Escribe: Roger Vilca
Escribe: Roger Vilca

A principios de este año, el 18 de enero, la entrada en vigencia de la Ley 30414, que —entre otras cosas— proscribía el clientelismo a través del ofrecimiento o la entrega de dádivas o regalos en campaña electoral, no me entusiasmó en lo absoluto. Desde el saque su artículo 42 me pareció un dispositivo demasiado ingenuo para sancionar nada menos que a los campeones de la impunidad: los políticos. «Hecha la ley, hecha la trampa», me dije. En un país en el que reina a un tiempo la viveza y la vileza, este dispositivo era el perfecto candidato para convertirse en uno más de los tantos que adornan nuestra insufrible informalidad.

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En efecto, para cualquier analista racional la norma era fácil de burlar e imposible de aplicar. La primera gran dificultad que asomaba era la incapacidad logística del órgano electoral para detectar casos flagrantes de clientelismo en una campaña en la que se daban cita cerca de veinte candidatos presidenciales y una muy gruesa cantidad de candidatos al Congreso y al Parlamento Andino. Y más todavía si tenemos en cuenta que el clientelismo tiene formas fáciles y eficaces de camuflarse, ora mediante «demagogia electoral» ora a través de «ayuda humanitaria». Otro grave escollo era determinar lo que debía entenderse por «bien entregado como propaganda electoral» (¿un taper con el logo del partido?, ¿un polo de algodón pima con el nombre del candidato?, etc.). Y si estos obstáculos fueran removidos, aun quedaba la ardua tarea de establecer un criterio objetivo para cotizar el valor de este tipo de bienes y verificar si se había sobrepasado el 0.5% de una Unidad Impositiva Tributaria.

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Sin embargo, todas estas consideraciones se fueron al tacho. Estábamos en el Perú, en este país que viola hasta las normas más elementales. La Ley 30414, lejos de encaminar la conducta de los candidatos, se convirtió en un insumo más dentro de las estrategias de campaña. Ahora no solo se trataba de insultar y agraviar al rival, o de sacar al fresco sus antecedentes penales, judiciales y policiales, sino también de atacar alegando que el colega ¡había comprado votos! Tamaño puyazo se tornaba útil no solo porque provocaba un bajón en las encuestas sino también porque podía excluir de los comicios al contrincante. Así las cosas, buena parte de la campaña (me refiero a la verdadera campaña que arrancó en enero) nos la pasamos con abundantes denuncias de clientelismo (dinero en efectivo, cajas de cerveza, bidones de agua, etc.).

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Todo comenzó con la expectoración del ex candidato César Acuña y podría terminar con la exclusión de Keiko Fujimori. A estas alturas ya no sé a qué teoría sociológica acudir para explicar por qué los candidatos con mayor intención de voto echaron por la borda su suerte, o por lo menos la pusieron seriamente en peligro, regalando cosas en eventos públicos que cualquier simpatizante o infiltrado podía filmar y subir a la red para provecho de los rivales. La extrema desfachatez de los infractores no lo explica todo.

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¿Alguien dijo internet? Sí, pues. El aparato logístico que le faltaba al órgano electoral competente lo puso internet. Gracias a este maravilloso fenómeno es que hoy tenemos pruebas irrefutables de las constantes vejaciones que ha sufrido el ya famosísimo artículo 42 de esta truculenta Ley, el verdadero outsider de esta campaña. Nadie daba un centavo por él, ahora muchos lo podrían perder todo por él.

© Roger Vilca

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