Hoy, para actuar como genuino jurista, es necesario escribir sobre la ceniza del tedio jurídico, levantando del rescoldo la cama de brasas, donde el ascua del triunfo del Derecho aún conserva el fuego de su Espíritu; será, así, mostrar las incompetencias prácticas, desvelar las incongruencias teóricas, declarar el absurdo de las certezas en legisladores feroces, precarias figuras de barro tan dúctiles como frágiles, denunciar el deterioro –cuando no la falta– de convicciones, la indiferencia ante el error, a quienes confunden la TGD con un manual de etiqueta, especie de lugar común meramente protocolario, dispuesta sólo para ceremonial de estilo, y, sobre todo, a quienes creen que el Derecho se otorga por cortesía de una República aristocrática, como gracia o privilegio, y no como legal garantía de indemnidad frente a los depredadores de la vida colectiva, contra el incivismo de los corruptos, la arrogancia de los soberbios y la fatuidad de los prepontentes.
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Hoy, a un jurista le es inexcusable iluminar la sombra a la espalda de la palabra, camuflada por el follaje del palabreo y la charlatanería de los vendedores de humo, que luego tiznan y asfixian, y también de los silencios de sabios conjeturales que se venden por reservados y cautos siendo, en realidad, mudos.
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Hoy, para profesar como jurista auténtico, es forzoso ser agente moral del Derecho. Pero no como pietistas vaticanos o fundamentalistas talibanes, sino como predicadores de la ‘moralidad interna del Derecho’, cuyo credo jurídico proclamó Fuller en siete mandamientos universales: que las leyes sean generales, públicas, irretroactivas, no contradictorias, que no impongan deberes imposibles de cumplir, estables en el tiempo, y que la actuación de los poderes del Estado sea congruente con lo que ellas establecen.[1] Lo demás son ilusiones de los falsos profetas, disimuladores de subjetividades, que apenas ocultan sino axiomas de conciencia individual, o sea, un nuevo escolástico, o, peor aún, sencillamente la toma de decisiones argumentadas desde el egoísmo racional. La llama de sus antorchas no ilumina; es, por el contrario, la de los pirómanos que calcinan la objetividad social como la idea moral regulativa del Derecho.
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Hoy, es urgente para el jurista recuperar la razón del Derecho como razón de vida, y no única ni principalmente como virtuosismos lógicos formulados en campanas de cristal aisladas de la historia, del presente y el porvenir de los pueblos y naciones. La práctica del Derecho va más allá de las destrezas ejercidas en cámaras de vacío selladas a la emoción del éxito, al sentimiento de fracaso, a la esperanza apasionada. El Derecho es una exudación de la vida, no el sudario con que tantas veces se la amortaja.
Hoy, a un jurista le es vital afirmar la Legalidad, si es efectiva conquista de la legitimidad democrática, sin ceder y abandonarse al visionarismo de benéficas utopías judiciales promovidas por intrépidos protagonistas[2] o, más funestamente, desde puras pretensiones personales. El funcionalismo social del sistema jurídico siempre permite nuevos equilibrios entre las partes que integran su conjunto; no obstante, es igualmente incuestionable que una sola parte está lejos de poder representar la totalidad, y más aún sustituirse en ella y suplantarla. Los reajustes son no sólo inevitables, sino incluso aconsejables. Pero la vanguardia del Derecho está formada por una multitud, que siempre encuentra su camino sin tener que recurrir a mentores o ser dirigida por guías, y, menos todavía, por preceptores togados. No cabe poner tutores a la ciudadanía. El valedor de un ciudadano es el Derecho en la ciudad, son sus derechos civiles.
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Así, tomarse en serio la tarea del jurista es ahora el compromiso de juiciosa afirmación y lucha por el mañana del Derecho. Y mañana ya es hoy.
José Calvo González es Catedrático de Filosofía del Derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad de Málaga (España).
[1] Lon L. Fuller, Morality of Law, New Haven: University Press, 1969, cap. II.
[2] “Porque el Derecho no es, ni puede siquiera ser aunque se pretendiese… el texto de la ley y nada más, sino la ley con toda su textura de principios y de conceptos capaces de una vida propia, […] que no la audacia del juez y su pretensión protagonista impulsan, sino que exige rigurosamente el funcionalismo de la sociedad y la inserción en él de preceptos generales y estables”. Cf. Eduardo García Enterría, La Constitución como norma y el Tribunal constitucional, Madrid: Civitas, 1981, p. 224.