La Ley y el Orden es acaso la serie gringa mas longeva que la mata del cine negro haya generado, heredera de una tradición que tiene entre sus titulos: Perry Mason (1957-1966), Bonanza (1959-1973), Los héroes de Hogan (1965-1971), Starsky y Hutch (1975-1979), Canción triste de Hill Street (1981-1987), la Ley de Los Ángeles (1986-1991); ha acostumbrado a nuestro paladar y apetito voyerista por la caza de cangrejos, mostradores y violines, pero que en el ínterin entra de todo.
En épocas de cuarentena, donde la policía deja de ser mi enemigo natural, la serie me amista además con los fiscales, y aún más, me lleva a reconocerlos pesos pesados de la intelectualidad jurídica, y es que, además encuentro cosas en común: el derecho, como nuestra mejor baza, nos atraviesa, define, contamina y desconecta. Nos consume en la soledad de nuestro despacho amurallado de expedientes, contenedor de historias ajenas, energía contenida y luego pasmada, el oficio nos gana, nos vence el títere.
El team de UVE son como [la mayoría de] nosotros (los litigantes), malcasados y peor emparejados; para ellos rige también la vieja máxima: “El derecho es una amante celosa y como tal requiere un noviazgo largo y constante [1]”. Ese es el lado humano de la serie, no basta definirse como adicto al trabajo, es la emoción de instrumentar la ley que te carcoma y absorba, y no nos damos cuenta.
La advertencia de los celos no consta en los decalogos principistas ni en manuales formativos, carece de respaldo doctrinal y menos se acerca a la construcción de un apotegma, es más bien el dictum, de un abogado trajinado que ya superó la arrogancia juvenil, que dejó de pavonearse con un suma cum lauden, que presume haberlo obtenido en la universidad de la vida; la frase es consejo de cantina, donde tu interlocutor se refocila de ruido y de furia, y ya no le importan los ágapes en su honor. Antiguo cazador, engatusador de doncellas, faldero, alardeador de la vejez, reflexiona en la antediluviana frase, que no en vano ha sobrevivido al tiempo, un tácito consejo de Olivia Benson y Elliot Stabler.
[1] La expresión es atribuida a Góngora Pimentel, Genaro David.