente Universitario de Pre y Post Grado de varias universidades.

[1] Ferrajoli, Luigi. Derechos y garantías: La ley del más débil. Madrid: Trotta, 2004.

[2] Alexy, Robert. Teoría de los derechos fundamentales. 2.ª ed. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1993.

[3] Tribunal Constitucional del Perú. STC 00008-2003-AI/TC. Lima: Tribunal Constitucional, 2003.

[4] Hobbes, Thomas. Leviatán. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

[5] Bobbio, Norberto. El futuro de la democracia. México: Fondo de Cultura Económica, 1989.

[6] Radbruch, Gustav. Filosofía del derecho. Madrid: Reus, 2006.

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