El derecho fundamental a la defensa procesal está regulado por el art. 11, inciso 1, de la Declaración Universal de Derechos Humanos; el artículo 14, inciso 3, parágrafo d), del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; el artículo 8, inciso 2, parágrafo d), de la Convención Americana sobre Derechos Humanos; y el artículo 139, inciso 14, de la Constitución Política de 1993.
La defensa procesal no es sólo un derecho subjetivo, sino también una garantía, esto es, una condición esencial de validez de todo proceso penal propio de un Estado de Derecho. En este sentido, corresponde al Estado velar para que esta garantía sea real y efectiva en todo proceso.
Ahora bien, en lo que respecta a la defensa técnica, tal como señala la doctrina (Cafferata Nores, Jauchen), no basta la mera presencia del abogado defensor, ya que el equilibrio de las partes exige una actividad profesional diligente y eficaz del defensor. Cuando no hay una defensa eficaz se hace preciso sustituir al abogado defensor, teniéndose por nulos los actos procesales efectuados por el abogado negligente.
En esta línea, señala Jauchen, que «es imprescindible que el defensor agote pormenorizadamente una razonada refutación de las pruebas y fundamentos de cargo, tanto desde el punto de vista de hecho como de derecho».
La negligencia, la inactividad, la ignorancia de la ley, o el descuido del defensor, no justifica el estado de indefensión del imputado en el proceso penal. Es un deber del Estado garantizar que la presencia del abogado defensor en el proceso no sea únicamente de tipo formal. Este debe asistir real, efectiva e idóneamente al imputado en el proceso penal.
Así, en la sentencia del 30 de mayo de 1999 (caso Petruzzi v. Estado peruano), la Corte IDH reitera que en el proceso penal la persona tiene derecho a una defensa adecuada y, por tanto, constituye un estado de indefensión prohibido por el Pacto de San José una presencia o actuación de un defensor meramente formal.
Uno de los contenidos de la defensa eficaz es la contradicción fundamentada de los hechos, pruebas y argumentos de cargo. En este sentido, coincidimos con Cafferata Nores[1] cuando puntualiza que la mera existencia del defensor suele ser insuficiente por sí sola para garantizar el principio de igualdad de armas en el proceso penal, en la medida que sólo produce una “igualdad formal”. Más aún, el equilibrio propio de la igualdad de armas exige una actividad profesional diligente y eficaz. A tal punto que si no hay defensa eficaz estamos frente a un “abandono implícito de la defensa”. Se trataría de una mera defensa formal que no pone a salvo los derechos y garantías del imputado.
Como ha señalado[2] el Supremo Tribunal de Justicia de los Estados Unidos, «existen dos componentes a ser analizados para determinar si ha existido una defensa efectiva: el comportamiento deficiente del abogado y el perjuicio ocasionado por la conducta del abogado». La regla de la defensa eficaz del abogado es un estándar objetivo de carácter razonable. De tal forma que, a fin de establecer si el resultado perjudicial es error del abogado, debe demostrarse que el resultado hubiera sido diferente de haber sido otra la conducta del abogado.
En definitiva, la garantía de la defensa procesal exige que los actos de la defensa técnica necesariamente se efectúen como crítica oposición a la pretensión punitiva. La defensa que no se realice bajo este parámetro debe considerarse nula, ya que el imputado, en estricto, no habría contado con un abogado que permita el ejercicio de su derecho de defensa.
Como ejemplos se pueden mencionar:
i) el caso de un abogado que no advirtió el carácter atípico de un hecho, por no haber manejado aspectos básicos sobre la imputación objetiva (un presunto fraude en la administración de persona jurídica en el que el imputado carecía de competencias para tomar decisiones sobre la empresa en cuestión);
ii) si el defensor en un presunto homicidio culposo no advirtió que el hecho se debió exclusivamente a la autopuesta en peligro de la víctima y permitió que su patrocinado se someta a la terminación anticipada;
iii) cuando el abogado no advirtió que el hecho atribuido a su patrocinado no debe juzgarse en un proceso inmediato, sino en uno ordinario, y debido a su negligencia aquél debe afrontar un proceso distinto al ya previsto por ley.
En todos estos casos podría válidamente solicitarse la nulidad del proceso.
[1] Vid. Cafferata Nores, José. Proceso penal y derechos humanos. Centro de Estudios Legales y Sociales, Editores del Puerto, Buenos Aires, 2000, p. 118.
[2] Weatherford v. Bursey 429 US 545 (1977).