¿Deben los jueces asistir a toda reunión social a la que sean invitados, como lo haría un abogado independiente? En el Derecho Indiano de la época virreinal se prohibía que los magistrados que llegaban a las Américas desposaran a mujeres del lugar y constituyesen una familia. ¿El motivo? Impedir la intercomunicación del magistrado con la gente del país.
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En la época republicana, por el contrario, se alentaba que el magistrado tuviera familia y, con mayor razón, hijos. La razón, irónicamente, era la misma: que se refugiara en el calor del hogar y se sustrajera a la vida mundana.
Hasta hoy es común preguntar a los aspirantes a jueces, siempre que no se ingrese a un espacio reservado a la privacidad, si son casados, solteros o si tienen hijos o no. Pareciera que se espera que los jueces cuenten con una familia. ¿Por qué no se casó? ¿Por qué a su edad no tiene una familia?, resultaban preguntas de rutina para los solteros empedernidos. Quizás se piense que la dedicación a la familia es el mejor antídoto contra una excesiva socialización.
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Vayamos, sin embargo, a nuestra pregunta de fondo: ¿cualquiera sea la condición civil del juez debe asistir a reuniones sociales? Habrían, a mi juicio, tres respuestas. La prohibicionista absoluta, conforme a la cual el magistrado no tendría que ir a ninguna reunión. La permisiva total: el juez puede asistir, como cualquier mortal a las reuniones que le plazca.
En el primer caso convertiríamos al juez en un paria, en el segundo en una suerte de socialit’e. Es mejor que el juez por razones éticas, pero también prácticas evite asistir a todas las reuniones que lo invitan. No se podría ni sería conveniente esbozar una lista ni cabe una solución reglamentarista de impedimentos. Bastaría un sentido de moderación, de oportuna selección y, por qué no, de una adecuada ponderación entre el placer o el compromiso de asistir, de un lado y, del otro, de una valoración de obligaciones institucionales y de su propia imagen pública.
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© Carlos Ramos Núñez