Leguía, a diferencia de Sánchez Cerro y otros jefes de Estado, no practicó ninguna purga en la Corte Suprema, en verdad dominada por el civilismo; sin embargo, con el transcurso del tiempo, a través de jubilaciones y fallecimientos, hacia el año 1924, tomó el control casi natural del sistema de justicia. Ya no había oposición o, por lo menos, era muy tenue. El oficialismo o, mejor dicho, el propio jefe de Estado, lo copó todo, neutralizó a la prensa y copó hasta el escenario social. La Corte Suprema no sería, pues, una excepción. La prueba de ello se encuentra en las memorias judiciales. De la sobriedad e independencia de Carlos Erausquin a comienzos del régimen, en las postrimerías del régimen, en los discursos de José Granda, un juez de carrera, y de Óscar Barrós, un político oficialista, las memorias acusan temor o hasta rendidos elogios al gobierno.
La desinstitucionalización del Poder Judicial
Leguía desinstitucionalizó a la administración de justicia. No es casual que uno de los lemas del Manifiesto de Arequipa, documento que legitimaba el alzamiento de Sánchez Cerro, fuese: «Devolver al Poder Judicial su dignidad». Bello texto jurídico y político, cuya redacción se atribuye a José Luis Bustamante y Rivero. El creciente desprestigio del Poder Judicial dio lugar, claro que junto a otras causas, a una respuesta radical. Una vez en el gobierno, Sánchez Cerro dispuso el cese de por lo menos la mitad de la Corte Suprema, acusada de leguiista.
La purga de Sánchez Cerro
La Junta Militar, por el Decreto Ley 6875 de 4 de setiembre de 1930, declaró incapacitados para continuar o reasumir el ejercicio de sus cargos a los miembros de la Corte Suprema que hubieran desempeñado la función ministerial durante el periodo pasado, así como a los vocales o fiscales que hubiesen ejercido función política o administrativa y a quienes desempeñaron la presidencia del alto tribunal desde el año 1922. Así cesaron a los vocales doctores Óscar C. Barrós, José Granda, Ángel Gustavo Cornejo, Benjamín Huamán de los Heros y José Matías León, y a Plácido Jiménez y Heráclides Pérez, fiscales de la Corte Suprema.
Varios magistrados supremos, en medio del desborde de pasiones y el afán de venganza, fueron sometidos a juicio bajo la jurisdicción del polémico Tribunal de Sanción Nacional. Este organismo, claramente anticonstitucional, estaba integrado por fiscales que eran vocales de la Corte Suprema. Disponía, asimismo, de dos salas: una conformada por civiles y otra constituida por militares[1].
Al primer cese decretado por Sánchez Cerro seguiría la posterior purga que se hizo a través de la ratificación extraordinaria del año 1930, irónicamente, bajo la vigencia de un texto aborrecido: la Constitución de 1920. Sería uno de los antecedentes de futuras ratificaciones con una inequívoca intención política: la de Velasco en 1969, Belaunde en 1980 y Fujimori en 1992.
Federico More, el brillante pero también cáustico periodista, tan pronto fue derrocado Leguía, proponía una solución extrema: «Debe ser disuelto el Poder Judicial y dictada la interrupción de los términos procesales hasta que la Asamblea Constituyente diga la palabra definitiva. Y, entre tanto, la justicia debe ejercitarse por comisiones jurídicas que se limiten a resolver los asuntos urgentes relacionados con la moral y la seguridad de los ciudadanos»[2].
La sumisión de los jueces del Oncenio
En líneas generales, los magistrados de la Corte Suprema nombrados durante el gobierno de Leguía eran personas respetables con trayectorias conocidas[3]. Suele ocurrir, sin embargo, que gente estimable, por vanidad, ansias de poder o ausencia de convicciones democráticas termina colaborando con gobiernos de fuerza y guardan indiferencia frente a los atropellos o hasta los vulneran ellos mismos, si tienen la ocasión de ocupar un cargo de poder. Este fue el caso de Germán Leguía y Martínez.
Una dura crítica del Oncenio, Dora Mayer, no pone en duda la existencia de una subordinación de los jueces a la dictadura de Leguía: «Hasta la Corte Suprema llegaban los edictos autocráticos y colocaban en los tribunales a hombres sumisos al gobernante, con relación al cual ya no sonaba concordante la palabra Ejecutivo»[4]. Luis Alberto Sánchez, quien en su clásico libro Perú, país adolescente había dividido históricamente al Poder Judicial en un antes y un después de Leguía, en otro texto, por el contrario, defendió a los magistrados defenestrados por el gobierno de Sánchez Cerro.
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[1] Se echa de menos un estudio integral de carácter histórico jurídico sobre la actuación del Tribunal de Sanción Nacional. Queda claro que varios vocales supremos que lo integraron cambiaron de ropaje político con velocidad. Prácticamente todos habían sido nombrados por Leguía, y el que no, Anselmo Barreto, lo fue pero en su primer gobierno.
[2] More, Federico (1930). Columna La Semana. La Revista Semanal, IV(156).
[3] En un folleto sobre la disolución de la Corte Suprema, José Matías León, uno de los vocales cesados por Sánchez Cerro, hace figurar la relación de jueces y de la foja de servicios de cada uno, para responder a los cargos del Manifiesto de Arequipa contra los jueces designados por Leguía: León, Jo_sé Matías (1936). 1930. La disolución del Poder Judicial. Lima: San Martín. Esa postura también la encontramos en los libros que, en tono dramático, con la finalidad de desagravio, publicó Barrós, Óscar C. (1940). Por la justicia y por la patria, «devolveremos al Poder Judicial su excelsitud». Lima: Taller de Linotipia; Barrós, Óscar C. (1941). El atropello contra la Corte Suprema en 1930 y su inminente solución por el Congreso de 1941. Lima: Taller de Linotipia; Barrós, Óscar C. (1942). ¿En dónde está la justicia? ¿En dónde está la verdad? Lima: Taller de Linotipia.
[4] Mayer de Zulen, Dora (1933). El Oncenio de Leguía (p. 77). Callao: Tipografía Peña.