Entrevista a Leysser León | Daños por peligros ocultos y responsabilidad civil de la Administración Pública

A propósito de la muerte de un menor en un parque municipal

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Entrevista al Prof. Leysser León Hilario. Doctor en Derecho por la Scuola Sant’Anna di Studi Universitari e di Perfezionamento di Pisa (Italia). Profesor y Coordinador del Área de Derecho Privado de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Miembro de la World Tort Law Society (Viena y Pekín). Consultor de Philippi, Prietocarrizosa, DU & Uría Abogados.


Derechos reservados. Citado: León Hilario, L. (2020). Daños por peligros ocultos y responsabilidad civil de la Administración Pública. Entrevista. 27 de julio del 2020. En: https://lpderecho.pe


LP: Profesor León Hilario, ha fallecido, lamentablemente, el niño que cayó en un pozo oculto en un parque, en el Cercado de Lima. ¿Qué consecuencias genera ese hecho en el plano de la responsabilidad civil?

Las fuerzas del derecho —lo señalo con consternación y expresando mis condolencias a los deudos de la víctima— son limitadas. Se ha perdido una vida que comenzaba, y de una forma tan trágica. El daño, entendido como alternación negativa de una situación preexistente, según la definición acuñada por Luigi Corsaro, es irreparable e incomensurable. Desde un punto de vista jurídico, los familiares son titulares, ahora, de una pretensión resarcitoria por daño moral, cuyo objetivo primario es atenuar su padecimiento anímico, la aflicción que les produce la muerte de su hijo, y también, como componentes de este amplio concepto, por daños a distintos derechos de la personalidad: de la integridad psíquica de los progenitores a la ruptura abrupta de la estructura familiar, constitucionalmente tutelada. Todo ello, claro está, además del resarcimiento de los daños materiales directos, como los gastos por sepelio o asistencia médica de los progenitores.

En Italia —a cuya experiencia conviene dirigir la mirada, con fines pedagógicos— existe una antigua experiencia jurisprudencial y académica, sobre los denominados “danni da insidie e trabocchetti stradali”. Es el mundo de los daños por trampas o peligros ocultos en las calles y lugares públicos; aquellos daños de los cuales tomamos noticia —¡y padecemos!— todos los días en nuestro país, pero que, por muchas razones, no solamente jurídicas, pareciera que no se consideraran resarcibles. Son daños que en el Perú también ocurren, desde luego, pero que la falta de conciencia sobre nuestros derechos, o los costos del acceso a la justicia, o la resignación de los damnificados, han transformado en “daños por causas no imputables” o “inciertas”, como si hubiesen sido decididos por la Providencia, y no provocados por fallas humanas. ¿No leímos, hace algún tiempo, la crónica, tristísima de la muerte de un niño en Chorrillos, por la caída de un arco de acero en una loza deportiva pública? ¿No se dañan, cotidianamente, los automotores, por los baches en las pistas? ¿No producen inmisiones de hedor los desechos no recogidos? En la época de mis estudios de posgrado en Pisa, recuerdo que en alguna lección analizamos el caso del resarcimiento pagado por un gobierno regional al propietario de un vehículo siniestrado al chocar con un jabalí en una carretera. Yo pensaba que casos de ese tipo solo los podía concebir David Lynch, que, en una de sus películas más bellas, The Straight Story (1999), muestra a una afligida dama que atropella con su automóvil a un ciervo. Ni siquiera tenemos tradición de reconocer las indemnizaciones —no resarcimientos, como hace tiempo he sostenido— por actos lícitos dañosos de las municipalidades y empresas públicas, cuando bloquean las calles, impiden el acceso a residencias y establecimientos, con graves pérdidas económicas para sus titulares, o producen inmisiones de ruido. Tampoco estos daños, desprovistos de antijuridicidad, pero “indemnizables”, sin duda alguna, son objeto de compensación económica. Muchos negocios entrañables de la calle Berlín, en Miraflores, se arruinaron para siempre por obras públicas inacabables, que se sucedieron en la primera década del presente siglo. ¿Alguno de sus titulares fue indemnizado? No.

Es una hipótesis de responsabilidad extracontractual de la Administración Pública, que en nuestra doctrina y experiencia jurisprudencial tiene escaso desarrollo, y que debe construirse —en ausencia de reglas específicas sobre la responsabilidad civil por custodia de cosas— sobre la base del artículo 1972º, que contempla dos criterios de imputación: el riesgo de empresa y la exposición al peligro. En el caso concreto, lo que ha tenido lugar es una omisión que supone de responsabilidad agravada —no objetiva, como se acostumbra señalar, sin tomar en cuenta el diseño legislativo del Código Civil vigente— por exposición al peligro.

Sin perjuicio de lo señalado, no hay cómo negar que estamos también frente a una especie de responsabilidad civil que, en el Perú, tiene que ser construida, urgentemente, pero con prudencia, para evitar demandas oportunistas o demandas por bagatelas.

LP: ¿Es seguro que se trate de responsabilidad civil de la Administración Pública? ¿No hay nada que pudiera alegar ésta, al margen de la disputa pública de culpabilidad entre SEDAPAL y la Municipalidad de Lima?

La responsabilidad civil de la Administración Pública es un punto de arribo en el que, creo, coincidirían todos los enfoques de accidentes como estos, tanto el institucional, como el funcional, y, al interior de este último, el económico.

En el ámbito institucional, la regla de responsabilidad civil es clara. El artículo 1970º tutela resarcitoriamente a las personas frente a los actos u omisiones que las exponen a peligros. Y es un régimen especialmente contemplado para favorecer a las víctimas, que son liberadas de las cargas probatorias de la culpabilidad, las cuales son objeto también, por lo demás, de una inversión en el artículo 1969º. Un pozo destapado en un parque abierto al público, oculto por el pasto crecido, totalmente descuidado por los encargados de brindarle mantenimiento, como han relatado los padres de la víctima, es claramente un peligro para cualquier persona. La liberación de la Administración Pública solo podría sustentarse en el caso fortuito, fuerza mayor, hecho determinante de tercero, o hecho de la propia víctima, conforme al artículo 1972º. Ninguna de tales eximentes es admisible en este caso.

En el ámbito de las funciones, el resarcimiento del daño moral se revela particularmente pertinente para crear incentivos en los responsables respecto de los cuidados que deben brindarse, en el futuro, a los espacios públicos, para que tragedias como estas no vuelvan a repetirse. La función sancionadora de la responsabilidad civil tiene aquí un gran reto, que queda en manos de nuestra magistratura: gravar a los responsables en la exacta medida requerida para lograr ese incentivo en los potenciales dañadores, sin enriquecer ni empobrecer a nadie. Con resarcimientos millonarios por daños morales —impuestos a entidades públicas, para peor— no se consigue el objetivo, mucho menos en un país desigual, como el nuestro.

Finalmente, en el ámbito económico —opino sin ser un experto, lo preciso— está fuera de duda que los costos de prevención del daño producido no podían ser asumidos, ni en el escenario más remoto, por la familia afectada. ¿Quién acude a un parque a sabiendas de que en él puede encontrar la muerte o si intuye la acechanza de un peligro? En este punto hay que tener presente, ante todo, que el peligro para la familia y para todos los visitantes del parque estaba oculto, es decir, que ni siquiera tuvieron la posibilidad de efectuar un análisis preventivo instantáneo. No había cintas de seguridad, y no tuvieron auxilio inmediato. Ante una muerte, las recíprocas acusaciones entre las entidades que ustedes mencionan no han hecho más que agravar la pesadumbre para los deudos.

Ahora bien, si recordamos nuestra experiencia reciente, este caso es similar al del menor que, a comienzos del año 2014, sufrió daños gravísimos a la integridad física —quedó en estado de coma, inclusive— por la caída de una roca sobre el taxi que lo transportaba, junto a sus padres, en la Costa Verde. Los altos representantes de varias municipalidades —Miraflores y Lima, entre ellas— se disputaron la responsabilidad, ante los medios de comunicación, mientras el menor desfallecía. La prensa informó, en aquella ocasión, que un acuerdo directo entre distintas entidades, como ESSALUD, y los afectados permitió costear, al menos parcialmente, el tratamiento de la víctima, en una clínica privada, y su terapia de rehabilitación, aunque el daño a la persona o a la salud —como se vio en un reportaje, dos años después— era, y seguirá siendo, permanente. En el caso que estamos analizando, al margen de quiénes sean los responsables, hay imposibilidad material —como señalé— de restablecer el estado anterior al evento dañoso. Ha habido varios casos anteriores, en todo el Perú, de accidentes de niños por peligros ocultos en espacios públicos, pero se desconoce cómo han actuado frente a ellos las autoridades competentes, el Ministerio Público y el Poder Judicial, en primer lugar.

LP: En el caso Brunito, también relativo a la muerte de un menor, que pereció en las líneas ferroviarias, el Poder Judicial, tras años de litigio, otorgó un resarcimiento inusual en nuestra práctica jurídica, que ha generado cierta polémica. ¿Considera Ud. que ese precedente marca el camino a seguir?

El caso Brunito presenta coincidencias con el que estamos abordando ahora, pero también importantes y sustanciales diferencias.

En cuanto a las semejanzas, ambos casos tuvieron como víctimas mortales a niños, es decir, a sujetos inimputables. Son equivalentes, también, por el daño moral tanatológico, es decir, por el dolor ocasionado por el fallecimiento del descendiente, y por la titularidad del derecho, que recae en los progenitores.

En cuanto a las diferencias, en el caso Brunito la imputación se dirigió contra empresas a las cuales no se podía reconocer como “civilmente” responsables de nada: no hubo, de su parte, ni actos u omisiones que fuesen merecedores de tutela resarcitoria según la ley peruana. Por otro lado, por libre decisión de la parte demandante, no se involucró a la parte estatal, al Ministerio del Interior, que demoró la búsqueda del menor extraviado, y que, por lo tanto, habría tenido que participar de la obligación resarcitoria y solidaria impuesta por el Poder Judicial a la titular del ferrocarril y a la concesionaria de la línea ferroviaria. Tampoco, finalmente, se tuvo en cuenta la conducta de la madre de la víctima, ni siquiera como hecho concurrente en la producción del daño, teniendo en cuenta la prevención que era menester implementar, a causa de la discapacidad intelectual de la víctima.

Con la finalidad de opinar objetivamente ahora, no me referiré el sentido y argumentos del fallo emitido en el caso Brunito, porque —como señalé en su momento— el pronunciamiento de la Corte Suprema estuvo basado en argumentos de solidaridad, se apartó de la normativa del Código Civil, y fue contrario a la razón de ser de la responsabilidad civil como institución, porque se concedió un resarcimiento por pura causalidad material, y se combinaron elementos de responsabilidad por culpa (omisión de medidas de seguridad) con el criterio del riesgo o exposición al peligro (en el ejercicio de una actividad económica sujeta a regulación, que fue estrictamente observada por las empresas imputadas, a las cuales, en definitiva, se impuso la obligación resarcitoria). Me temo que dicho precedente, aun siendo relevante en nuestra experiencia, no es de ayuda ahora. Es, más bien, una causa preocupación.

¿Por qué? Porque la muerte de un niño por un peligro oculto en un espacio público es muy distinta. Olvidemos, por un momento, la mala decisión legislativa de haber atado a los intérpretes con la camisa de fuerza de la teoría causalidad adecuada en el artículo 1985º del Código Civil. La causalidad —por equivalencia de las condiciones, tendríamos que precisar—, salta a la vista. Ha habido omisiones de seguridad graves y fatales, y posiblemente imputables a múltiples sujetos y estamentos de la Administración pública. También existe certeza en relación con la normativa aplicable, que es la de responsabilidad por exposición al peligro del artículo 1970º del Código Civil. No hay duda, en fin, de la inexistencia de hechos concurrentes de los familiares en el acaecimiento, ni de que la responsabilidad habrá de recaer en entidades públicas, si no es que se amplía a la esfera de algún particular, si se descubre, por ejemplo, que el mantenimiento del pozo estaba a cargo de un contratista privado que abandonó sus labores, o las descuidó, y contribuyó así, en la creación del peligro. La determinación de la responsabilidad civil, en suma, al contar con un marco normativo como el del artículo 1983º del Código Civil, que hace responsables solidarios a todos los “causantes”, en mayor o menor proporción, del daño, protege suficientemente, en lo formal, a los titulares de la acción resarcitoria. Ese no es el motivo de perplejidad que quiero compartir con ustedes.

Lo preocupante, y tal vez angustiante, es la imposibilidad de anticipar que, ante un daño equivalente, con causalidad manifiesta, con base normativa segura, y, sobre todo, con el estímulo del repudio social que sustenta e impulsa el mecanismo de los daños morales con función sancionadora, nuestro Poder Judicial habrá de dictar una sentencia resarcitoria de quantum igual o superior, inclusive, al concedido en el caso Brunito, siempre que el caso termine en los tribunales. La lógica nos dice que, si se presta atención a los factores agravantes, el resarcimiento debe —“debe”, lo enfatizo— ser superior. Solo que, frente a nosotros, esta vez, no está el sector privado. No hay empresas imputadas —por lo menos no en la fotografía inicial del siniestro—, sino entidades públicas de un país con escasos recursos, y con un sistema de responsabilidad civil precario, donde la tutela resarcitoria frente a los daños cometidos por la administración pública está, casi totalmente, por construir, y donde ser damnificado por hechos imputables a la administración pública se asemeja, en vida cotidiana, a ser víctima de un caso fortuito.

Como tengo escrito y dicho, yo he puesto en duda que se pueda hablar, entre nosotros, de una jurisprudencia-fuente o creadora del derecho. No creo ni en el activismo judicial, ni en el stare decisis en versión peruana, o sea, en aquellas decisiones que vinculan a unos y no a otros, aunque sean contrarias a la ley, ni en un overruling doméstico y extravagante. A pesar de mis públicas hesitaciones al respecto, creo que en la solución de casos como el que estamos comentando, el Poder Judicial debería estimar el carácter realmente “vinculante” de sus propias decisiones por el mérito que les sea reconocido por los propios magistrados, y no porque lo señale, por mayoría de votos, un “pleno” jurisdiccional o casatorio. Si la visión solidaria de la tutela resarcitoria del caso Brunito habrá de mantenerse —¿por qué no?, ¿por qué olvidar que muchas veces a la academia solamente le toca rendir cuenta de los cambios de rumbo, de las mutaciones jurisprudenciales, aunque sean cuestionables?— la magistratura deberá ser consecuente, y alinear sus futuras decisiones a los criterios de determinación de la responsabilidad y cuantificación del daño reconocidos en aquel fallo. A menos, claro está, que se produzca un nuevo viraje, una vuelta a estándares preexistentes, que tomen en cuenta las diferencias entre una situación y otra, como las que he descrito, y que tal vez sean muchas más. Así es como se construye la predictibilidad y la seguridad jurídica, con sentencias que marquen el camino en un campo —el de la responsabilidad civil— donde, en todas las experiencias del mundo, la contribución de los jueces es invaluable. No debe olvidarse, que el mayor resarcimiento concedido en la historia de nuestra jurisprudencia, fue, ni más ni menos, uno que obligó al Estado, al Ministerio del Interior, a pagar más de cuatro millones de soles por las irreversibles lesiones a la integridad física sufridas por un estudiante universitario, que quedó cuadrapléjico por una bala perdida que lo hirió en una redada policial.

LP: Finalmente, Prof. León Hilario, ¿cómo construir el sistema de responsabilidad civil de la Administración Pública que requerimos?

Vuestra pregunta involucra a muchos sectores, del educativo a la administración de justicia. Hace años hablé de la necesidad de profesionalizar la responsabilidad civil. No fue, y no es, en el sentido de crear una escuela de hungry lawyers —que los tenemos, por cierto— a la cacería de casos mediáticos como éstos, sino a la renovación de los esfuerzos de la comunidad jurídica por difundir las virtudes del sistema e instituciones de la responsabilidad civil y los mecanismos resarcitorios respecto de actividades que, por lo general, están fuera del enfoque de los expertos. Hay demasiada concentración de las lecciones y cursos de perfeccionamiento en los accidentes de tránsito, en la responsabilidad profesional, principalmente en la práctica de la medicina, y en los daños a los derechos de la personalidad, como la reputación y la intimidad, porque en todos ellos se cuenta con el refuerzo, importante, del derecho penal, o en los daños en las relaciones laborales, donde el apartamiento de la magistratura de las reglas de la responsabilidad civil ha alcanzado niveles de audacia nunca vistos, que obligan a un estudio específico y pormenorizado. La práctica de algunos abogados se ha concentrado también en esas áreas, porque son vistas como redituables, aunque las más de las veces se creen falsas y desmesuradas expectativas en los damnificados, desprovistas, por completo, de análisis técnico, y en infracción de las directrices de la deontología profesional. Aquí también resulta fundamental el control jurisdiccional, porque, de lo contrario, sin los muros de contención de sus decisiones —como aquella del fuero penal, que declaró carente de reconocimiento constitucional al daño al proyecto de vida, el año pasado—, se estimulará la creación o consolidación de un mercado de judicialización de los daños, incluso de lo que no son resarcibles.

En la Escuela Nacional de Control —si me permiten compartir una experiencia personal reciente— me encargaron el dictado de un curso exclusivamente dedicado a los daños cometidos en el ejercicio de la función pública, y no encontré ninguna referencia bibliográfica nacional, ni siquiera indirecta, acerca de dicho tema. No descarto que exista, pero, si así fuera, ¿por qué aquella contribución o aquellas contribuciones no se incorporan al discurso y a la temática de los cursos generales sobre responsabilidad civil? ¿Acaso la indiferencia de la academia, consciente o involuntaria, nos va a llevar a concluir que no se cometen daños resarcibles en dicho ámbito? Por supuesto que no.

Creo que una buena manera de comenzar el desarrollo de este campo sería identificando algunos casos típicos, no solo a la luz de la experiencia extranjera, sino con la atención puesta en la nuestra: los daños por peligros ocultos en espacios públicos, en el ejercicio de la fiscalización tributaria, y en la actividad de los registradores públicos, por ejemplo. A tales daños se podrían añadir los cometidos en el ejercicio de la función judicial, que en los últimos años han superado en exceso —por hechos públicamente conocidos— el otrora restringido campo de las decisiones erróneas, emitidas con dolo o culpa grave, para comprender todos los daños causados en ocasión de dicha función, donde la decisión misma es la que produce el menoscabo (sentencias inejecutables, por ambigüedad o por demora irrazonable, medidas cautelares sin sustento, mandatos de prisión preventiva abusivos, etcétera).

Todos los daños mencionados son expresión de una responsabilidad civil “invisible”, a pesar de contar con un marco legal que puede ser desarrollado jurisprudencialmente, y que, circunstancias tan tristes como la tragedia que ha motivado esta entrevista, nos permiten abordar con una perspectiva crítica orientada a que la gestión pública y social de los daños sea justa y respetuosa de la normatividad, o de los valores reconocidos por las leyes, sin necesidad de propiciar fugas “principistas”, de subjetividad incontrolable, como las que alienta la práctica vulgar —que es más una mera invocación o recitación— de la argumentación jurídica. La gran tarea del Poder Judicial, de hacer que cobren color y vitalidad esas responsabilidades “invisibles” no necesita esos escapes, mal disfrazados con filosofismos e ilegítimos.