«Esther Díaz, sólo a los peruanos no les suena el nombre», afirma Juan Carlos Valdivia Cano, y continúa, «pero en latinoamérica es reconocida como un «monstruo» de la investigación».
El catedrático agustino no se equivoca, basta con revisar el CV de Esther, y nos daremos cuenta que ha educado a varias generaciones.
Tras escucharla muchos hombres decidieron dejar el trabajo que no les gustaba, cambiar la pareja que no les convenía, mudarse a vivir solos, reconciliarse, reconocerse y hasta aceptarse.
El lector puede buscar el documental Mujer Nómade, que le hiciera Martín Farina, uno de sus discentes. Antes, disfrute Pensar la ciencia.
PENSAR LA CIENCIA
Es inútil buscar hojas y ramas para cubrirse, es inútil incluso perseguir animales de gruesas pieles, matarlos, desollarlos y utilizar sus cueros como cobijo. El frío persiste. Cuando arrecian las lluvias, la nieve y la ventisca, los humanos no conocen sosiego. Algunos se refugian en cuevas o en troncos ahuecados, pero el frío los atraviesa. El clima despiadado hiere con más crueldad debido a la falta de alimentos calientes. No hay posibilidad de lumbre, de agua templada, de leche tibia, ni pensar siquiera en un humeante pichón crujiente. Los ateridos hombres se congelan, nada mitiga su invierno.
Sin embargo no están solos. Alguien se dispuso a jugarse por ellos. Prometeo, el hijo del titán Japeto, después de contemplar la pena de los humanos, retornó a las regiones divinas. Nadie lo vio avanzar por los corredores celestiales, nadie vio su silueta desplazarse por los muros sagrados, ni contempló el momento en que arrancó una llama del solar de los dioses, pero a los pocos días nadie ignoraba que los mortales habían sido beneficiados con el fuego y que el responsable pertenecía a la estirpe divina.
Zeus imaginó un castigo brutal, sangriento, repetitivo. Prometeo encadenado debió soportar que un águila devorara cada día sus entrañas. El castigo no por cruel deja de ser ecuánime. La magnitud de la penitencia es semejante a la magnitud del don recibido por los hombres. Los humanos, a la luz del regalo prometeico, se iniciaron en el conocimiento. Aprendieron a mitigar el frío, a cocinar alimentos, a tornar maleable la materia, a fabricar armas para defenderse, para atacar, para vivir, para matar.
Pero la punición no se detuvo en el ladrón del fuego, también los hombres fueron castigados. Zeus tentó a Pandora con una caja de atractiva presencia. Ópalos y rubíes tachonaban su tapa. El mandato de no abrirla no hacía más que azuzar la curiosidad que, finalmente, pesó más que la obediencia. La mujer abrió el cofre y todos los males del mundo salieron exultantes como sierpes iracundas. Es preciso aclarar que Pandora logró que la esperanza se instalara en los humanos para aliviar la sordidez del contenido de su caja.
Dice Galileo que es necesario conocer la naturaleza si se la quiere dominar. Conocimiento y modificación de la realidad fueron la condición de posibilidad de la ciencia y de la técnica. Se confunden, se acoplan, se entrelazan. La tecnociencia es una creación humana tan pujante como su origen mítico. Contradictoria y dual. De la ciencia pueden surgir los más sublimes beneficios, aunque también los más funestos perjuicios. Es capaz de dar vida, de extenderla, de mejorarla, aunque también puede ser utilizada para la explotación y la muerte.
Las generaciones han gozado y sufrido los frutos del conocimiento. No deberíamos olvidar la caja de Pandora, ya que la tecnociencia en su faz negativa se presta a la especulación de mercado, al desarrollo bélico y a turbios intereses (los males que escaparon de la caja), y en su faz solidaria contribuye a mejorar la vida y al compromiso social.
A la ciencia hay que acunarla, cuidarla y reforzarla como se hace con el fuego. Una racionalidad científica ampliada a lo político social piensa la ciencia en relación con los dispositivos de poder y con sus implicancias éticas. No adhiere al pensamiento único, respeta la diversidad y atiende lo múltiple. He aquí una perspectiva fecunda para pensar la ciencia, para apostar incluso a difundirla y enseñarla considerando todos sus aspectos -también los no positivos- porque únicamente conociendo el estado de las cosas se pueden pensar estrategias para mejorarlo.