Doctor, ¿alguna vez ha olido la sangre? La ley de amnistía y el precio de la paz en el Perú

Escirbe: Italo Sebastian Celi Romero

Sumario: 1. Introducción, 2. Ley 26479 (Ley de Amnistía), 3. Resumen del relato, 4. Análisis, 5. Conclusiones, 6. Referencias


1. Introducción

Durante las décadas de 1980 y 1990, el Perú vivió uno de los periodos más oscuros de su historia, marcado por el conflicto armado interno que enfrentó a los grupos subversivos, como Sendero Luminoso y el MRTA, con las fuerzas del Estado. En medio de este enfrentamiento, la Ley de Amnistía N.º 26479, promulgada en 1995, intentó cerrar el capítulo del conflicto, ofreciendo una solución rápida a las violaciones de derechos humanos cometidos.

Sin embargo, la ley resultó en un fenómeno de impunidad que dejó a las víctimas en el olvido, al no procesar ni sancionar a los responsables de los crímenes cometidos por agentes del Estado. Esta medida, lejos de curar las heridas del país, contribuyó a profundizar el dolor de aquellos que habían sufrido la violencia indiscriminada tanto de los terroristas como de las fuerzas del orden.

Este artículo, sin embargo, no se centra únicamente en las leyes o las políticas del Estado, sino en las historias humanas detrás de este complejo periodo. Tomando como base un relato inédito de un hombre que vivió el horror de esos años en Acobamba, se pretende explorar una realidad que, aunque dolorosa, es esencial para entender cómo la violencia afectó a todos los actores involucrados.

2. Ley 26479 (Ley de Amnistía)

Fue promulgada el 14 de junio de 1995 durante el gobierno de Alberto Fujimori, se inserta en un contexto de postconflicto donde el Estado peruano intentaba consolidar su victoria sobre los grupos subversivos Sendero Luminoso y el MRTA. Según el Congreso de la República (1995), «esta normativa tenía como objetivo “amnistiar a miembros de las Fuerzas Armadas y policiales que hubiesen cometido actos durante operaciones de pacificación» (p. 1). Sin embargo, al analizar su contenido y sus efectos, es evidente que, más allá de la intención declarada de garantizar estabilidad, la ley se convirtió en un mecanismo de blindaje para las fuerzas estatales implicadas en graves violaciones de derechos humanos. Esto plantea un dilema ético y jurídico sobre la legitimidad de priorizar la paz política a costa de la justicia para las víctimas.

Posteriormente, esta amnistía incluyó crímenes de extrema gravedad, como desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales y torturas, consolidando un marco legal que obstaculizó investigaciones judiciales. Según Amnistía Internacional (1996), «estas disposiciones “impedían la investigación y el enjuiciamiento de graves violaciones de derechos humanos”, lo que las colocaba en abierta contradicción con los estándares internacionales de derechos humanos» (p. 4). Es particularmente crítico destacar que estas medidas reflejan un pacto de silencio entre las élites gobernantes y las fuerzas del orden, desestimando el derecho a la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas. Aunque puede comprenderse la necesidad de restablecer el orden tras años de conflicto, no es justificable sacrificar los principios de justicia transicional, esenciales en cualquier democracia.

Finalmente, en 2001, la Corte Interamericana de Derechos Humanos sentenció que la Ley N.º 26479 era incompatible con la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En el caso Barrios Altos, la Corte declaró que «son inadmisibles las disposiciones de amnistía que impidan la investigación de violaciones graves de derechos humanos» (Corte IDH, 2001, párrafo 41). Este fallo marcó un precedente importante en el ámbito del derecho internacional, reafirmando que la justicia no debe ser negociable, incluso en contextos de postconflicto.

3. Resumen del relato

El relato inédito nos transporta a Acobamba, en el departamento de Huancavelica, donde un hombre revive una experiencia traumática que marcó su infancia. A través de una sesión terapéutica, narra cómo, en una reunión familiar, los “hermanos” irrumpieron en la casa durante el cumpleaños de su hermana. Aunque sus familiares intentaron apaciguarlos ofreciéndoles comida, bebida y música, la tranquilidad se rompió cuando, a altas horas de la noche, hombres en uniforme militar irrumpieron violentamente. El enfrentamiento que siguió no distinguió entre culpables e inocentes; la vivienda se convirtió en un campo de batalla, dejando tras de sí un baño de sangre del cual solo él y su hermana sobrevivieron.

Este testimonio refleja no solo el horror de la violencia terrorista, sino también el accionar indiscriminado del Estado. En medio de un fuego cruzado, la vida de un niño quedó fracturada, y con ello, la confianza en un sistema que debía protegerlo. Más que un episodio aislado, este relato es un microcosmos de una época en la que las líneas entre justicia y barbarie se desdibujaron, dejando a los ciudadanos en una indefensión absoluta.

4. Análisis

El conflicto armado interno en el Perú puede entenderse como una espiral de violencia en la que, primero, los grupos subversivos desataron una campaña de terror implacable, y después, el Estado respondió con medidas igualmente brutales. A medida que la guerra se intensificaba, quedó claro que la línea divisoria entre las fuerzas del orden y los criminales se desdibujó. En un inicio, el gobierno justificó su accionar en nombre de la defensa de la nación, pero con el tiempo, esta narrativa se diluyó al observarse cómo las acciones del propio Estado atentaban contra los mismos ciudadanos que debía proteger.

En segundo lugar, las comunidades campesinas se convirtieron en las principales víctimas de esta falta de distinción. En pueblos remotos, donde Sendero Luminoso extendía su influencia, los campesinos eran considerados sospechosos tanto por los terroristas, que los presionaban a colaborar, como por las fuerzas del orden, que los señalaban como colaboradores. Las masacres de Accomarca y Lucanamarca son ejemplos desgarradores. En estos episodios, la violencia no discriminó: ancianos, mujeres y niños fueron asesinados de manera indiscriminada. La pregunta inevitable es, ¿en qué momento el aparato estatal, creado para garantizar la seguridad, se transformó en un engranaje más de la barbarie?

Posteriormente, y como una manera de cerrar este capítulo oscuro de la historia, el gobierno promulgó la Ley de Amnistía N.º 26479 en 1995. En teoría, esta normativa buscaba pacificar y brindar estabilidad. Sin embargo, en la práctica, institucionalizó la impunidad. A través de esta ley, se garantizó que no habría investigaciones ni sanciones contra los agentes del Estado involucrados en crímenes atroces. Más que reconciliación, esta medida significó el silencio forzado. De este modo, se impidió que las víctimas tuvieran acceso a justicia y reparación, condenándolas al olvido. Esto no solo frenó el avance hacia una verdadera paz, sino que dejó abierta la herida de la desconfianza en las instituciones.

Finalmente, es evidente que el conflicto interno no fue solo una lucha contra el terrorismo. Fue también una lucha por la dignidad, la verdad y la justicia. En este escenario, el Estado no solo falló en proteger a su población, sino que se convirtió en un segundo enemigo. Es crucial destacar que, aunque los crímenes de Sendero Luminoso y el MRTA no deben minimizarse, la violencia estatal, amparada por el manto de la ley, debe ser igualmente condenada. La amnistía no trajo paz; trajo silencio. Y, como demuestra la historia, el silencio no cura las heridas: las hace más profundas. Por ello, en la memoria colectiva del Perú, no puede haber espacio para olvidar, sino para aprender y evitar que estos horrores se repitan.

5. Conclusiones

A pesar de la derogación de la Ley de Amnistía N.º 26479 en 2001, el legado de impunidad y la falta de justicia para las víctimas de la violencia en el Perú sigue presente en la actualidad. Esta ley, que inicialmente buscó garantizar la paz política tras el conflicto armado interno, terminó favoreciendo la protección de quienes cometieron graves violaciones de derechos humanos, creando un entorno de injusticia y desconfianza.

Hoy, en medio de las protestas sociales, vemos una repetición de este patrón. Las recientes manifestaciones en el Perú, motivadas por la creciente desigualdad y la falta de respuesta gubernamental, han sido respondidas con una fuerte presencia de las fuerzas armadas y policiales, a menudo con métodos violentos y represivos. De manera similar a la época de la ley de amnistía, se está priorizando la “paz social” a través del uso de la fuerza, sin considerar las demandas legítimas de los ciudadanos. Esta estrategia de control violento no solo remite a una política de pacificación, sino que refleja la continuidad de un enfoque autoritario que no aprende de los errores del pasado.

En este contexto, la historia de la Ley de Amnistía debe servir como advertencia para que no repitamos los mismos errores. La paz no puede ser impuesta desde la violencia ni el silencio sobre los crímenes cometidos. Así, la lección más importante es que, al igual que en el pasado, la justicia debe ser la base sobre la que se construya cualquier forma de paz duradera. Sin justicia, la paz solo será una ilusión temporal.

6. Referencias

Congreso de la República del Perú. (1995). Ley N.º 26479 de Amnistía. Recuperado de https://www2.congreso.gob.pe/sicr/tradocestproc/clproley2001.nsf/pley/007CD779E77E5B6A05256D25005D324C?opendocument

Amnistía Internacional. (1996). Informe sobre las leyes de amnistía en Perú. Recuperado de https://www.amnesty.org/en/documents/AMR46/010/1996/en/

Corte Interamericana de Derechos Humanos. (2001). Sentencia sobre la Ley de Amnistía. Caso “Barrios Altos vs. Perú”. Recuperado de https://www.corteidh.or.cr/docs/casos/articulos/seriec_75_esp.pdf

Relato ínedito

—Doctor, ¿alguna vez ha olido la sangre? —pregunté, más para mí que para él. Mis dedos jugaban nerviosos con un hilo suelto del sofá.

El psicólogo levantó la vista, y negó con un leve movimiento de cabeza.

—Es un olor que no se olvida. Dulzón, metálico, pesado. Como el hierro que chupa uno de una herida, pero multiplicado por mil. Cada vez que cierro los ojos, ahí está otra vez.

Él asintió, animándome a continuar.

* * *

Era el cumpleaños de Estelita, mi hermana mayor. Yo tenía solo siete años, pero recuerdo los detalles como si hubiera sido ayer. Mamá había pasado todo el día preparando estofado y papá había traído una torta con rosas de merengue azul desde Huancayo. Todos estaban en la casa de la tía Gloria: los abuelos, los primos, los tíos, riendo, bailando. Incluso Estelita, que siempre se quejaba de los vestidos, estaba contenta con el que mamá le había hecho para la ocasión.

Afuera, el frío de Acobamba se colaba por las rendijas de las ventanas, pero nadie le prestaba atención. Hasta que ellos llegaron.

Primero fueron los golpes en la puerta, secos, decididos. La tía Gloria abrió y ahí estaban: los “hermanos”. Así les llamaba mi abuelo, con una mezcla de respeto y miedo que yo no entendía del todo. Entraron como si la casa fuera suya, con sus botas llenas de barro y sus fusiles cruzados en la espalda. Uno de ellos, un hombre delgado con una boina negra, habló con mi papá. Le pidió comida, “algo de chicha para calentar la noche” y “un pequeño aporte” para la causa.

Mi papá no dudó. Hizo un gesto a mi mamá, que empezó a servir más platos y a llenar los vasos con chicha de jora. Todos hicieron lo imposible por parecer amables, casi felices. Incluso los “hermanos” cantaron “Happy Birthday” a Estelita, con esas voces roncas que hicieron que me riera, aunque mamá me dio un codazo para que parara.

Yo no entendía del todo, pero algo me decía que el peligro estaba ahí, en sus armas, en sus miradas, en cómo todos los adultos evitaban cruzar palabras de más.

Eran casi la una de la mañana cuando escuchamos los golpes en la puerta. Esta vez fueron más fuertes, como si quisieran derribarla.

—¿Quién será ahora? —preguntó mi tía Gloria, pero nadie respondió.

Los hombres que entraron eran distintos. Uniformes camuflados, algunos con pasamontañas, otros con pañuelos que solo dejaban ver sus ojos. No dijeron nada. Solo levantaron las armas. Y los “hermanos” hicieron lo mismo.

Lo siguiente fue un estruendo que me dejó sordo. Disparos, gritos, cristales rompiéndose. Vi a mi abuelo intentar decir algo antes de desplomarse, un charco oscuro y espeso formándose bajo su cabeza. El olor llegó primero: como si hubieran partido en dos una montaña de carne.

—¡Corre! —me gritó Estelita, agarrándome de la mano.

Nos escondimos detrás del armario grande de la sala. Desde ahí podíamos ver el caos: las balas cruzando el aire, los cuerpos cayendo como sacos de papa. Mamá intentó llegar hasta nosotros, pero una explosión la arrojó al suelo. Quise correr hacia ella, pero Estelita me abrazó con tanta fuerza que no pude moverme.

El ruido cesó tan rápido como había empezado. Cuando salimos de nuestro escondite, la casa era otra. Las paredes tenían agujeros como si fueran un colador, los muebles estaban destrozados, y el suelo…

Había sangre por todas partes. Manchas gruesas, algunas negras, otras de un rojo intenso que brillaba bajo la luz de las velas apagadas a medias. El estómago se me revolvió, pero no vomité. Me quedé parado, con las piernas temblando, mirando los cuerpos de los abuelos, de los tíos, de mis primos. Incluso los “hermanos” estaban tirados ahí, sus armas todavía en las manos, los ojos abiertos pero vacíos.

El olor era insoportable. Como si toda la vida que alguna vez hubo en esa casa se hubiera podrido en un instante.

* * *

—¿Y usted? ¿Qué pasó después? —preguntó el psicólogo, con la voz medida.

Me costó responder. Las palabras se atoraban en mi garganta.

—Nos quedamos solos. Estelita y yo. Caminamos por el pueblo, tocando puertas, buscando ayuda, pero todos se escondieron. Nadie quería meterse. Nos quedamos sentados en la plaza hasta que amaneció, temblando, abrazados.

Me detuve, respirando hondo.

—Desde entonces, no he podido dormir sin volver a esa noche. Siempre estoy ahí, doctor, en esa casa. Puedo oler la sangre, escuchar los gritos, sentir el peso de la muerte a mi alrededor. A veces, ni siquiera sé si salí de verdad o si sigo atrapado en ese momento.

El psicólogo anotó algo en su libreta y me miró con esos ojos que intentan comprender, pero nunca podrán. ¿Cómo explicarle a alguien lo que es crecer con ese peso? ¿Cómo decirle que la sangre no solo mancha, sino que se queda?

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