¡Qué terrible es leer muchos libros y artículos jurídicos! No me refiero propiamente al contenido, pues, muy rápido se percibe la calidad académica o la pobreza intelectual de la obra. Me refiero al estilo del jurista.
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Cierto, no todo abogado es un Cicerón, pero ¡qué mal escriben muchos de mis colegas y hasta profesores eminentes! ¡Pobres jóvenes que padecen con estos áridos textos! En verdad, muchos estudiantes de Derecho abandonan la carrera para no tener que leerlos.
Manuel González Prada ridiculizaba en ‘Nuestros magistrados’ el estilo letárgico de los hombres de leyes. Menos mal hay excepciones. El estilo límpido y claro de Toribio Pacheco, la prosa casi matemática de Héctor Cornejo Chávez o la diáfana sencillez de José León Barandiarán, solo para hablar de los ya fallecidos.
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Al leer una sentencia, un laudo arbitral, una demanda, un parecer, un informe o una consulta o, incluso, de una intervención oral en un tribunal o en un parlamento, me convenzo de la necesidad (y hasta de la conveniencia práctica) de una formación humanista del abogado.
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Como ese personaje, don Rigoberto, de la novela de Vargas Llosa, que, no obstante ser un entendido en bolsa de valores, vivía apasionado por los libros y las artes. No solo por sensibilidad, diría también que por utilidad, nuestros jueces y abogados (como sus precoces crías, los estudiantes) deberían beber de las letras. Estoy seguro que sería con provecho. Una perspectiva puramente orientada al cultivo de las habilidades legales no llegará muy lejos.