Un día como hoy se ejecutó al «Monstruo de Armendáriz»

El afroperuano de 35 años fue ejecutado tras ser sentenciado a la pena de muerte. Aunque por las evidencias e inconsistencias del proceso, es muy probable que se haya dado muerte a un inocente

Recordamos hoy la ejecución de Jorge Villanueva Torres, tristemente conocido como el Monstruo de Armendáriz, sentenciado a muerte por el homicidio de un niño de poco más de tres años. El 12 de diciembre de 1957, a las 5:30 de la mañana, Villanueva Torres enfrentó a un pelotón de fusilamiento en el recinto de la antigua Penitenciaría de Lima. Terminaba así un proceso judicial iniciado a mediados de 1954 y que bien pudiéramos calificar hoy de mediático. Lo más probable y perturbador de esta causa célebre es que Jorge Villanueva haya sido inocente.

El hecho se agrava si consideramos que la aplicación de la pena de muerte a Villanueva Torres no fue un ejemplo más de error judicial. Antes bien, en el proceso criminal seguido en su contra intervinieron en dosis parejas la fascinación, el prejuicio racial y de clase, la indolencia de los operadores de justicia y un temor colectivo que solo se apaciguaría con la eliminación del agente de esos miedos y esas contradicciones. Las pruebas no fueron apreciadas con objetividad; no hubo serenidad y distanciamiento en la elaboración de los fallos; la presión social, en cambio, fue enorme y peligrosamente unánime.

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Los hechos

La historia fatal de Jorge Villanueva Torres empieza en los primeros días de setiembre de 1954 en las cercanías de las playas de Lima. En la quebrada llamada de Armendáriz, un tajo que aún hoy divide en dos los acantilados de Miraflores y Barranco, fue hallado, hacia las laderas de Barranco, el cuerpo sin vida de un niño de unos tres años y medio de edad. Practicado el levantamiento, el cadáver fue sometido a necropsia (o autopsia, como se la llamaba entonces) en la Morgue Central de Lima el día 8 de setiembre de 1954.[1]

El occiso, al que identificaremos con las iniciales J. H. Z., presentaba lesiones en la eminencia frontal derecha, así como en la extremidad inferior del mismo lado. Otro dato relevante fue el hallazgo de tierra en las fosas nasales. Los pulmones se encontraban dilatados y mostraban una apariencia violácea. El estado de conservación del cuerpo y las huellas de ataque post mortem por roedores condujeron a estimar que la muerte había ocurrido en las 24 horas previas al hallazgo. Las conclusiones del protocolo de necropsia fueron: «traumatismo en la cabeza», «conmoción y contusión cerebral (sic), dejando inconsciente al menor en cuestión» y muerte por «asfixia por sofocación».

La diligencia fue realizada por los médicos legistas Ramón Criado Menéndez (redactor de protocolos) y Porfirio Olivera Landavere (médico jefe de autopsias). El protocolo correspondiente fue refrendado por el doctor Darío Torres Seguín, en su condición de director de la Morgue Central de Lima. La necropsia se desarrolló sin intervención de autoridades. Por su parte, la Policía de Investigaciones del Perú hizo suyas las conclusiones del protocolo de necropsia y no realizó indagaciones complementarias.

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El proceso

El curso del proceso es conocido. Nos limitaremos a recordar los datos esenciales. El caso fue ventilado ante el Tercer Juzgado de Instrucción de Turno de Lima, constituido por el juez Carlos Carranza Luna y el escribano Froilán Manrique. En vista de haberse hallado el cuerpo de J. H. Z. en las laderas de la quebrada de Armendáriz, se apresó a un sujeto identificado como Jorge Villanueva Torres, negro, de unos 35 años de edad. Villanueva Torres, alias Negro torpedo, era un delincuente de ínfima monta, «vago y conocido raterillo», un «hijo de nadie» (la expresión es de Víctor Maúrtua V.) y posiblemente débil mental. El acusado malvivía en una covachuela ubicada en la ladera norte. Anotemos que, en 1954, la quebrada era ya una vía de acceso a las recién ganadas playas de Barranco. La atravesaba una pista carrozable y una extensión de la línea del tranvía. Si bien en temporada veraniega era un espacio muy concurrido, el resto del año la quebrada y sus inmediaciones eran un territorio peligroso y desolado.

Como es histórico, solo dos elementos bastaron para vincular a Villanueva con la muerte del niño: a) la circunstancia objetiva de haberse hallado el cadáver a escasos metros de la covachuela; y b) el testimonio incriminatorio de un turronero, de nombre Uldarico Salazar. Se cuenta que durante los interrogatorios en la fase de instrucción y en segunda instancia, Villanueva aceptó la responsabilidad y aun describió «con lujo de detalles» (así se divulgó en la prensa de la época) cómo atrajo al niño hacia la covacha, para luego golpearlo en la cabeza hasta provocar el estado de inconsciencia y finalmente ultrajarlo por la vía ano-rectal. En tanto no sean recuperables los actuados del proceso, estas afirmaciones son especulativas.

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La instrucción determinó la responsabilidad de Villanueva Torres en el rapto y homicidio de J. H. Z. Asimismo, fue hallado responsable de delito contra el honor sexual en la persona de A. N. V. y de delito contra la libertad individual en agravio de D. M. R. y J. A. El 6 de julio de 1955, la causa fue elevada al Tercer Tribunal Correccional de Lima, integrado por los magistrados Octavio Santa Gadea (presidente), Octavio Torres y José Merino Reyna. La sentencia emitida el 8 de octubre de 1956 declaró a Villanueva Torres culpable de rapto y delito contra la vida en agravio del niño J. H. Z. y condenado a la pena de muerte, de acuerdo con el Decreto Ley Nº 10976 del 25 de marzo de 1949, que modificaba los artículos 151, 152, 289 y 290 del Código Penal de 1924.[2] El dispositivo no será derogado hasta 1981, mediante la Ley N° 23322.

La Corte Suprema, en última y definitiva instancia, declaró no haber nulidad del fallo del Tribunal Correccional el 11 de diciembre de 1957. La ejecución quedó prevista para el 12 de diciembre de 1957. La defensa, emprendida por Carlos Enrique Melgar, interpuso recurso de gracia ante el Senado de la República, al amparo del artículo 123º de la entonces vigente Constitución de 1933. Sin embargo, dicho recurso no llegó a discutirse, por falta de quórum. En una articulación extrema, en la madrugada misma del 12 de diciembre, Melgar interpone un nuevo recurso ante el Tercer Juzgado de Instrucción de Lima, en el que invocaba, sin éxito, la primacía de la norma constitucional por sobre cualquier otro requisito formal o reglamentario.[3]

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La tipificación

Según el Código Penal de 1924, el llamado coito contra natura entraba en la categoría de «acto análogo», previsto en el artículo 199, solo contra «un menor de dieciséis años». Por su parte, el delito de rapto era penalizado con penitenciaría, «si el delincuente has substraído el menor para abusar de él o para corromperlo» (artículo 229, segundo párrafo).

En contra de la opinión general de entonces, y de hoy, Jorge Villanueva Torres no fue imputado por delito contra el honor sexual. Mal podría haberlo sido: el protocolo de necropsia no reveló rastro alguno de invasión ano-rectal en el cuerpo del niño. Sin embargo, ha perseguido a Villanueva Torres el veredicto póstumo de violador de menores y, por ende, la pertinencia del máximo castigo.

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El contexto

La ciudad se veía como un enorme erial plomizo, salpicado de alfileteros, cuyas puntas ya empezaban a inundar de gris […]. ¿Qué gris? ¿Qué plomizo? No me atrevo a definirlo: era de color pesadilla infernal, roto por estridencias arquitectónicas […] En Lima se había reanudado el ininterrumpido chismorreo característico. La ciudad se había transformado.

Luis Alberto Sánchez. Los revoltosos. Relato esperpento (1984).

En 1957, Lima se halla en una encrucijada. Se ha expandido hacia los cuatro puntos cardinales, se ha modernizado a su modo y, en el camino, ha atraído a una inesperada población migrante que amenaza con quebrar el viejo orden heredado del siglo XIX. Los invasores provincianos se instalan en la capital y se establecen en barriadas, dos términos despectivos y elocuentes. En el año preciso de la condena a muerte y ejecución de Villanueva Torres, Lima es una urbe de más de 1.200.000 habitantes. Casi un 10% son nuevos limeños, invasores. Hasta diciembre de 1956, el antropólogo José Matos Mar identificó un total de 56 barriadas dispersas entre las faldas de los cerros y las orillas de los valles del Rímac y del río Chillón.[4] Un año y medio atrás, en julio de 1955, el número de estos asentamientos era de apenas 39; vale decir, una barriada por cada mes del año.[5] No tardaría en aparecer una figura jurídica consuetudinaria: el apenas estudiado contrato de invasión.[6]

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La violenta expansión urbana de los años cincuenta tuvo un esperable correlato en la mentalidad del limeño tradicional. El fenómeno se trasluce en la nueva narrativa: Julio Ramón Ribeyro, Enrique Congrains y Oswaldo Reinoso han dejado imborrable registro del clima, entre distendido y tenso, de esos años. El desconcierto de las clases medias, atrincheradas en sus esferas de vecindad y de parentesco, se traduce en los ambiciosos frescos de Mario Vargas Llosa, en tanto que la nostalgia de los sectores acomodados de Lima parece animar los esbozos humorísticos de Héctor Velarde. Desde 1950, y hasta 1956, el país era gobernado por el general Manuel A. Odría, con mano dura y abundante obra pública. No en vano, Odría será bautizado como el General de la alegría. Son años de prosperidad y de desconfianza. El lema del régimen se sintetizaba en una frase: Hechos y no palabras.

¿Cómo explicar los sucesivos desatinos procesales que culminaron con el fusilamiento de Villanueva Torres? Una explicación yace en el pánico colectivo: la «monstruitis» de que habla Maúrtua. Otra, en los patrones de exclusión racial y estamental. El escapismo asociado con el estado de bienestar aportaría un tercer elemento. Sintonizó con esa atmósfera de autoritarismo festivo la aparición de la prensa de tabloide en Perú. Sin ser nuevo (había advenido en 1912 con La Crónica de Manuel Moral y dirigida por Clemente Palma), el formato de tabloide alcanza los favores del gran público de Lima a mediados de la década de 1950. Despuntan en esos años dos personajes decisivos: los periodistas Guillermo Cortez Núñez y Raúl Villarán Pasquel.[7]

El formato de tabloide terminó de decidir la suerte de Villanueva Torres. Se trataba de un periodismo de masas, «francamente sensacionalista» (la expresión es de Juan Gargurevich), que no vacilaba en incorporar escenas de la vida nocturna y deportiva e imágenes de mujeres semidesnudas, a más de curiosidades varias y —como es de rigor hasta la fecha— una escrupulosa sección de crónica policial.[8] Fue precisamente el añejo diario La Crónica uno de los impulsadores de la campaña mortícola contra Jorge Villanueva. Pero es de necesidad admitir que el mismo temperamento, o uno muy similar, se observará en las ediciones coetáneas de diarios serios como El Comercio y La Prensa.

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La valoración

Es atendible la tesis de que los juzgadores de Villanueva Torres se inclinasen ante la voz ciudadana (sea lo que ello signifique), antes que al examen atento de los hechos y de las pruebas aportadas por el ministerio fiscal. La leyenda —a ella hemos de atenernos, hasta que sea posible el examen de los actuados o de una transcripción de estos— sostiene, por ejemplo, que el turronero Salazar se contradijo 30 veces a lo largo del proceso. Refiérese, igualmente, que las integrantes de la Acción Católica convocaban a manifestaciones públicas ante el Congreso y el Palacio de Justicia para exigir la muerte del degenerado y asesino.

El propio Villanueva, aparentemente, se mostró contradictorio y aun altanero ante los jueces. Que se haya autoinculpado sabiéndose inocente no es imposible. Al menos se conoce de un caso perfectamente documentado: en el Reino Unido, en 1950, el analfabeto y menesteroso Timothy Evans se adjudicó ante los tribunales la responsabilidad de la muerte de su cónyuge y de su hija. Más tarde se comprobó que los homicidios fueron perpetrados por un asesino en serie, el infame John Christie. Evans fue rehabilitado y obtuvo el perdón real de manera póstuma en 1966.

Víctor Maúrtua Vásquez, director que fuera de la Morgue Central de Lima y testigo de la ejecución del reo, daría a conocer en el año 2004 una reinterpretación de los hechos que acabaron con la vida del niño J. H. Z. De la lectura del Protocolo de Autopsia, Maúrtua observa una inexacta reconstrucción de la secuencia de lesiones sufridas por el niño. Los partícipes de la época, en un razonamiento especioso, trazaron la línea: rapto –resistencia de la víctima – violencia – golpe en la cabeza – estrangulamiento – ultraje – muerte por asfixia. Para el ultraje efectivo no hubo comprobación corporal, de manera que fue el cargo fue abandonado en la instrucción. Maúrtua señala tres detalles inadvertidos o pasados por alto en 1954: a) las lesiones en la pierna izquierda; b) la cercanía de la covachuela ocupada por Villanueva Torres al lugar del hallazgo del cuerpo; y c) las huellas de mordeduras post-mortem producidas por roedores. De estos elementos, Maúrtua propone una secuencia más sencilla y atendible: atropello vehicular lesión en la pierna derecha – deslizamiento del cuerpo por la ladera – golpe en la cabeza y desvanecimiento – posición decúbito ventral – muerte por asfixia por sofocamiento.

La tragedia

La antigua Penitenciaría de Lima se levantaba en los extramuros de la ciudad. Fundada en 1862, había sido diseñada y construida según consejos del erudito arequipeño Mariano Felipe Paz Soldán. Su configuración, entonces novedosa en esta parte del mundo, era la recomendada a fines del siglo XVIII por Jeremy Bentham: una estructura radial de galerías vigiladas desde un punto central, un panóptico. Con ese nombre, «El Panóptico», se la conocería hasta su demolición empezada en 1962. Hacia 1924, vemos a la Penitenciaría rodeada por las flamantes avenidas Wilson (hoy Garcilaso de la Vega), de la Exposición (hoy España) y de la Industria (hoy Bolivia).[11] La portada miraba hacia una llanura ocupada hoy por el Paseo de la República. Por rara ironía, al frente se edificará el actual Palacio de Justicia.

En los años del proceso contra Villanueva Torres, las ejecuciones se llevaban a cabo en un recinto de la vieja cárcel limeña. Allí se condujo al reo, fue revisado por dos médicos del Servicio Legal, los doctores Jorge Gaviria Aguilar y Fernando Gambirazzio. De inmediato fue atado a un poste. El joven Víctor Maúrtua fue el encargado de colocar la «escarapela» sobre el pecho de Villanueva, a la altura del corazón. El epílogo de esta historia es breve y sin incidencias: ocho miembros de la Guardia Republicana apuntaron sus fusiles hacia el condenado; solo siete armas, según una inveterada costumbre estaban cargadas. Se dio la orden de apuntar y disparar. La cabeza del condenado se inclinó suavemente hacia adelante. El jefe del pelotón propinó el tiro de gracia, sin mirar al supliciado.

Hasta el instante final, Jorge Villanueva Torres clamó su inocencia.

Referencias y orientación bibliográfica

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Berrocal, Julio E. «Plano panorámico de Lima, en homenaje al primer centenario de la Batalla de Ayacucho. 1824-1924» [1924]. En Gunther Doering, Juan (editor). Planos de Lima, 1613-1983. Lima: Municipalidad de Lima Metropolitana – Petróleos del Perú, 1983.

Bullard, Alfredo. «Rehabilitado. La pena de muerte en el Perú y el caso de Jorge Villanueva, conocido como el “Monstruo de Armendáriz». El Comercio. Sábado 3 de junio de 2017, p. 27.

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García Belaunde, Domingo. «Breve paralelo entre el Código Penal peruano de 1863 y el de 1924». Disponible aquí.

Gargurevich, Juan. Mito y verdad de los diarios de Lima. Lima: Editorial Gráfica Labor, 1972.

Hurtado Pozo, José. «Pena de muerte y política criminal en el Perú». Anuario de Derecho Penal 2007. Pena de muerte y política criminal. Lima: Fondo Editorial PUCP – Universidad de Friburgo, 2007, pp. [103]-130. Disponible en línea. Consulta: 10 de diciembre de 2017.

Kavanagh, Marcus. «El hombre al que no pudieron colgar». En Singer, Kurt (compilador). Horror. Traducción de Carlos M. Sánchez-Rodrigo. Tomo 3. Barcelona: Editorial Bruguera, 1976, pp. 107-120.

Maúrtua V., Víctor. La pena de muerte y los delitos de violación y de coito contra natura seguidos de muerte de la víctima. Lima: Editora Fundación Honor, 2004.

Montoro, Isaac Felipe. Las ratas del castillo. Lima: Editorial Humberto Calderón, 1981.

Olaechea, Manuel Adolfo. Cuestiones prácticas de higiene y medicina legal. Barcelona: Establecimiento tipográfico de J. Balmas Planas, 1893.

Orrego Penagos, Juan Luis. «Notas sobre crímenes famosos en Lima». Entrada de blog. Última visita: 8 de diciembre de 2017.

Radin, Edgard D. Los inocentes. Traducción de Manuel Díaz Llamas. Barcelona: Editorial Bruguera, 1965.

Tauro del Pino, Alberto. Enciclopedia ilustrada del Perú. Síntesis del conocimiento integral del Perú, desde sus orígenes hasta la actualidad. 3ª edición. 17 tomos. Lima: Peisa, 2001.

Thorndike, Guillermo. El rey de los tabloides. Lima: Planeta – Universidad de San Martín de Porres. Facultad Profesional de Ciencias de la Comunicación, 2008.

Una entrevista a Enrique Ghersi aquí.

El filme alusivo Muerte al amanecer (1977), primer largometraje de Francisco J. Lombardi, aquí:


[1] Protocolo de Autopsia Nº 21.161. Morgue Central de Lima. 8 de setiembre de 1954. El facsímil del documento fue dado a conocer en Maúrtua V., Víctor. La pena de muerte y los delitos de violación y de coito contra natura seguidos de muerte de la víctima. Lima: Editora Fundación Honor, 2004, pp. 37-44.

[2] Folio 210 del expediente. Reproducido en Maúrtua V., Víctor. La pena de muerte, op. cit., p. 45. Texto del Decreto Ley N° 10976 disponible aquí. Comentarios en Hurtado Pozo, José. «Pena de muerte y política criminal en el Perú». Anuario de Derecho Penal 2007. Pena de muerte y política criminal. Lima: Fondo Editorial PUCP – Universidad de Friburgo, 2007, pp. 103-130 [p. 121].

[3] Maúrtua V., Víctor. La pena de muerte, op. cit., pp. 30-31.

[4] Matos Mar, José. Las barriadas en Lima. 1957. 2ª edición revisada y aumentada. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 1977, pp. 25-30.

[5] Ibid., p. 25, nota 5.

[6] Descrito en De Soto, Hernando, Enrique Ghersi y Mario Ghibellini. El otro sendero. La revolución informal. Lima: Instituto Libertad y Democracia, 1986, pp. 22-24.

[7] Véase dos vívidas recreaciones noveladas: Montoro, Isaac Felipe. Las ratas del castillo. Lima: Editorial Humberto Calderón, 1981; y Thorndike, Guillermo. El rey de los tabloides. Lima: Planeta – Universidad de San Martín de Porres. Facultad Profesional de Ciencias de la Comunicación, 2008.

[8] Gargurevich, Juan. Mito y verdad de los diarios de Lima. Lima: Editorial Gráfica Labor, 1972, pp. 25-29; Tauro del Pino, Alberto. Enciclopedia ilustrada del Perú. Síntesis del conocimiento integral del Perú, desde sus orígenes hasta la actualidad. 3ª edición. 17 tomos. Lima: Peisa, 2001, tomo 9, p. 1365.

[9] Berrocal, Julio E. «Plano panorámico de Lima, en homenaje al primer centenario de la Batalla de Ayacucho. 1824-1924» [1924]. En Gunther Doering, Juan (editor). Planos de Lima, 1613-1983. Lima: Municipalidad de Lima Metropolitana – Petróleos del Perú, 1983. Plano Nº 16.

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