Cuando el fiscal y la policía llegaron a la casa de Alan García, durante esa mañana del 17 de abril, no sabían que cambiarían la historia de un país acostumbrado a la histeria. La trayectoria de una bala terminaría con la vida de uno de los lideres más polémicos de su generación y, según algunos opinólogos, con un partido que ha vivido con todas las vicisitudes de un siglo agitado.
La noche anterior
Los rumores de que Alan García sería encarcelado recorrían las redacciones de todos los medios de comunicación. Un chisme que se alimentaba del morbo y el interés de observadores imparciales y críticos reconocidos.
Sus aparentes vinculaciones con Odebrecht empezaban a acorralarlo y, en medio de esa encrucijada, pactó una última entrevista que sorprendió a propios y extraños. Carlos Villareal, de RPP, llegó a su residencia de Miraflores con una certeza de que algo extraño iba a suceder.
El periodista ya había interactuado con el político conocido por su ego colosal y esos encuentros podrían resumirse como cualquier otra conversación con el líder aprista. El balance de fanfarronería y verso florido que lo habían vuelto un famoso encantador de las masas.
Sin embargo, esa noche se veía más reposado. No había renunciado a la cháchara veloz, pero algo en su lenguaje verbal denotaba una tranquilidad extraña. Lo que los literatos describen como la paz antes de la tormenta.
García fue claro en esa conversación pública, que sería la final dentro de una carrera llena de diálogos incómodos con la prensa. Aseguró que no solicitaría nuevamente un asilo político, como lo había hecho en los últimos meses. Y, sobre todo, fue enfático en su ausencia de temor a la justicia.
“Soy el hombre más investigado del Perú en los últimos 30 años y lo que tengo es absolutamente producto de mi trabajo y así se ha demostrado”.
Seis de la mañana
El equipo de América Televisión se encontraba en la puerta de la vivienda del expresidente desde las seis de la mañana. Llegó a ellos un soplo que alertaba que la Fiscalía encargada de investigar el caso Lava Jato en el Perú notificó a la Policía Nacional sobre la orden judicial que disponía un allanamiento ese lugar.
La cosa se puso caliente de forma rápida. Seis efectivos policiales de la Diviac y el fiscal Henry Amenábar ingresaban a la residencia, declarando de forma puntual que “solo se trataba de una diligencia”.
Las puertas se cerraron y todo lo siguiente fue ajeno para las cámaras que solo escucharon el ruido de una discusión. Según el ministro del Interior de entonces, Carlos Morán, el fiscal a cargo informó sobre la orden judicial a un Alan nervioso, que respondía desde las escaleras que conectaban al segundo piso.
Vídeos revelados luego confirman esta versión y muestran al exmandatario con un objeto que se asemeja a un arma, que lleva en la mano derecha mientras inicia la trágica caminata hacia su dormitorio. Supuestamente, para hablar con su abogado.
Los efectivos subieron a toda velocidad, pero el aprista iba con ventaja y llegó antes a sus aposentos. Giovana Castañeda de El Comercio agregó, gracias a sus fuentes en la Policía, que García trancó la puerta de su cuarto apenas sintió a los agentes acercarse a ese espacio.
Las autoridades intentaron forzar la puerta y entonces sonó ese balazo que paralizó al Perú.
El miedo recorrió a todos los presentes. En un primer momento, pensaron que el político estaba disparando contra ellos, pero la ausencia de un agujero de bala en la puerta o paredes les permitió suspender esa teoría.
Venciendo este temor inicial, ingresaron a la fuerza a la habitación. Alan García reposaba sentado con una herida de bala en la cabeza. Sangre, pánico y sorpresa en una operación que debería haber sido compleja por tratarse de un personaje tan importante. Pero nunca tan agobiante.
En la sala de un hospital
Alan García fue trasladado de emergencia al hospital Casimiro Ulloa. Los rumores sobre su situación eran inexactos y los medios se alimentaban de la confirmación de muchos voceros, oficiales y anónimos. Eran las siete de la mañana.
La ministra de Salud, Zulema Tomás, llegó hasta el nosocomio y ofreció una conferencia de prensa. Los detalles precisos eran que el expresidente se había disparado en la sien. La bala tenía orificio de ingreso y de salida.
Un equipo de médicos luchaba por mantenerlo con vida. Entre la llegada al hospital y el evento con los medios que dirigía la ministra, el líder aprista ya había sufrido tres paros cardíacos.
En paralelo, las redes sociales hacían lo suyo. Supuestas fotos del presidente en ese estado letal recorrían los grupos de Whatsapp generando el debate sobre la verdadera identidad del cuerpo. Las teorías conspirativas afirmaban que era un doble y que García escapaba del país en algún avión privado.
La otra conversación alrededor del escándalo, era mucho más seria. ¿Realmente alguien como Alan García podría considerar matarse? ¿El ego adjudicado a este personaje lo llevó a la muerte antes que a la cárcel?
En ese momento no se sabía, pero García le había entregado a su secretario, Ricardo Pinedo, una carta sellada. Cinco meses antes de apretar el gatillo, le dejaba un mensaje a su familia sin precisar que era una nota suicida. En ese texto, mencionaba que nunca se sometería a la humillación que significa el espectáculo de un arresto.
Igualmente, en el 2012, Alan confesaba en una entrevista que él no había nacido para ser arrestado y “nadie le pondría una mano encima”. Y el escritor Daniel Alarcón, en una pieza periodística para el New York Times, confiesa que Erasmo Reyna, abogado del trágico ídolo aprista, le contó que García llevaba siempre un arma en caso las autoridades intentaran arrestarlo.
A las 10:26 de la mañana, el excongresista Omar Quesada y el ya mencionado Ricardo Pineda hicieron un anuncio para los periodistas y “compañeros” que se acumulaban al frontis del hospital.
Alan García había muerto a las 10:05 de la mañana. Y parte importante de la historia, para bien o para mal, murió a la misma hora.