Compartimos este fragmento del libro «Derecho penal: parte general» (2023) de los profesores Dino Carlos Caro Coria y Luis Miguel Reyna Alfaro, donde se explica los alcances del principio de legalidad.
Sumario:
I. Introducción
II. Su origen histórico
III. Justificación jurídico-política y justificación jurídico-penal del principio de legalidad
1. Justificación jurídico-política: el principio de legalidad como garantía de libertad del ciudadano (seguridad jurídica)
2. Justificación jurídico-política: el principio de legalidad como garantía de la división de poderes
3. Justificación jurídico-penal: el principio de legalidad como mecanismo de prevención,
4. Justificación jurídico-penal: el principio de legalidad como expresión del principio de culpabilidad
IV. Consecuencias prácticas del principio de legalidad
1. Principio de ley escrita (exclusión de la costumbre como fuente de los delitos y de las penas y reserva de ley)
2. Principio de ley previa (irretroactividad de la ley penal, retroactividad benigna de la ley penal)
3. Principios de ley cierta y de ley estricta (mandato de determinación y de taxatividad de la ley penal)
3.1. La certeza en la ley penal: la situación de los elementos normativos y de las leyes penales en blanco
3.2. La prohibición de analogía en materia penal (y sus límites con la interpretación)
PRINCIPIO DE LEGALIDAD
I. Introducción
El derecho penal se enfrenta a obstáculos cada vez mayores en su tarea de enfrentar las variadas tipologías delictivas imperantes en nuestros días: criminalidad de empresa, criminalidad organizada, terrorismo, violencia intrafamiliar, frente a las cuales la eficacia de la respuesta penal parece limitada.
Así, el surgimiento de una sensación de miedo al delito368 es bien aprovechada por quienes ven en la legislación penal el mejor mecanismo para la obtención de réditos políticos. De esto, como puede anticiparse, solo pueden derivar actitudes punitivistas, caracterizadas por el recurso e implementación irracional de la ley. En este contexto, los principios limitadores del poder punitivo constituyen el único medio de contención capaz de enfrentarse al ejercicio irracional del poder del Estado.
II. Su origen histórico
El principio de legalidad, a pesar de ser expresado comúnmente en la fórmula latina nullum crimen sine lege, no tiene su origen en el derecho romano. Dicho ropaje fue dado por Anselm von Feuerbach369 al postular su conocida teoría de la coacción psicológica.
Aunque no se tiene certeza respecto al origen histórico del principio de legalidad, un importante sector de la doctrina afirma que el nacimiento de dicho principio rector del derecho penal se ubica en la llamada Carta Magna de Juan sin tierra, en 1215, en cuya virtud la aplicación de penas a los hombres libres solo era posible como consecuencia de un juicio previo, de conformidad con las leyes de su país y ante sus iguales370. No obstante, el principio consagrado en la carta magna inglesa tenía un sentido distinto, consistente en dar protección a determinadas clases sociales contra la arbitrariedad, por lo que constituía principalmente una garantía de orden jurisdiccional371.
Su universalidad y real imperio son recién observados en la Declaración Francesa del Hombre y del Ciudadano de 1789, que en su art. 8 precisaba: «La ley no puede establecer más que penas estrictas y nadie puede ser castigado sino en virtud de una ley establecida con anterioridad al delito y legalmente aplicada». Y es que dicho principio, en su actual dimensión, aparece juntamente con la noción del Estado de derecho, derivada de la teoría ilustrada del contrato social372.
III. Justificación jurídico-política y justificación jurídico-penal del principio de legalidad
La legitimación del principio de legalidad se encuentra sustentada tanto en fundamentos de orden político (o externos al sistema jurídico penal) como en fundamentos de índole jurídico penal (o internos al sistema jurídico) que deben ser reconocidos conjuntamente para comprender la dimensión real del aludido principio373. No debe incurrirse en el error, puesto de relieve por Fiandaca y Musco, de privilegiar la justificación técnico penal del principio de legalidad, olvidando o subestimando los aspectos ideológico-políticos del principio de legalidad374.
1. Justificación jurídico-política: el principio de legalidad como garantía de libertad del ciudadano (seguridad jurídica)
El principio de legalidad es un mecanismo de aseguramiento de la libertad individual. Ya en su Espíritu de las leyes, Montesquieu señalaba: «La libertad del ciudadano depende, pues, principalmente de la bondad de las leyes criminales»375. Referencia similar se encuentra en Liszt cuando aludía al principio de legalidad con la conocida frase «Magna Charta del delincuente»376.
Sin duda, el criterio de legitimación del principio de legalidad que menos inconvenientes genera es aquel que le considera un instrumento de garantía de libertad del ciudadano frente a los riesgos procedentes del ejercicio del poder punitivo del Estado377. Esta justificación del principio de legalidad exige reconocer la relación entre este principio y el liberalismo político378.
El liberalismo político, surgido a consecuencia de la Ilustración, entendía que la organización política del Estado debe sustentarse en la división de los poderes públicos. Esta división de poderes requería la adopción de un pacto o contrato que permitiese al ciudadano no solo participar, sino fundamentalmente controlar la vida política de la sociedad. Justamente, mediante la función desarrollada por el Poder Legislativo, conformado por los representantes de los ciudadanos, era posible, por un lado, que la ciudadanía participe en la vida política; y, por otro lado, que sea posible controlar los posibles abusos provenientes del Poder Ejecutivo379.
En ese contexto, sustraída del gobernante la facultad de ejercer el poder punitivo, ahora en manos del legislativo, se evitaba su utilización arbitraria por parte de aquel. El principio de legalidad pretende ser una barrera u obstáculo al poder punitivo que garantice al ciudadano sus esferas de libertad en tanto y en cuanto su conducta responda a las pautas de comportamiento establecidas en la ley penal, cuya creación no se encuentra más en manos del monarca o del juez380. Siendo esto así, la intervención punitiva del Estado, autorizada mediante la ley penal, resulta mucho más predecible y calculable: el ciudadano solo podrá ser sancionado penalmente por el Estado si ha infringido su ley penal, en la medida prevista en la misma, dentro de un marco procesal predeterminado y conforme a las condiciones de ejecución preexistentes381.
Esta predictibilidad en el cuándo y cómo de la intervención punitiva del Estado se relaciona con el denominado aspecto material del principio de legalidad que exige del legislador un cierto grado de precisión al momento de crear las leyes penales382.
2. Justificación jurídico-política: el principio de legalidad como garantía de la división de poderes
Si, como se ha reseñado anteriormente, el poder de crear leyes penales es extraído de las manos del Ejecutivo y de la Magistratura y se confía a favor de los legisladores, quienes —como destacaba Beccaria— representan a toda la sociedad única mediante el contrato social383; se produce así una división de funciones entre los diversos poderes del Estado, lo cual permite un contrapeso teóricamente ideal entre los mismos384.
Esta justificación se relaciona, a su vez, con el aspecto formal que corresponde a la dimensión política del principio de legalidad: solo a través de un procedimiento como el que se desarrolla en el Poder Legislativo es posible que la ley pueda contemplar los intereses de las mayorías sin perder de vista los correspondientes a las minorías385.
3. Justificación jurídico-penal: el principio de legalidad como mecanismo de prevención
Desde la perspectiva jurídico-penal, ya Feuerbach postuló legitimar el principio de legalidad en clave funcional, en tanto un mecanismo adecuado para lograr el efecto de coacción psicológica que se pretendía lograr con la amenaza de la pena386. En tal virtud, entendía Feuerbach que solo si cada ciudadano sabía con certeza que la infracción era seguida de un mal mayor, podía este recibir el efecto coactivo de la pena e inhibirse de ejecutar el comportamiento reprochado por el derecho penal387.
Desde la perspectiva de la coacción psicológica y de la prevención, la función garantista del principio de legalidad no solo poseía un papel secundario, sino que resultaba incluso disfuncional para sus propósitos, de allí que —como advierte Silva Sánchez— se tratase de recortar sus alcances388.
4. Justificación jurídico-penal: el principio de legalidad como expresión del principio de culpabilidad
Otra de las propuestas de legitimación del principio de legalidad se relaciona con el principio de culpabilidad, y puede formularse en los términos siguientes: si la imposición de una pena puede obedecer solamente a la culpabilidad de su autor, es evidente que aquella requiere la preexistencia de la ley (predeterminación legal) y su conocimiento por parte del autor del delito. De hecho, debe recordarse que dentro de los elementos de la culpabilidad se encuentra el conocimiento de la antijuricidad del hecho, lo que, como es evidente, tiene como condición previa la existencia de la ley y su efectivo conocimiento por parte del autor del hecho389.
IV. Consecuencias prácticas del principio de legalidad
El aforismo latino nullum crimen, nullum poena, sine lege nos explica únicamente la expresión formal del principio de legalidad, con lo cual su condición de instrumento de protección del ciudadano queda soslayada. Si queremos dotar a dicho principio de contenido garantista, debe exigirse que la ley que crea el delito o la pena sea escrita (lex scripta), sea previa (lex praevia), sea cierta (lex certa), y sea estricta (lex stricta)390. Para los propósitos de estos comentarios, debido a las cercanas relaciones existentes entre las exigencias de lex certa y lex stricta, ambas serán analizadas de modo conjunto.
1. Principio de ley escrita (exclusión de la costumbre como fuente de los delitos y de las penas y reserva de ley)
Con la expresión «no hay delito ni pena sin ley escrita» se alude a la exigencia de formalidad en el origen de la ley que deriva no solo en la prohibición de la costumbre como posible fuente de los delitos y de las penas (I), sino que determina que la norma creadora (o derogatoria) del delito o de la pena debe poseer rango de ley (reserva de ley)391 (II).
I. En relación con la primera consecuencia de la exigencia de lex scripta (prohibición del derecho consuetudinario), esta supone la imposibilidad de crear delitos, agravar sus consecuencias o descriminalizar conductas por medio de la costumbre392, de lo cual se desprende la segunda consecuencia, esto es, que la determinación del ámbito y medida de lo penalmente relevante se encuentre reservada a la ley393, cuya creación corresponde al Poder Legislativo.
La exclusión de la costumbre como fuente creadora del derecho penal está fundada principalmente en razones de seguridad jurídica: al provenir la ley de los representantes del pueblo y ser consecuencia de un proceso de gestación, constituye, por un lado, la auténtica expresión de la voluntad popular, dado que toma en consideración —en la medida de lo posible y pese a sus imperfecciones— no solo los intereses de las mayorías, sino también de las minorías, con base en la dialéctica propia del proceso legislativo394; y, por otro, se permite que el ciudadano conozca su contenido con cierta antelación debido a la discusión legislativa precedente395. Del mismo modo, al proponerse un monopolio a favor del Poder Legislativo respecto a la posibilidad de ser fuente del derecho penal, se evita que el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial ejerzan arbitrariamente el poder punitivo396.
Quedan por plantearse las siguientes interrogantes: a) ¿es posible, no obstante, que el derecho consuetudinario juegue un rol secundario en la determinación de los ámbitos de criminalización? y b) ¿es posible que la costumbre determine la descriminalización de los delitos?
a) Respecto a la primera cuestión (rol de la costumbre en la determinación de los ámbitos de criminalización), esta puede ser planteada, en un primer momento, en relación con la utilización por parte de los tribunales de criterios no contenidos expresamente en la ley penal, pero que son determinantes en la delimitación de ciertos aspectos propios de la responsabilidad penal: relaciones de causalidad, delimitación entre preparación y tentativa, imputación subjetiva, entre otros aspectos. Pues bien, es evidente —como pone de manifiesto Roxin397— que, aunque en ámbitos como los antes reseñados, el legislador penal ha dejado espacios abiertos (originados en las dificultades que supone la regulación de ciertas materias y en la intención de no obstaculizar el desarrollo de la dogmática jurídico-penal), los cuales deben ser cubiertos por la jurisprudencia, esta no crea leyes penales, sino que simplemente las interpreta398. En ese contexto, aunque es indudable la trascendencia de la costumbre, por ejemplo, en la determinación del contenido de los elementos valorativos del tipo penal399, en la delimitación del riesgo penalmente relevante en ciertas actividades (piénsese, por ejemplo, en la lex artis propia del ejercicio de la medicina)400 o en la determinación de los alcances de ciertas causas de justificación (como el derecho de corrección)401, como se ha referido, la función desempeñada por la costumbre no es la de fuente del derecho penal, sino la de delimitar la ley penal402.
b) Respecto a la segunda cuestión (aplicación de la costumbre para fines de derogación de leyes penales), puede citarse el ejemplo propuesto por el delito de contumacia promulgado mediante el art. 2 de la Ley 26641, del 26 de junio de 1996. De hecho, aunque se trata de una norma legal que no ha sido objeto de derogación expresa y, por lo tanto, tiene plena vigencia formal, lo cierto es que existe en los tribunales penales una especie de consenso en su desaplicación. Pues bien, como destacan Fiandaca y Musco, este dato meramente sociológico no implica que dicho dispositivo haya perdido su vigencia formal, para el cual sería necesaria una norma abrogatoria expresa403.
II. En relación con la segunda consecuencia (reserva de ley), debe indicarse que esta tiene por propósito establecer una condición en las leyes penales vinculada a su rango y procedencia. En relación con el primer aspecto, la doctrina plantea la cuestión de si el principio de reserva de ley alude exclusivamente a fuentes normativas de carácter primario, leyes en sentido estricto (reserva absoluta), o si comprende también a fuentes normativas secundarias, como los decretos o reglamentos (reserva relativa)404. La solución a esta cuestión no resulta sencilla, pues la praxis legislativa en materia penal de nuestro país revela un tendencial uso de los decretos legislativos y los decretos leyes405. Ejemplificativo es el hecho de que el propio Código Penal es un decreto legislativo, sin mencionar la nutrida legislación penal expedida vía decreto ley —piénsese en la legislación antiterrorista—.
Dando respuesta a la cuestión aquí en debate, debemos, en primer lugar, hacer una distinción entre la situación de los decretos legislativos y la de los decretos leyes. Los decretos legislativos, a diferencia de los decretos leyes, poseen título habilitante y se encuentran, por imperio del art. 104 de la Constitución Política del Perú, sometido a ciertas limitaciones (especificidad de la materia objeto de delegación y plazo determinado); por lo tanto, su legitimidad dependerá fundamentalmente de la verificación del respeto de la voluntad del legislador delegante406.
La situación de los decretos leyes resulta distinta debido a los problemas de legitimidad democrática que poseen407. En efecto, como ha tenido oportunidad de expresar el Tribunal Constitucional en la sentencia del 3 de enero de 2003 (Expediente 0010-2002-AI/TC), los decretos leyes son: […] disposiciones surgidas de la voluntad de operadores del órgano ejecutivo que carecen de título que los habilite para ejercer la potestad legislativa, las mismas que, con prescindencia de las formalidades procesales establecidas en la Constitución, regulan aspectos reservados a la ley. Son, pues, expresiones normativas de origen y formalidad espurios, que, empero, se encuentran amparadas en la eficacia de una acción de fuerza (fundamento jurídico noveno). Esto supone, como es fácil de deducir, que se tratan de mecanismos normativos vedados desde la perspectiva de la legalidad408.
Otro ámbito especialmente problemático en relación con el principio de reserva de ley corresponde a las denominadas leyes penales en blanco, es decir, aquellas leyes penales en las que la concreción de los presupuestos de la punición surge de la integración, a modo de complementación, con otras fuentes normativas de índole extrapenal409. El punto álgido, a este respecto, tiene que ver con la determinación del rango que deberán tener las normas jurídicas que complementan la prohibición, esto es, determinar si es exigible que las normas de complemento posean rango de ley o, por el contrario, si es admisible la remisión a normas de rango inferior. Dar respuesta a la cuestión obliga a recordar la distinción, basada en el desarrollo dogmático originario de las leyes penales en blanco, entre leyes penales en blanco propias y leyes penales en blanco impropias410.
Las leyes en blanco propias o en sentido estricto son aquellas en que la remisión legislativa se produce hacia leyes de rango inferior al de ley, en tanto que las leyes en blanco impropias o en sentido amplio son aquellas en que la fuente normativa de complementación posee rango de ley411. Como puede deducirse, los cuestionamientos que pueden formularse sobre este tipo de normas penales en relación con la reserva de ley se vinculan exclusivamente a las leyes penales en blanco propias, pues en estas, como pone de manifiesto Carbonell Mateu, «se produce no una delegación del legislativo al propio legislativo, sino al ejecutivo o al judicial; es aquí, pues, donde quiebra el principio de reserva de ley entendido como reserva de la voluntad del poder legislativo, de la voluntad general»412.
Así vistas, la situación parecería bastante clara: las leyes penales en blanco propias resultarían vulneratorias del principio de reserva de ley. Sin embargo, es necesario introducir un matiz, de carácter fundamental, vinculado a los nexos de relación que existen entre la ley penal y la ley extrapenal.
La doctrina y la jurisprudencia penales han reconocido la validez de las leyes penales en blanco recurriendo a dos planteamientos que resultan hoy en día dominantes: la teoría de la esencialidad y la teoría de la concreción413. En virtud de estos planteamientos, la ley penal en blanco será legítima siempre que contenga en la ley penal el núcleo esencial de la conducta prohibida, dejando en manos de la ley extrapenal la concreción de aspectos accesorios. Siendo esta la solución, los riesgos de vulneración de la garantía de reserva de ley se atenúan debido a que los aspectos que serían confiados a la norma de rango inferior solo tendrían una importancia menor para la determinación de la conducta prohibida414.
2. Principio de ley previa (irretroactividad de la ley penal, retroactividad benigna de la ley penal)
Cuando se alude a la exigencia de una ley previa para imponer delitos y penas, se hace referencia a la necesidad de que la ley resulte anterior al hecho que se pretende sancionar. En clave constitucional, esto supone un mandato genérico dirigido, en primer término, al legislador, que no podrá conceder efecto retroactivo a las normas penales; y, en segundo término, al juez penal, que no podrá aplicar disposiciones penales no vigentes a un concreto supuesto de hecho415.
La prohibición de aplicación retroactiva de la ley penal tiene doble fundamento al encontrarse, por una parte, arraigada en la idea de la seguridad jurídica416; y, por otra parte, al encontrarse vinculada a la función motivadora y la idea de la prevención417. En relación con la primera cuestión (seguridad jurídica), resulta bastante claro que el principio de ley previa busca evitar que el ciudadano sea sorprendido por una intervención punitiva impuesta de súbito, que sea sorprendido por leyes ad hoc418; en relación con la segunda cuestión (función motivadora de la ley penal y finalidad preventiva), una intervención no previsible haría perder a la ley penal su capacidad de ordenar el comportamiento de los ciudadanos (¡poco sentido tendría obedecer las leyes penales para evitar sufrir una pena si luego una ley posterior puede sancionarle igualmente!), con lo cual su eficacia preventiva resultaría seriamente afectada.
Esta prohibición de aplicación retroactiva de las leyes penales acoge como excepción aquellos supuestos en que la utilización retroactiva de la ley penal resulte favorable al procesado, así se pronuncia el art. 6 de nuestro Código Penal. Mayores inconvenientes se producen para admitir la combinación de leyes penales. Sobre estas cuestiones se volverá más adelante, al analizar los dispositivos pertinentes.
3. Principios de ley cierta y de ley estricta (mandato de determinación y de taxatividad de la ley penal)
Tal como mencionamos en líneas precedentes, los principios de ley cierta y de ley estricta suponen un mandato de determinación y taxatividad a través del cual se exige, por un lado, (i) que el legislador al elaborar las leyes penales utilice términos precisos que permitan al ciudadano identificar con claridad cuál es el comportamiento que se pretende prohibir y la pena con la cual se encuentra conminado (principio de certeza); y, por otro, (ii) que el juez encargado de la aplicación de la ley penal se circunscriba a su sentido, prohibiéndole su utilización analógica (prohibición de analogía en materia penal)419.
3.1. La certeza en la ley penal: la situación de los elementos normativos y de las leyes penales en blanco
La labor del legislador en aras de mantener la vigencia del principio de legalidad es elemental. Es lógico, de nada serviría la existencia formal de una ley si el legislador penal, al elaborar tipos penales de manera imprecisa, permite un amplio margen de arbitrariedad en la labor del juez. Es que, como bien indica Mantovani, a mayor certeza de la ley menor es el espacio para el subjetivismo y la ideología del juez420.
El mandato de certeza impone al legislador la obligación de elaborar las leyes penales conteniendo, de forma clara e inequívoca, todos los elementos que permitan al ciudadano, receptor de las prohibiciones penales, reconocer los presupuestos que determinan la imposición de una pena, así como la medida de las consecuencias jurídicas que por tal razón correspondan; asimismo, el principio de certeza exige que la ley penal sea elaborada recurriendo a un lenguaje claro y comprensible421. Como se observa, se trata de un principio referido a la técnica de redacción de los tipos penales422.
La existencia de normas penales imprecisas o vagas erosiona los fundamentos jurídico-políticos del principio de legalidad al afectar el principio de división de poderes. En efecto, la creación de leyes penales indeterminadas o imprecisas termina destruyendo la barrera divisoria entre instancias destinadas a la creación de leyes e instancias de aplicación de las leyes, pues estas últimas, debido a los defectos propios de las leyes indeterminadas, se ven precisadas a realizar labor de creación del derecho423. De este modo, termina produciéndose —como bien advierte Silva Sánchez— una vulneración del contrato social al afectarse la deslegitimación material del mismo; «tal legitimación —señala el catedrático español— solo se halla garantizada cuando el legislador promulga leges certae y el juez se atiene a ellas como leges strictae»424.
Del mismo modo, pueden reconocerse ciertos efectos perniciosos de la ausencia de certeza en los tipos penales respecto a los propósitos de prevención perseguido por las leyes penales: si el objetivo de las leyes penales es conformar conductas de modo no ofensivo a los bienes jurídicos, el reconocimiento del contenido de la disposición penal por parte del ciudadano guardará proporción directa con la consecución de dicha finalidad preventiva. Dicho en otros términos, si el ciudadano, gracias a la precisión de la ley penal, entiende plenamente la prohibición y su sanción, se obtendrán mayores niveles de prevención que si el ciudadano no comprende los alcances de la ley penal425.
De esta última idea se derivan las consecuencias procesales del principio de certeza, destacadas fundamentalmente por la doctrina penal italiana426: la ausencia de precisión en la ley penal dificultaría el ejercicio del derecho constitucional de defensa del imputado, debido a la imposibilidad de realizar una imputación precisa o imputación necesaria. Las expresiones de Vinciguerra resultan sumamente didácticas: «Cuanto más ambigua es la norma, tanto más difícil es defenderse negando la correlación entre hecho y norma y probar la falta de fundamento de la acusación»427.
Cabe anotar que en materia penal la precisión absoluta resulta inalcanzable428 y solo sería en un negado e imposible sistema casuista429. Lo que se pretende cuestionar y evitar a través de estas precisiones críticas es un nivel de indeterminación que resulte incompatible con la seguridad que deben irradiar las normas penales; en suma, el principio de legalidad prohíbe generalizar la ley penal de una manera exagerada e inadmisible430. Las expresiones de Stratenwerth a este respecto resultan sumamente elocuentes:
[…] no hay ningún texto legal que excluya toda duda. En todo caso, la ley solo puede ser exacta en mayor o menor medida, y esta medida, a su vez, no es mensurable. No está claro ni dónde está el límite de la indeterminación admisible, ni cuándo éste se rebasa. Por ello, solo en casos extremos se podrá afirmar con alguna seguridad que ha sido vulnerada la prohibición de prescripciones penales indeterminadas.431 (Énfasis agregado)
Como se observa, lo que el principio de certeza pretende es la máxima taxatividad posible432.
Especialmente conflictiva resulta la situación del principio de taxatividad en torno a los denominados conceptos jurídicos indeterminados, caracterizados por la preponderancia de elementos normativos de orden valorativo433. En efecto, la opción de recurrir a una técnica de construcción de los tipos penales basada en elementos de índole descriptivo genera dos inconvenientes a ser indicados: por un lado, provoca un casuismo exagerado sobredimensionado de las leyes penales434; y, por otro lado, a pesar de su carácter descriptivo, no puede desconocerse que los elementos descriptivos pueden resultar también, debido a la no univocidad del lenguaje, imprecisos435; todo lo cual deriva en el uso prevalente de elementos normativos en la elaboración de los tipos penales.
Los problemas de precisión en el uso de elementos normativos se relacionan fundamentalmente con los elementos normativos extrajurídicos en los que la integración interpretativa deberá encontrarse referida a normas sociales o consuetudinarias que resultan, en la mayoría de las ocasiones, excesivamente flexibles, por lo que su utilización debe ser recusada436. Piénsese, por ejemplo, en la expresión «acto contrario al pudor», utilizada en la construcción del tipo penal contenido en el art. 176 del CP.
Más conflictiva es la situación de las leyes penales en blanco debido a las características que le son inmanentes. Ciertamente, en tal clase de normas penales, al encontrarse parte de la conducta prohibida descrita en una norma jurídica extrapenal, la posibilidad de afectar los requerimientos de certeza de la ley penal se hace manifiesta. Pues bien, la neutralización de los riesgos de una afectación a la legalidad material a través del recurso a las leyes penales en blanco exige, previamente, determinar los criterios de legitimación de las mismas. En ese contexto, es de destacar que las dudas en torno a la legalidad del recurso a la ley penal en blanco tienen lugar en torno a su presunta condición de leyes incompletas y a los efectos de dicha condición en la exigencia de certeza e, indirectamente, la probabilidad del error437. Es lógico ¿cómo considerar cierta una ley incompleta?
Para superar los cuestionamientos al recurso a la ley penal en blanco, la doctrina y la jurisprudencia —tal como adelantamos en líneas precedentes— han recurrido a dos planteamientos: la teoría de la esencialidad, utilizada por el Tribunal Constitucional español438, que considera que la compatibilidad de la ley penal en blanco con el mandato de determinación viene establecida por la identificación de los rasgos esenciales o nucleares de la conducta prohibida dentro de los contornos de la ley penal, dejando a la ley extrapenal solo la labor de complementación accesoria. La teoría de la concreción, proveniente de la jurisprudencia alemana, propone la conformidad de la ley penal en blanco con el mandato de certeza cuando la ley extrapenal solo tenga por propósito concretar los criterios de decisión ya establecidos claramente en la ley penal.
Cualquiera sea la postura que se adopte439, es evidente que la preservación del principio de certeza pasa, en primer lugar, por reconocer que la utilización de la técnica del reenvío debe mantener los estándares de claridad exigidos a toda ley penal y, en segundo término, por exigir que los contenidos definidores esenciales de la conducta prohibida penalmente se encuentran suficientemente precisados en la ley penal, dejándose solo aspectos accesorios o de complemento a la ley extrapenal.
3.2. La prohibición de analogía en materia penal (y sus límites con la interpretación)
Del principio de taxatividad se desprende la prohibición de analogía en materia penal, esto es, la prohibición de que la interpretación de los tipos penales exceda los límites establecidos por el sentido literal de la ley penal y abarque conductas que resulten solo en parte coincidentes con el referido sentido de la ley penal440. De esto se desprende que el de taxatividad es un principio íntimamente relacionado con la problemática de los límites de la interpretación en materia penal, pues a través de esta, por un lado, se determinará el alcance normativo de los enunciados jurídicos441 y, con ello, su aplicabilidad a una realidad concreta442; y, por otro, se verificará si las resoluciones judiciales respetan la voluntad colectiva contenida en las leyes penales443.
La cuestión central es establecer los límites entre la interpretación y la analogía vedada por el derecho penal. En ese contexto puede sostenerse:
[…] mientras que la interpretación es búsqueda de un sentido del texto legal que se halle dentro de su «sentido literal posible», la analogía supone la aplicación de la ley penal a un supuesto no comprendido en ninguno de los sentidos posibles de su letra, pero análogo a otros sí comprendidos en el texto legal.444
Como se observa, la analogía no es pues, en sentido estricto, una forma de interpretación, ya que esta última se mueve dentro de los márgenes del texto legal, lo que no ocurre con la analogía445.
La doctrina penal mayoritaria446 opta por considerar como el criterio de interpretación de las leyes penales más conveniente aquel que tiene como punto referencial de limitación del alcance de la ley penal el tenor o sentido literal posible de la misma. Su conveniencia debe postularse, por un lado, sobre la base de los principios jurídico-político y jurídico-penales en los que se asienta el principio de legalidad y, por otro lado, en el hecho de que la ley constituye una expresión del lenguaje.
Respecto a lo primero (fundamentación jurídico-política y jurídico penal del principio), debe reconocerse que, dado que la actividad legislativa se manifiesta mediante palabras, lo que no se desprende de aquellas —como indica Roxin— no está prescrito y, por lo tanto, no «rige»447. Atribuir a la ley penal un sentido que no se desprende de su tenor literal vulnera la idea de la legalidad penal como instrumento de limitación del poder punitivo. Con relación a la segunda cuestión, debido a que la ley penal es expresión del lenguaje, encontrar su sentido debe tener apoyo en el lenguaje mismo448. Desde esta perspectiva es posible también conectar con la finalidad motivadora que corresponde a la ley penal: los ciudadanos solo pueden motivarse en el sentido que corresponde al lenguaje, en tanto código de comunicación social accesible a todos449.
Queda, no obstante, por discutir si ese sentido literal posible constituye un factor de referencia exclusivo o si, más bien, debe ir acompañado de otros factores. Para responder a esta cuestión resulta indispensable reconocer las limitaciones y problemas que subyacen a la interpretación conforme al sentido literal posible.
En ese contexto, un primer problema es generado por el carácter polisémico de las palabras: si la interpretación tiene por objeto extraer el sentido literal posible de la ley penal, nos enfrentaremos frente a una inexpugnable circunstancia, esto es, la ausencia de significado unívoco en las palabras. En efecto, si partimos de la idea de que el propósito del proceso interpretativo es encontrar el sentido literal posible de la ley, tendríamos que el texto de la ley permitiría, justamente por la polisemia de las palabras de la ley, encontrar diversos sentidos posibles de la ley450, lo que denotaría la insuficiencia de este método, en tanto dejaría un extenso ámbito a la discrecionalidad judicial, claramente incompatible con la idea de la legalidad penal como instrumento de predictibilidad de la reacción punitiva. El criterio del sentido literal posible resulta insuficiente, revelándose como una suerte de tautología, constatada acertadamente por Silva Sánchez mediante esta expresión: «[L]o cierto es que el “sentido posible” de un enunciado no constituye sino el producto de una primera operación interpretativa. Con lo que lo anterior conduciría a afirmar que la interpretación es el límite de la interpretación»451.
Que el sentido literal posible constituya un límite inicial a la labor de interpretación de la ley penal de ningún modo significa que dicha labor se agote allí. Por eso es que los más recientes desarrollos de la hermenéutica jurídica atribuyen al juez, en sede de interpretación de la ley penal, una labor de recreación o reconstrucción de la ley penal que supere las limitaciones propias del recurso al sentido literal posible del texto legal452.
Queda por tarea establecer si los criterios que sirven para determinar, dentro de los límites impuestos por el tenor literal posible de la ley penal, que el sentido de las normas jurídico-penales es de orden subjetivo (método histórico) u objetivo (método teleológico). En línea de definición de la postura a adoptar, la doctrina dominante ha destacado los inconvenientes de una interpretación histórica destinada a ubicar el contexto histórico y la voluntad del legislador, problemas a los que cabría agregar, en el caso peruano, las dificultades propias del reconocimiento de la voluntad del legislador en un país donde se recurre, como hemos cuestionado anteriormente, a la delegación de facultades legislativas, con lo cual la determinación de la voluntad del legislador se transforma en una actividad casi esotérica.
Por esa razón resulta preferible recurrir al método teleológico, que tiene como referente central del proceso interpretativo las finalidades de la norma jurídico-penal objeto de análisis concreto, esto es, un método interpretativo orientado funcionalmente. Desde esa perspectiva, la labor interpretativa correspondiente al juez más que de creación —a todas luces cuestionable, desde la perspectiva de la legalidad penal— constituye una reconstrucción racional453. Ciertamente, la racionalidad del procedimiento interpretativo depende en gran medida de la rigurosidad con la cual el juez haya utilizado los conocimientos provenientes de la dogmática jurídico-penal.
La dogmática jurídico-penal constituye un mecanismo de contención frente al posible ejercicio abusivo del poder punitivo, esto es, se trata de una barrera intransgredible de la política criminal454. Sin embargo, la utilización de la dogmática no asegura que la reconstrucción de las leyes penales realizada mediante la interpretación sea racional, y esto debido a la neutralidad de la dogmática jurídico-penal que permite, por un lado y tal como advirtiera Gimbernat Ordeig, interpretar no solo las leyes democráticas, sino también las autoritarias455; y, por otro lado, da lugar a la reconstrucción en tono autoritario de leyes democráticas456.
Para evitar o, al menos, disminuir a su expresión mínima tales riesgos, resulta indispensable proceder sistemáticamente457. Proceder de este modo, por cierto, no es tarea nada sencilla, pues, como ha puesto de relieve Hruschka, la dogmática jurídico-penal tiende a pronunciarse sobre cuestiones o casos específicos, perdiendo perspectiva general y configurando un mero muestrario de opiniones458. Pese a los obstáculos naturales de una interpretación teleológica-sistemática, es necesario reconocer, como piedra de toque del proceso de reconstrucción racional de la ley penal, la finalidad ulterior del sistema del derecho penal, esto es, la protección de los bienes jurídicos459. Esta concepción tiene diversas manifestaciones prácticas: delimitación entre actos preparatorios y tentativa, identificación de supuestos de tentativa no punible, determinación del alcance de los tipos penales a partir de la identidad del bien jurídico penalmente tutelado460, por citar solo alguna de ellas.